lunes, 2 de mayo de 2011

ESPACIOS DE VIGILACIA POLÍTICA Y CIUDADANÍA




Gonzalo Gamio Gehri


La identificación de la injusticia activa y el reconocimiento de la injusticia pasiva son operaciones éticas suponen una disposición para la reflexión y el examen crítico que permite al ciudadano permanecer alerta frente a las debilidades de las instituciones y sus representantes, pero esta héxis también le permite asumir una posición vigilante y severa respecto de sus propias debilidades en materia de control del poder político y observancia de las exigencias de la justicia. El ciudadano comprometido sabe que – como diría Hegel – no existe señor sin siervo, es consciente de que la corrupción y la lesión de derechos sólo puede tener lugar con el concurso de la indiferencia o de la complicidad de los agentes.

En ese sentido, las iniciativas contra la corrupción que nacen del sistema político – el propio Estado e incluso los partidos políticos que están en carrera electoral – son insuficientes, aunque sean expresión de propuestas veraces y viables en la práctica, si es que no cuestan con el respaldo de una ciudadanía activa. Ciertamente, necesitamos instituciones estatales que formulen las condiciones y reglas que garanticen la transparencia y probidad en las licitaciones, concursos públicos y contratación de personas que ejercerán cargos de responsabilidad en el sector público. Del mismo modo, se requiere un Parlamento en el que sus miembros puedan fiscalizar la gestión de las autoridades que hemos elegido. Precisamos de organismos públicos – como la Defensoría del Pueblo, que se dediquen a tiempo completo a la defensa de los derechos básicos de las personas. Sin embargo, la existencia de instituciones públicas y de mecanismos de control no puede sustituir a una ciudadanía vigilante. Las instituciones y los mecanismos podrían eventualmente ser corrompidos desde el poder, si los agentes no intervienen en la dinámica misma de la vida política, entendiendo ésta en términos de todo lo que está asociado a los asuntos de interés común.

Esta perspectiva nos devuelve en alguna medida al concepto antiguo de ciudadanía, que aludía no exclusivamente al “titular de derechos” sino estrictamente al agente político. Aristóteles sostenía que el ciudadano (polités) era aquel que a la vez gobierna y es gobernado[1]. Es gobernado porque obedece las disposiciones que han establecido sus representantes, y acata las decisiones que han sido tomadas en el ágora, el espacio de deliberación común. Pero también participa del gobierno, en cuanto interviene decisivamente en el proceso de elección de las autoridades y en los debates públicos que tienen como resultado la promulgación o derogación de leyes como los acuerdos en materia de políticas públicas. El ciudadano – aún en el contexto de nuestras democracias representativas modernas – puede convertirse en coautor de la ley, puede movilizarse con otros para lograr introducir nuevos temas en la agenda pública, puede vigilar y supervisar la gestión de las autoridades.

Un sentido fuerte de ciudadanía requiere de espacios de deliberación común, tanto en el sistema político como en la sociedad civil (universidades, colegios profesionales, gremios, sindicatos, organismos no gubernamentales, comunidades religiosas, etc.). Estos escenarios permiten la construcción de consensos racionales en torno a programas que expongan temas de interés común. La formación de consensos ha menudo implica superar dificultades significativas a través de la persuasión y el intercambio de argumentos. Forjar consensos es una actividad fundamental en una república de ciudadanos. No obstante, la expresión de disensos es una práctica no menos importante en un régimen político libre. En una sociedad despótica quien discrepa es diagnosticado como un “paciente con problemas ideológicos”, como un sujeto que es víctima de una doctrina falsa o distorsionada, un individuo que debe ser “corregido” por el bien de su mente o de su alma, incluso en contra de su voluntad. Los ejemplos históricos son innumerables (la inquisición en la cristiandad medieval y barroca, los regímenes fascistas y comunistas, etc.). En una sociedad democrática, en contraste, quien discrepa es un interlocutor válido en un diálogo sostenido sobre lo que es bueno y mejor para la ciudadanía; es un individuo que debe ser escuchado en cuanto recurra la palabra y exprese su disentimiento a través de los canales que establece la ley. Una genuina democracia aprecia y promueve la expresión razonable y pacífica de los disensos.

Como se sabe, la corrupción prospera allí donde se concentra el poder, allí donde el ciudadano tiende a comportarse como mero súbdito, y se conforma con “dejar hacer y dejar pasar” respecto de la conducta de las autoridades en la administración del Estado. Con frecuencia, los ciudadanos tendemos a concentrar nuestra atención en el diseño y la ejecución de nuestros planes privados de vida, o a desplegar nuestras capacidades en el mundo del trabajo y la familia. Que este ámbito constituye un auténtico espacio de realización personal es algo de lo que nadie duda. Sin embargo, descuidar completamente nuestra responsabilidad frente a lo que acontece en la escena política tiene graves consecuencias en torno a la distribución del poder en la vida pública (vease las reflexiones de Alessandro Caviglia en esta dirección). Como en su día advirtió Tocqueville, La deserción de la vida cívica implica que la cuota de poder que corresponde a los ciudadanos caiga en manos de los gobernantes y de los políticos de carrera, situación que adereza el festín autoritario y genera las condiciones para que los actos de corrupción permanezcan impunes. Como resulta claro, nada de esto ocurre sin la anuencia de los propios individuos. La perspectiva del espectador contribuye a reproducir esta deplorable situación; sólo sí los miembros de la comunidad asumen la condición de actores políticos, los casos de corrupción y de lesión de derechos fundamentales pueden ser efectivamente combatidos.


[1] Véase Política 1277b 10.

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