martes, 3 de noviembre de 2009

BREVES REFLEXIONES SOBRE VERDAD, RELIGIÓN Y FINITUD



Gonzalo Gamio Gehri


La verdad está estrictamente asociada al recuerdo, al descubrimiento de quién es el hombre, y fundamentalmente el reconocimiento de la ineludible finitud de la condición humana. Esto último hace posible que los seres humanos cuenten con una comprensión más esclarecida de sí mismos; también les permite tomar conciencia de cómo podrán acercarse a lo infinito sin sufrir fatalmente por ello. Una de las características fundamentales del hombre, es su inapelable vulnerabilidad. Necesitamos de la ética, por ejemplo - de una cierta reflexión sobre lo que sea bueno, malo, etc. – precisamente porque somos seres frágiles, porque lo que hacemos con nosotros mismos, lo que hacemos con los demás y lo que los demás nos hacen, genera modificaciones en nosotros (y en ellos), algunas de esas modificaciones son irreversibles, e incluso fatales. Somos criaturas vulnerables y limitadas, nuestra vida es flor de un día y es en ese sentido que necesitamos descubrir una orientación, una dirección conscientemente elegida. Como sabemos, la ética es la disciplina filosófica que se encarga de la búsqueda racional de esa compleja orientación existencial.

Desde un principio la sabiduría asume esa forma práctica: ella permite conocer nuestros límites por un lado y por otro permite discernir cierta dirección hacia lo infinito. En el contexto del pensamiento griego, esa relación es de reverencia e incluso de temor. Cuando se habla del sentimiento religioso frente a lo absolutamente misterioso y desconocido, la palabra que los griegos utilizan usan para referirse a aquello que nos desborda y deja perplejos es déinon (significa terrible, portentoso, aquello que nos suscita un sentimiento de pequeñez y sobrecogimiento). La verdad es un proceso de descubrimiento asociado al trabajo crítico de la memoria y a la conciencia de la finitud humana en la que la experiencia del temor y la compasión resulta fundamental para el esclarecimiento de la medida humana. Este camino de investigación tiene pues una connotación existencial, muchas veces desgarradora. Es el caso de Edipo Rey. En un pasaje de la primera parte el sacerdote le dice a Edipo “recuerda quién eres”: el coro tebano sabe que el proceso anamnético es condición para lograr la salvación del pueblo, víctima de una peste. Es un hecho conocido que la búsqueda de Edipo termina en un resultado terrible.

La expresión emeth en hebreo (que suele traducirse como "verdad") tiene una connotación eminentemente social. Emeth significa “fidelidad”, lealtad incondicional hacia un “Tú”, confianza en que esa relación Yo / Tú – planteada en términos de la relación interhumana como en el contexto de la relación con Dios - es sólida e imbatible: recordemos la expresión veterotestamentaria “el Señor es mi roca”, una señal de confianza en la protección que tiene Dios sobre su pueblo. Es una relación que no posee en una primera instancia una connotación estrictamente teórica, metafísica. La verdad no es aquí correspondencia entre la mente y las cosas: la verdad tiene que ver con el contacto existencial entre un yo y un tú, una relación dialógica[1]. Recuérdese que cuando Jesús dice: “yo soy el camino, la verdad y la vida”, utiliza dos imágenes al lado de la “verdad”. El camino y la vida. Yo soy en el camino que conduce hacia el Reino de Dios. Alude a esa tradición semítica para la cual la verdad también es fidelidad. “en mi se cumple la promesa que mi Padre hizo al pueblo de Israel”, parece señalar. Cuando Jesús está al frente de Pilatos, y este último le pregunta “¿Qué es la verdad?”, Jesús guarda silencio. Ese silencio no es una mera apelación al vacío, es un signo de algo, una especie de “silencio comunicativo”, por así decirlo. Parece indicarnos que la verdad no es una teoría, no es una doctrina religiosa o filosófica, sino una forma de vida, un modo de estar en la vida. Jesús no estaba proponiéndonos necesariamente la adopción de un sistema ideológico o doctrinario, no nos está incitando a asumir un cierto compromiso metafísico; parece invitarnos a que confiemos en la acción del amor (ágape) en nuestras vidas, que en una relación genuina con Dios. Dios no aparece como un concepto u objeto cuya existencia tenemos que demostrar racionalmente; se plantea como un “Tu”, como alguien con quien podemos establecer una relación dialógica.

Podemos evocar el genio de Qohélet; el pretendido autor del Eclesiastés que alegóricamente se llama a sí mismo rey de Jerusalén. Qohélet es un personaje que podríamos caracterizar en más de un sentido como un escéptico; el también es un maestro del lenguaje como del “silencio comunicativo” del que hablábamos líneas arriba. Se trata de un hombre que no tiene una gran confianza en las certezas humanas: señala que en el mundo que está bajo el sol, en el que nos afanamos diariamente, todo es hebel (vacío). Una importante teóloga, Elsa Támez decía que si hubiera que definir hebel con una imagen, esta aludiría al agujero que sentimos en el estomago cuando tenemos hambre o sentimos temor (o angustia). Todo por lo que el hombre se afana, aquí es insignificante, hebel, dice Qohélet. No se trata de asumir una actitud meramente despectiva hacia la vida concreta en nombre de un hipotético “mundo trascendente”; no olvidemos que en la época de la que data el Eclesiastés todavía no se tiene claridad respecto de la existencia o no para el pueblo hebreo de un mundo futuro, de un mundo después de la muerte. El autor toma en serio el mundo ordinario (a diferencia - permítanme usar la expresión irónica del maestro Ramón Valls - de ciertos "liliputienses pseudo-postmodernos" que ni siquiera manejan este concepto con algún decoro, y sin embargo, denostan de él sin el menor escrúpulo). Lo que esta señalando Qohélet es que si nosotros le asignamos un significado definitivo y fundamental a las cosas que están bajo el sol, a esas cosas finitas - como nosotros mismos, desde luego -, entonces lo único que vamos a encontrar es vacío. Como quien caza el aire y se queda con nada, igual pasa con las cosas que son meramente humanas y fugaces, aquellas en las que encontramos (o creemos encontrar) el fundamento de nuestras convicciones y nuestras creencias: son sólo polvo en el viento. En esto coinciden el Eclesiastés y el Libro de la Sabiduría. Todo está a merced de la voracidad del tiempo, “con el tiempo, se olvidaran de nuestro nombre, nadie más pensará en lo que hicimos, nuestra vida pasa como la sombra de una nube, se desvanece como niebla a los rayos del sol”[2].

En la clave de esta tradición, aferrarse a determinadas convicciones – elevándolas a la categoría de ‘certezas’ - en el ámbito de lo que el hombre hace o deja de hacer, tiene como resultado que nos encontramos con la nada, con el vacío. La sabiduría no sería otra cosa que el reconocimiento de esa nada incluyendo en el horizonte de esta insignificancia a la propia “sabiduría humana” cuando es concebida erróneamente como un fundamento, como una roca a la que asirse. En otras palabras lo que Qohélet y el Libro de la sabiduría nos quieren decir es que la única roca fuerte es Dios. Cuando confundimos esa roca con nuestras creencias, con nuestras convicciones, con lo que valoramos bajo el sol (con nuestros bienes materiales, incluso con nuestro saber y nuestra teología), estamos errando el camino, porque en el ámbito de los afanes meramente humanos, todo es ebel. De acuerdo con Qohélet, en ese estado de desprotección es que podemos realmente tener experiencia de lo infinito, de lo propiamente divino. En otras palabras, cuando dejamos de confundir lo infinito con la finitud de nuestras seguridades y certezas (y de nuestros fetiches metafísicos), ahí es que estamos en capacidad de tener experiencia genuina de Dios. San Ignacio de Loyola, examinaba en sus Ejercicios Espirituales del ‘principio y fundamento’ de la experiencia de fe como punto de partida de camino hacia una amistad genuina con Dios. Indicaba que para lograr ese principio fundamento debíamos primero desmontar, desmantelar nuestras certezas y ataduras meramente humanas: riquezas, reconocimiento, pobreza, etc. Invitaba a asumir una actitud de relativa indiferencia frente a ello - porque es hebel - y a afrontar esa situación de desprotección (esa condición de criatura frente a Dios) como disposición básica de apertura frente a Dios.

Cuando tratamos de erigir nuestras convicciones, nuestros ideales, nuestras seguridades en formas de infinitud, incurrimos en lo que el Libro de la Sabiduría condena como idolatría. En lugar de estar abiertos a ese Dios que es un Tú infinito, tendemos a sustituilo por determinaciones humanas, meramente finitas. Esta es una situación que Martin Buber - célebre filósofo y teólogo judío - llama eclipse de Dios. En lugar de tener una experiencia genuina de Dios (una experiencia dialógica), hemos puesto entre nosotros y Dios una imagen finita de nuestras ‘certezas’ o una imagen falsa (y manipulable) del propio Dios. Cuando nos sentimos demasiado seguros respecto a cuál es el plan de Dios para nosotros o para nuestros semejantes - cuando confundimos al propio Dios con las instituciones o los discursos que pretenden representarlo - estamos en esa situación de eclipse. Esta sustitución del propio Dios (el Tú) por una imagen finita, religiosa o secular (un mero “ello”) nos lleva al fundamentalismo y la “idolatría”. Esta en nosotros, dice Buber, revertir ese fenómeno: esa es la diferencia entre el fenómeno humano del eclipse de Dios y el fenómeno natural del eclipse de sol, que se produce en virtud de la necesidad natural.


*Fragmento de la transcripción de una charla sobre Los Caminos de la Sabiduría para el IFC-UARM.


[1]Cfr. Buber, Martin Eclipse de Dios Salamanca, Sígueme 2003.

[2] Sabiduría 2,4.

1 comentario:

isaias dijo...

estimado gonzalo

cual es la diferencia entre filosofia de la religion y teologia filosofica?