viernes, 21 de febrero de 2014

FRAGILIDAD, EMOCIONES Y DISCERNIMIENTO *





Gonzalo Gamio Gehri



Uno de los errores más comunes en la teoría política que converge con temas de ética pública consiste en suponer que cuando delibera el agente hace abstracción de las emociones, en tanto estas podrían contaminar la elaboración del juicio político. Esa es una posición que comparten los enfoques procedimentalistas – el neokantismo, el utilitarismo y el contractualismo clásico – y también la célebre teoría de la rational choice. En una perspectiva más bien aristotélica, las emociones moduladas por el agente que sabe cultivar la razón práctica se manifiestan desde el proceso mismo de la deliberación, como una forma de percepción de la peculiaridad de los contextos en los que ha de elegirse un curso de acción. El ideal ético de la constitución de un agente práctico independiente implicaba el logro de una especie de “equilibrio dialógico” entre las exigencias del lógos y las condiciones que establecen  las emociones. No basta con construir una deliberación consistente y lúcida – que desemboque en una elección acertada -: es preciso poner de manifiesto las emociones que una situación compleja exige. Las reacciones de ira, indignación, temor, simpatía, etc., son legítimas cuando un análisis sutil de las circunstancias así lo justifica.

Las emociones son, entre otras cosas, expresión de una deliberación que reconoce la precariedad y contingencia de los escenarios en los que juzgamos y elegimos. Actuamos con otros, y nuestras decisiones les afectan tanto como las elecciones de otros repercuten en nuestras vidas. Estamos expuestos incluso a las circunstancias externas de la vida, que los griegos denominaban tyché (la fortuna). Los antiguos describían a la pequeña Tyché como una niña de cabello azabache y brillantes ojos negros, como una deidad que decidía irreflexivamente la salud, la prosperidad, los honores y la seguridad de los mortales dando bote a una pelota; no hacía cálculos ni intentaba acumular un puntaje. El bote de la pelota y su dirección resultan completamente aleatorios, pues forman parte de un juego espontáneo, no planeado. La presencia de la fortuna define parcialmente los escenarios vitales con los que el agente debe lidiar. Un agente práctico independiente sabe a ciencia cierta que es un ser interdependiente, y que él, su cuerpo y capacidades, pero también sus propósitos y sus valoraciones, son vulnerables.

En los seres humanos, la articulación de emociones éticamente relevantes constituye un modo de encarar la vulnerabilidad que les es constitutiva. Estamos expuestos a la muerte, al dolor físico y psicológico, a la enfermedad, a la vejez, a la violencia y muchas otras circunstancias que merman nuestras capacidades y revelan diferentes aspectos de nuestra finitud. Incluso podríamos decir que los seres humanos precisamos de una ética porque somos seres frágiles, porque lo que hacemos con nosotros mismos y con los demás nos modifica y afecta a otros. Requerimos reglas y prácticas comunes que nos permitan desarrollar nuestras vidas con cierto orden y cierto grado de libertad. No todo está permitido precisamente porque somos mortales[1]. El célebre coro de Antígona clama que el ser humano es extraordinario porque cuenta con grandes capacidades e instrumentos que le permiten lograr grandes cosas (también cosas sobrecogedoras), pero que no puede superar su condición natural de mortal. He allí la clave del sentido de su existencia. En la Estrofa segunda – después de pasar revista las innovaciones tecnológicas que han permitido al ser humano dominar diversas fuerzas naturales y especies animales -, Sófocles alude al poder que confiere el uso del lógos en la vida ética.

“Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse, y también, fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo porvenir le encuentra falto de recursos. Sólo del Hades no tendrá escapatoria. De enfermedades que no tenían remedio ya ha discurrido posibles evasiones”[2].

Lo que el ser humano construye o lleva a cabo constituye una forma de lidiar con la finitud. Lo mismo podemos decir, por supuesto, de la política. El sistema de prácticas y acuerdos (así como desacuerdos) que constituye la política busca erigir un conjunto de leyes e instituciones cuya razón de ser es la protección de los ciudadanos frente a diferentes formas de violencia que dañe su vida o su libertad, incluidas la agresión física y la pobreza extrema. Los dioses no necesitan, en sentido estricto, de política, pues son invulnerables y no conocen la muerte ni el dolor (al menos tal y como nosotros lo conocemos). Las emociones humanas son disposiciones intencionales que procuran – cuando se ponen al servicio de la deliberación práctica – retratar e identificar situaciones que ponen de manifiesto nuestra fragilidad y nuestra exposición a la alteridad.

Es lo que sucede, por ejemplo, con el temor. En la Retórica, Aristóteles describe el temor como el sufrimiento provocado por la percepción de real o posible mal futuro[3]. El temor tiene una clara utilidad ética y política: nos ayuda a reconocer situaciones de peligro que amenazan nuestra integridad y la de los demás, y a tomar medidas al respecto. Aristóteles es enfático en señalar que no se puede ser valiente sino se siente miedo, y que la insensibilidad frente al temor constituye un vicio. El temor – conducido por la virtud – contribuye a la construcción de una comprensión adecuada de nuestro entorno, así como de nuestra condición, recursos y necesidades. La legislación y la edificación de instituciones buscan ejercer cierto control sobre aquellos males que son objeto de temor. En un famoso pasaje de Ricardo II, William Shakespeare parece recoger el tratamiento aristotélico del temor. La Reina ha dejado partir a su esposo, y una intensa inquietud agita su alma. No puede todavía describir las determinaciones concretas de la amenaza que se cierne sobre Inglaterra, pero intuye la inminencia del mal. Con el tiempo, asociará esa turbulenta percepción con el avance de Bolingbroke, duque de Hereford, que intenta derrocar con su ejército al último de los reyes de la casa  de los Plantagenet.

“REINA
Aunque no sé por qué acojo el pesar como huésped, si no es por despedir a un huésped tan dulce como mi Ricardo. Y, con todo,  siento acercarse algún dolor que va a nacer del vientre de Fortuna, y mi alma tiembla por nada y se apena por algo, más aún por la ausencia de mi esposo”[4].

Bushy, uno de los nobles cercanos al rey, intenta tranquilizarla, aduciendo que su preocupación se debe al viaje de Ricardo, y que cualquier tristeza diferente sólo es fruto de su imaginación y  de su carácter aprensivo. Ella no está de acuerdo con aquella hipótesis.


“Puede ser, pero en el fondo de mi alma yo lo siento de otro modo. Sea como fuere, sólo puedo estar triste, muy triste, tanto que, aunque en nada piense yo pensar, esta triste nada me hace flaquear”.


BUSHY
No es más que imaginación, augusta reina.

REINA
Nada de eso. Un dolor imaginario nace siempre de uno real. El mío, no, pues nada me ha engendrado este algo o algo hay en la nada que me aflige, y sólo lo poseo en expectativa. Mas este algo que yo aún no conozco, si algún nombre tiene, es ‘dolor anónimo’”[5]


El camino de esclarecimiento de la experiencia del temor, que va de la consciencia de un temor acaso aparente a uno real o fundado es un proceso de reflexión que consiste en el examen de la propia visión del escenario y la disposición de los actores en el especio específico de la acción. La reina considera que esa presunta “triste nada” encierra algo objetivo que aflige, aún cuando no se conocen todas sus determinaciones. Tiene entonces que investigar si el peligro que percibe, el escenario de riesgo que le preocupa – el rey ausente peleando en Irlanda, el duque enemigo volviendo del destierro, ávido de batalla contra Ricardo – tiene un asidero real. Ella describe la primera etapa del discernimiento del temor razonable ante un temor meramente imaginario. Como el espectador de la obra sabe, la aflicción de la reina tiene un contenido verdadero: los conspiradores están prácticamente a punto de capturar el trono, y no descansarán hasta tomar la vida del propio rey Ricardo. El “dolor anónimo” mencionado asumirá un rostro, y extenderá sus tentáculos hasta hacerse del poder en toda la isla.




*Este es el primer borrador de la tercera parte de un ensayo sobre Ética pública que estoy escribiendo. Lo publico sin hacer todavía correcciones.

[1] Cfr. Nussbaum, Martha C. “Humanidad Trascendente” en: El conocimiento del amor Madrid, Machado 2005 pp. 647 - 694.
[2] Antígona v. 353-363 (las cursivas son mías).
[3] Ret. II,5 1382ª 20 y ss.
[4] Shakespeare, William  Ricardo II Madrid, Austral 2007 p. 83.
[5] Ibid., pp. 83-4.

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