Gonzalo Gamio Gehri
Leo con interés la entrevista a Carlos Álvarez Osorio en Perú
21, publicada en Navidad. Álvarez desarrolla una intensa labor pastoral en
las cárceles, continuando las tareas emprendidas por el P. Hubert Lanssiers,
con quien colaboró a lo largo de años. El entrevistado señala que el cuidado
del arte puede ser liberador, no sólo del límite físico que suponen las celdas,
sino de la prisión espiritual generada por el odio y la desesperanza que
provocan el delito y la reclusión. El alma humana puede liberarse a través de
una cultura del perdón. La redención
y la libertad son posibilidades humanas fundamentales. Álvarez destaca con
estas declaraciones algunas dimensiones fundamentales del cristianismo. Luego
comparte algunas opiniones que tienen un claro (e importante) filón
ético-político.
“¿Qué
condiciones especiales tuvo el padre Lanssiers?
Hizo de su sufrimiento una fuerza para comprender al ser humano. Lanssiers decía que el ser humano no se agotaba en sus actos, y que lo que a él le había tocado vivir –estuvo en la Segunda Guerra Mundial– eran acciones humanas funestas, pero a pesar de ello consideraba que el ser humano no estaba acabado, que si uno le ponía una gota de amor y dedicación podría encontrar aquello que todos buscamos: humanidad.
Hizo de su sufrimiento una fuerza para comprender al ser humano. Lanssiers decía que el ser humano no se agotaba en sus actos, y que lo que a él le había tocado vivir –estuvo en la Segunda Guerra Mundial– eran acciones humanas funestas, pero a pesar de ello consideraba que el ser humano no estaba acabado, que si uno le ponía una gota de amor y dedicación podría encontrar aquello que todos buscamos: humanidad.
¿Es posible hallar humanidad en el peor delincuente?
Se acaba de morir Nelson Mandela y él es un ejemplo de cómo se puede sobrevivir y seguir siendo noble a pesar de lo horrible que otros seres humanos te pueden hacer. En el Perú hay mucha gente herida, pero si no se curan de ese odio, no podrán vivir en paz. El problema aparece cuando se politiza o se intelectualiza el dolor: si una ideología quiere arreglar los problemas siguiendo sus postulados, estos no se solucionan, el odio permanece. Cuando lo racional prevalece siempre habrá un contrario, un rival a quien acusar. Con el pretexto de la “no impunidad” uno empieza a odiar toda la vida”.
Se acaba de morir Nelson Mandela y él es un ejemplo de cómo se puede sobrevivir y seguir siendo noble a pesar de lo horrible que otros seres humanos te pueden hacer. En el Perú hay mucha gente herida, pero si no se curan de ese odio, no podrán vivir en paz. El problema aparece cuando se politiza o se intelectualiza el dolor: si una ideología quiere arreglar los problemas siguiendo sus postulados, estos no se solucionan, el odio permanece. Cuando lo racional prevalece siempre habrá un contrario, un rival a quien acusar. Con el pretexto de la “no impunidad” uno empieza a odiar toda la vida”.
Bueno, en
términos generales, es difícil no estar de acuerdo con lo dicho. El odio tiene
efectos perniciosos sobre el alma de las personas. Existen muchos estudios de
psicología y de ética que lo confirman. Y mucha literatura extraordinaria se ha
escrito en torno al sutil y fecundo análisis del carácter destructivo del odio.
No tengo dudas acerca de que precisamos de edificar una cultura del perdón y de
la reconciliación para combatir el odio. Lo que suscita algunas dudas es la
alusión al tema de la “no impunidad” aquí. Pienso que debemos tener cuidado con el uso de los conceptos. Por supuesto, Álvarez tiene razón
acerca de que a veces – le faltó,
supongo, acotar eso, o quizás se trata de una omisión en la edición del texto, por
eso yo procuro subrayarlo ahora como es debido – “con el pretexto de la “no
impunidad” uno empieza a odiar toda la vida”. Sin embargo, debo decir que desde
un punto de vista ético, el perdón supone un compromiso básico con la “no impunidad”.
El perdón no implica suspender la justicia y “voltear la página”. Hagamos
precisiones conceptuales para evitar caer en involuntarias confusiones sobre
este asunto crucial.
La acción
de la justicia implica combatir los sentimientos de venganza que pervierten las
relaciones humanas a todo nivel. Se necesita garantizar procesos de
deliberación pública en condiciones de imparcialidad y simetría. La venganza
destruye los lazos humanos. El perdón ennoblece el juicio y el carácter de quien lo concede, además de liberarlo del yugo de la violencia. Pero el perdón no puede imponerse a las personas. Es una gracia que concede únicamente la víctima - como individuo - , y nadie puede hacerlo en
su nombre sin degradar el acto mismo, desnaturalizarlo sin remedio [1]. Estamos hablando de un proceso personal y voluntario. Cuando desde el poder
estatal se propone – paródicamente - “perdonar”,
lo que se hace es promover leyes de amnistía, que cancelan las investigaciones
judiciales, las penas e institucionalizan el olvido (“el olvido de la huida”). La amnistía busca garantizar la impunidad de los perpetradores.
El perdón
es otra cosa. Hannah Arendt ha sostenido con razón que el perdón constituye el
gran aporte del cristianismo al pensamiento crítico y a la ética. Quien perdona
reconoce al victimario como tal, pero decide contemplar el daño padecido sin la
carga del rencor. No opta por el olvido. Se plantea mirar el pasado de otra
manera, y así liberarse del peso y la corrosión del odio. Tampoco suspende la
sanción, que corresponde a las instancias legales cuando se trata de
asuntos de carácter público. El victimario, por su parte, reconoce la falta producida y el daño generado, y pretende asumir un proceso de conversión moral. El perdón no anula la justicia: esto es válido en
el plano de la ética, en la teoría política e incluso – ya en el plano religioso –
en el sacramento de la reconciliación (cfr.
Las reflexiones de S. Lerner sobre la materia). De modo que el perdón está implicado
estrechamente en la lucha por la “no impunidad”.
Es fundamental curar el odio para que la sociedad se reconcilie, y para que la vida triunfe sobre la muerte. Combatamos
el odio y el ánimo de venganza, pero también la impunidad. Álvarez ha identificado acertadamente un peligro (el de la revancha sin límites), pero no descuidemos el otro, el que podría debilitar el esfuerzo por la justicia y fomentar el olvido frente a las violaciones de derechos humanos. Sin duda, el imperio
de la impunidad puede exacerbar el odio: el Perú ha padecido ya numerosos proyectos políticos que pregonaban el silencio y la indolencia frente a la posición de las víctimas. Un peligro es tan nefasto como el otro. No confundamos las cosas. Para decirlo claramente, un concepto distorsionado de "perdón" podría también convertirse en un funesto pretexto para imponer la supresión de la justicia y la represión de la memoria. El fujimorismo y el MOVADEF han defendido inaceptables formas de amnesia legal e impunidad. Sobre ese trasfondo de ideas e interpretaciones prácticas no sería posible edificar una sociedad libre y justa. Una genuina cultura
del perdón está asociada con el anhelo ineludible de justicia.
[1] Estoy siguiendo los escritos
de Hannah Arendt , Paull Ricoeur y Salomón Lerner sobre este concepto moral.