lunes, 17 de noviembre de 2014

UNIVERSIDAD EN SANGRE (E. CAVASSA)




Ernesto Cavassa S.J.



Un 16 de noviembre, hace 25 años murieron asesinados 6 jesuitas y dos colaboradoras laicas en el campus de la Universidad Centro Americana Simeón Cañas, de San Salvador. El nombre más emblemático es el de Ignacio Ellacuría pero compartieron su misma suerte Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López, Ignacio Martín-Baró y Joaquín López. Cinco españoles y un salvadoreño, que conformaban la comunidad jesuita que tenía su residencia en la misma Universidad. Otro jesuita, teólogo conocido, Jon Sobrino, perteneciente al mismo grupo, se salvó de morir porque estaba fuera del país, dictando conferencias en Asia. En ese continente, en el que los cristianos son solo una minoría, no podían entender que un grupo de militares, que se confesaban cristianos, pudieran asesinar a otros cristianos. Las colaboradoras laicas, la Sra. Elba Ramos y su hija Celina, de solo 16 años, tampoco lo imaginaron y decidieron quedarse esa noche en el campus para no correr el riesgo de tener que ir hasta su barrio, convulsionado –como toda la ciudad– por la guerra civil. Los militares no hicieron distingos y las mataron también a ellas.

Pude visitar el campus hace 5 años, en el 200 aniversario del martirio. Es difícil no conmoverse al entrar a esta universidad que se ha convertido en un centro de peregrinación. En esa ocasión, los familiares de los mártires y los invitados a participar  en el homenaje, fuimos recibidos por el Presidente de la República en el palacio presidencial. 

Fue la primera vez que el Estado salvadoreño, desde su máxima representación, reconoció su participación en el asesinato. Tuvieron que pasar 20 años para ello.

La intervención militar que derivó en el asesinato de estas personas no fue casual. 

Los jesuitas, conscientes de que la guerra civil no llevaba a nada y se había convertido en una masacre por ambas partes, decidieron apostar por la paz. Se comprometieron seriamente en el proceso y Ellacuría fue uno de sus principales impulsores. Tampoco fue casual que lo mataran con un disparo a la cabeza. Decidieron ejecutar a quien consideraban el mentor con un disparo a su cerebro, a la razón. 

El impacto que produjeron esas muertes fue inmenso. Aún recuerdo las noticias de esa madrugada, primero inciertas, luego cada vez más firmes. Llamadas mutuas entre amigos para cerciorarnos si lo que estábamos escuchando era verdad. La solidaridad fue inmediata. La provincia jesuita de Centroamérica solicitó apoyo para continuar las actividades universitarias. Podrían asesinar a los hombres pero no al proyecto que ellos encarnaban. No todos los que se apuntaron pudieron llegar a trabajar en la UCA. Pero la UCA llegó a todos nosotros. A partir de ese momento, las universidades de la Compañía no fueron más las mismas. El 16 de noviembre de 1989 ha marcado para todas un antes y un después.

En palabras del P. Kolvenbach, anterior superior general: “Es ya un estereotipo el repetir que la universidad no es una torre de marfil y que no es para sí misma sino para la sociedad. Más allá de la teoría, el sentido profundo de esta afirmación lo dio el testimonio de Ignacio Ellacuría y sus compañeros. Pocos hechos como éste han causado tanto impacto y se han prestado a tanta reflexión en nuestras universidades en estos últimos años” (Roma, 27 de mayo de 2001).

En efecto, el asesinato de los jesuitas de la UCA ha sellado con sangre el compromiso de la universidad jesuita con las aspiraciones más altas de los pueblos, con los valores de paz y de justicia, y con los más pobres de nuestros países a quienes la universidad desea servir. No hay universidad neutra, lo sabemos. Por ello, la universidad jesuita se pone conscientemente al servicio del país y de la transformación de todas aquellas estructuras de injusticia que impiden su auténtico desarrollo. 

El mejor homenaje a los mártires, en el 250 aniversario de este acontecimiento, es seguir la senda que ellos regaron con su sangre. Citando nuevamente a Kolvenbach, “todo centro jesuita de enseñanza superior está llamado a vivir dentro de una realidad social y a vivir para tal realidad social, a iluminarla con la inteligencia universitaria, a emplear todo el peso de la universidad para transformarla”. Ese es también nuestro compromiso con el Perú.

(Publicado en La República)

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