Gonzalo Gamio Gehri
Si
el integrismo constituye una actitud frente a las propias convicciones que
puede asumir cualquier ideología y confesión, resulta fundamental preguntarnos
cómo sería posible combatir tal peligro. Debemos permanecer en el terreno de la
formación del juicio y la constitución del carácter para conjurar estos males,
además de intentar erosionar una de las premisas básicas de esta posición,
aquella que sostiene que la identidad individual de un ser humano pleno se
funda en la suscripción de una tradición monolítica que plantea un conjunto de
propósitos vitales que no podemos desafiar ni desatender sin condenar nuestras
vidas a la alienación o a la insustancialidad. A esta perspectiva Amartya Sen
la llama “la ilusión del destino”. A juicio de este autor, la asignación de una
“identidad singular” potencia la división de las personas entre “nosotros” y
“ellos” (y entre “amigos” y “enemigos”) por razones de filiación comunitaria o
confesional. Concepciones políticas como
aquella esbozada por el célebre politólogo Samuel Huntington en El choque de civilizaciones propician desde la cultura académica
estas versiones simplificadas y conflictivas de las relaciones interculturales.
Sen opone a estas concepciones la imagen – mucho más realista – de la identidad humana como una compleja realidad simbólica poseedora de múltiples aspectos y facetas: origen comunitario, lengua, género, posición política, preferencias literarias y estéticas, creencias religiosas, etc., de modo que se pone de manifiesto la multiplicidad de lealtades con instituciones y proyectos de diverso tipo. La exigencia – planteada por ciertas tradiciones – de que nos consideremos en primer lugar creyentes o nativos de una determinada comunidad constituye una imposición inaceptable que limita nuestras libertades individuales y reduce nuestro mundo significativo. El autor sostiene que la única persona con autoridad para decidir en torno a la jerarquía de nuestras facetas identitarias es el propio individuo, que apela a su capacidad de deliberación práctica para evaluar y elegir sus prioridades vitales y sus visiones del mundo circundante. Una auténtica democracia liberal tendría que ofrecer a sus ciudadanos espacios para la libertad cultural y el ejercicio de la crítica de sus credos y tradiciones de origen. Los agentes tendrían derecho a ingresar o a abandonar sus comunidades si encuentran buenas razones para ello. El valor de la diversidad, y la disposición al diálogo intercultural y al mestizaje constituyen signos de la buena salud de una sociedad democrática; la educación escolar y universitaria tendría que apuntar a la adquisición de tales excelencias y hábitos. De lo contrario, la pertenencia cultural y la confesión religiosa podrían convertirse en una forma de cautiverio moral y espiritual[1].
Sen opone a estas concepciones la imagen – mucho más realista – de la identidad humana como una compleja realidad simbólica poseedora de múltiples aspectos y facetas: origen comunitario, lengua, género, posición política, preferencias literarias y estéticas, creencias religiosas, etc., de modo que se pone de manifiesto la multiplicidad de lealtades con instituciones y proyectos de diverso tipo. La exigencia – planteada por ciertas tradiciones – de que nos consideremos en primer lugar creyentes o nativos de una determinada comunidad constituye una imposición inaceptable que limita nuestras libertades individuales y reduce nuestro mundo significativo. El autor sostiene que la única persona con autoridad para decidir en torno a la jerarquía de nuestras facetas identitarias es el propio individuo, que apela a su capacidad de deliberación práctica para evaluar y elegir sus prioridades vitales y sus visiones del mundo circundante. Una auténtica democracia liberal tendría que ofrecer a sus ciudadanos espacios para la libertad cultural y el ejercicio de la crítica de sus credos y tradiciones de origen. Los agentes tendrían derecho a ingresar o a abandonar sus comunidades si encuentran buenas razones para ello. El valor de la diversidad, y la disposición al diálogo intercultural y al mestizaje constituyen signos de la buena salud de una sociedad democrática; la educación escolar y universitaria tendría que apuntar a la adquisición de tales excelencias y hábitos. De lo contrario, la pertenencia cultural y la confesión religiosa podrían convertirse en una forma de cautiverio moral y espiritual[1].
Con frecuencia, quienes identifican
el pluralismo como una desviación espiritual suelen catalogarlo como
“relativismo”. Aseveran que quienes reconocen la existencia de múltiples
concepciones de lo bueno y diversos estilos de vida consideran que todos son
“igualmente válidos” o que “todos son correctos”, o que no podemos encontrar
criterios para juzgar que unos son mejores que otros. La pregunta sobre si
existe una forma de vida más significativa que otras desembocaría en el
silencio. Pero no es así como el pluralista plantea las cosas. Admitir que no
existe una única manera de conducirse
la vida o un único catálogo de
valores que seguir no equivale a renunciar a la idea de racionalidad o a
abandonar la tarea de examinar y discernir potenciales modos de actuar. Es
posible considerar – en el contexto de la práctica del diálogo – que una
determinada forma de vida cuenta con mejores argumentos que otras. El
pluralismo no tiene porqué suscribir conclusiones relativistas. Isaiah Berlin
lo explica muy bien en un pasaje de uno de sus esclarecedores ensayos:
“ ´Yo prefiero café, tu prefieres champagne. Tenemos diferentes gustos. Aquí no hay más que decir´. Eso es relativismo. Pero el punto de vista de Vico y el de Herder no corresponde a esto: esto es lo que he descrito como pluralismo – esto es, la tesis de que hay muchos fines diferentes que el hombre puede buscar y aún ser plenamente racional”
Reconocer
que la pluralidad de perspectivas y compromisos prácticos habita nuestra mente
y nuestro corazón constituye un horizonte ético que nos permite asumir de un
modo saludable la diversidad de concepciones y estilos de vida presentes en
otras personas y grupos sociales. Esta disposición nos educa en la valoración
de las diferencias en el terreno del intelecto
y de la sensibilidad. Gracias a
ella podemos proyectarnos empáticamente – a través del trabajo riguroso de la
reflexión y de la imaginación –hacia la situación y la condición de los demás,
operación que permite entablar un genuino diálogo intersubjetivo. Nos invita a
enseñar a otros lo que sabemos, creemos o apreciamos, pero principalmente nos
exhorta a aprender de las experiencias, conocimientos y manifestaciones de
valor ajenos. Este complejo y perspicaz ethos
hermenéutico nos previene, por supuesto, contra la ilusión perversa de un
“pensamiento único” – que es expresión del “espíritu de ortodoxia”[2] -,
cualquiera sea su origen o dirección ideológica.
Esta
apertura dialógica hacia la diversidad presente en nosotros y en los grupos
humanos encuentra un importante complemento ético y pedagógico en lo que desde
Platón ha sido descrito como una “vida examinada”. En un conocido pasaje de la Apología, Sócrates sostenía que una vida
sin examen no merecía la pena vivirse.[3] Una
vida humana con sentido implica someter a prueba sus elecciones y propósitos más
apreciados. La remisión a las tradiciones no constituye una razón sólida para
elegir un fin determinado o para suscribir un modo específico de vida. La
devoción por la tradición por ella misma constituye una posición meramente dogmática:
debemos estar dispuestos a explorar las razones por las que valdría la pena
seguir la tradición. Si no existen argumentos que sostienen una visión sensata
y esclarecedora de la vida buena, deberíamos considerar la posibilidad de
abandonar las propias convicciones o reformularlas allí donde se revelen
inconsistencias y vacíos. El conservadurismo craso de quien concibe la tradición
como reacia a la crítica no nos permite constatar en qué medida las tradiciones
se modifican a través del tiempo. Esos cambios se despliegan en parte gracias a
espíritus lúcidos que no retroceden ante la idea de llevar una vida examinada y
participar en los debates culturales. Sócrates nunca pensó que la filosofía erosionaba el ethos, él creía que estaba contribuyendo al mejoramiento de su entorno político.
[1] Cfr. Sen, Amartya Identidad y violencia Buenos Aires,
Katz 2007.
[2] He tomado prestada esta expresión del ya clásico
trabajo de Jean Grenier Sobre el espíritu de la
ortodoxia Caracas, monte Ávila 1969.
[3] Cfr. Apol. 38a5.
Revisar para
discutir la actitud socrática frente a temas culturales contemporáneos Nussbaum,
Martha La nueva intolerancia religiosa Barcelona, Paidós 2013, caps. 4 y
7.
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