Gonzalo Gamio Gehri
“Es necio el mortal que destruye ciudades; si además deja en soledad templos y tumbas – santuarios de los muertos – prepara su propia destrucción para después” (Troyanas 95-97).
Quien así habla es
Poseidón, quien discute con Atenea el destino de los verdugos de Troya. Luego
de más de diez años de prolongada enemistad, ambos dioses se reúnen por fin y
coinciden en el pensamiento. Aunque la voluntad de Zeus – y el imperioso
destino – apuntaba a la destrucción de Ilión, los dioses contemplaron con
asombro cómo los aqueos incumplieron impíamente las exigencias de la medida
correcta que estipulan la justicia y la sensata deliberación. La mayoría de sus
jefes se hicieron acreedores de un terrible desenlace para sus vidas.
Los vencedores
debieron observar los principios que invocaría la prudencia, y también la justicia universal. Ser magnánimos en la
derrota del enemigo. Preservar la vida de la población indefensa, en particular
la vida de mujeres y niños, respetar la memoria de los héroes caídos en el bando
rival, proteger los templos. Permitir el duelo de quienes han perdido a sus
seres queridos en la guerra, garantizar el entierro debido de los cadáveres.
Realizar sacrificios y libaciones en honor de los dioses de la ciudad, que son
los mismos dioses que los aqueos veneran.
Pero nada de esto
sucedió. La sinuosa estrategia del caballo de madera permitió que los dánaos
entrar en la ciudad y acabar con los guerreros troyanos, sumidos en la
embriaguez de una prematura celebración. Aniquilaron a los varones, y
sometieron a esclavitud a todas las
mujeres – esa es precisamente la trama principal de Las Troyanas, el dilema ético de si aceptar la pérdida de la
libertad y el sometimiento al funesto amo, o propiciar la propia muerte como expresión
de respeto a los parientes muertos y a la patria – y ni siquiera respetaron la
vida de los niños: Astianancte, el hijo de Héctor, es ejecutado por orden de
Odiseo, quien temía que algún día tomara las armas para vengarse de los argivos.
Terrible acción que cubre de oscuridad el alma de los guerreros de Agamenón.
No respetaron los
templos. Los saquearon, decapitaron las estatuas, arrebataron del espacio de
culto a las sacerdotisas. Ayax arrastró a Casandra en medio del templo de
Atenea. El brillo de los hermosos ojos negros de Casandra se nubló de lágrimas,
ante la mirada atenta de la diosa. Esta siniestra hybris exigirá de los perpetradores que paguen las consecuencias de sus decisiones.
“Quiero que su
retorno sea lamentable”, señala la diosa al imperturbable Poseidón.
Efectivamente,
todos los reyes dánaos tuvieron un amargo regreso a la tierra de sus ancestros. La
muerte arribó en muchos de los casos. Ulises fue el más infortunado de todos.
Él, que había intentado en su juventud evadir el llamado de Zeus Xeniós a
combatir a los teucros, tardaría en regresar a Ítaca tanto tiempo cono había
durado la propia guerra. Sólo en plena madurez de la vida podría volver a ver
las añoradas costas de la patria.
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