jueves, 8 de agosto de 2013

LIBERTAD POLÍTICA





Gonzalo Gamio Gehri

La tradición liberal se concentra en la idea de un gobierno limitado que proteja los diferentes espacios de autonomía personal. En particular, este argumento apela a la necesidad de proteger a los individuos frente a cualquier poder tutelar que pretenda  erigirse sobre los ciudadanos y decirles a las personas cómo deben actuar, qué deben desear en la vida, que relaciones deben establecer y con quiénes, cómo deben pensar, o qué productos deben consumir en el mercado. La idea de imponer un estilo de vida sobre otros es severamente cuestionada por los liberales, y existen buenas razones para defender este punto de vista pluralista. Lo que combaten es la suposición de que existe una única forma de ser un ser humano civilizado o valioso, una condición que cualquier persona que tuviera el saber pertinente o la virtud requerida podría reconocer como válida. Se trataría de guiar a la gente hacia su única meta, llevar a la humanidad hacia el cumplimiento de su supuesta “esencia”. Los totalitarismos de diverso cuño asumen esta hipótesis profundamente contraria al pluralismo, una perspectiva potencialmente violenta y desgarradora. Desconocer la existencia de esta meta superior y la necesidad de orientarse hacia ella implicaría para el agente – según esta visión – caer en alguna forma de degradación moral o de alienación. Las ideologías totalitarias, como sabemos, se propusieron salvar a los seres humanos de esas situaciones perversas, a menudo recurriendo a la manipulación y a la violencia.

“Lo que nos revuelve, lo que es indescriptible, es el espectáculo de un grupo de personas que se inmiscuyen tanto y se “meten tanto” con los demás, que los demás acaban haciendo su voluntad sin saber lo que están haciendo; y al hacer esto pierden su condición de seres humanos libres, y de hecho, su  condición de seres humanos” [1].

Esta clase de reflexiones llevan a autores pluralistas como Berlin y otros, a percibir ambas formas de libertad  - la libertad cívica y la libertad individual - como relevantes, así como a destacar la capacidad de razón práctica o agencia como núcleo vivo presente tanto en el autogobierno cívico como en el cultivo de la autonomía privada. El concepto de razón práctica (noús praktikós) alude a la capacidad de elegir conscientemente un modo de vida que podemos identificar como valioso o como vehículo de plenitud. Ella se refiere a nuestra disposición hacia el ejercicio del discernimiento y la elección práctica, la evaluación crítica de las ideas y de las convicciones que persiguen orientar nuestra existencia y contar con nuestra lealtad. 

Si el ejercicio de la razón práctica constituye una capacidad humana vital, entonces un sistema político justo tendría que contar con normas y espacios propicios para su desarrollo, así como promover procesos educativos que permitan su configuración desde las primeras etapas de la vida. Educar para la formación y el cuidado de la razón práctica no implica la imposición de un estilo de vida, sino concentrar la tarea educativa en la adquisición y cimentación de un sentido crítico que nos permita examinar diferentes opciones potenciales de sentido, y alentar la construcción del juicio propio en materia moral y política. Teóricos del desarrollo humano como Amartya Sen y Martha Nussbaum han señalado claramente de lo que se trata es de incentivar el cultivo de las “capacidades” que integran una vida de calidad, no inculcar “funcionamientos”, esto es, no fomentar un modo concreto de desplegar tal capacidad o auspiciar una forma de elección en detrimento de otras decisiones potencialmente valiosas o razonables.

Esta perspectiva revela importantes consecuencias en cuanto a la comprensión de la política y al terreno de la acción. La disposición a adquirir y poner en ejercicio la razón práctica tendría que ser considerada un derecho fundamental (el derecho a la libertad de conciencia y al libre pensamiento) tal y como éste suele ser considerado al interior de la tradición de las sociedades democráticas y liberales. La invocación a este derecho está implícita en la idea de poder contar con un espacio propio para la elaboración y el cuidado estricto del proyecto personal. La valoración de este derecho también subyace a la convicción de que la participación ciudadana permite la construcción y la preservación de una comunidad política libre y justa y que ésta puede entrañar un modo posible de realización humana.

Sostenía al inicio que la tensión entre la acción ciudadana y la libertad individual constituía un genuino conflicto cultural que constituye parte de la historia espiritual del mundo occidental y da forma a su “cultura política” postilustrada. Ambas interpretaciones de la libertad entrañan visiones heterogéneas y acaso rivales del agente humano. La idea del individuo independiente de sus lazos rivaliza con la imagen griega del ser humano como un animal político. Una concepción nos habla de la persona libre de la política; la otra nos remite a un agente que es libre en y para la política. El hombre del Renacimiento y el de la modernidad temprana descubren espacios y actividades que compiten con las virtudes cívicas como fuentes de sentido y plenitud ética: el trabajo, los vínculos emotivos, el quehacer científico, el arte, la persecución de lo sagrado. La plaza pública no es el único lugar para la realización existencial. Estas diversas formas de actividad requieren de un marco público que las reconozca como opciones potencialmente valiosas para las personas, esto es, como prácticas que pueden ser consideradas dignas de ser elegidas como posibles expresiones cabales de lo humano.

No obstante, este descubrimiento no implica desconocer la conexión práctica entre ambas formas de libertad política. La limitación del gobierno para contar con espacios para la autonomía privada no se desarrolla espontáneamente ni depende sólo de sí misma; se trata de un fenómeno histórico – social que ha requerido (y requiere) de la acción y la movilización cívica gestadas desde los partidos políticos o desde las instituciones de la sociedad civil. Si los ciudadanos no están alertas y bien dispuestos a organizarse y salir a las calles a defender sus derechos, el sistema legal y político que protege estos derechos básicos puede verse lesionado por formas de abuso de poder generados desde el escenario de operaciones de la autoridad política o desde la actuación de  otros grupos que ejercen algún tipo de influencia en la comunidad (los llamados “poderes fácticos”).  La acción cívica y la defensa de la autonomía privada pueden ser consideradas, en esta línea de reflexión, como dos caras de una misma moneda, como dos dimensiones centrales de la libertad política.


Esbozos  para unas reflexiones que serán publicadas en el siguiente número de PÁGINAS




[1] Berlin, Isaiah  “Carta a George Kennan” en: Sobre la libertad, op.cit. p. 380.
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