Una democracia plena requiere – entre otras (muchas) cosas – un Estado
laico, respetuoso del pluralismo religioso y de visiones del mundo, en el marco
del respeto de la libertad y la igualdad de cada uno de sus ciudadanos. La
existencia de un Estado laico – un Estado estrictamente aconfesional –
constituye una condición necesaria (no suficiente) para la construcción de una
sociedad democrática y liberal. El tema de la laicidad debe ser asumido con
toda rigurosidad conceptual y honestidad intelectual. Es una lástima que en
plena campaña electoral este asunto se discuta con poco o ningún cuidado por
nuestros políticos. El problema es que los columnistas de opinión que se han
referido a este tema tampoco lo enfrentan en términos conceptuales, y prefieren
abordarlo ideológicamente, identificando la defensa de un Estado aconfesional
con una política de “hostilidad hacia el
cristianismo”. La mejor forma de clarificar este problema y examinar sus
consecuencias prácticas pasa por devolverlo al terreno de los argumentos.
Permítanme recapitular la idea central que está en juego en esta
discusión, a partir de algunas reflexiones anteriores que he desarrollado sobre
este problema[2]. Un
Estado es laico si cumple con tres condiciones. 1) Si no existe una religión oficial; 2) si se protege la libertad religiosa y la libertad de conciencia
de los ciudadanos; 3) si existe
genuina independencia entre el Estado y
las iglesias. El Estado democrático no se pronuncia sobre asuntos
religiosos y de visión del mundo, de modo que el diseño de las normas y las
políticas públicas no proviene de consideraciones de doctrina religiosa. El
Estado democrático liberal se cimenta en principios
de justicia y valores públicos,
edificados sobre la base de un consenso entrecruzado en condiciones de
“pluralismo razonable” (Rawls). Tales principios y valores no abarcan el
sentido de la totalidad de la vida o la estructura del cosmos; se refieren únicamente
a los cimientos de la razón pública y a las bases normativas e institucionales
de la convivencia en una sociedad diversa. Otorgar algún privilegio a una
perspectiva religiosa puntual o a una iglesia específica implicaría violar uno
de los principios básicos de una democracia liberal, que el Estado trate de
igual forma a cada uno de los ciudadanos. La democracia liberal no desestima
con ello el importante rol de las religiones y visiones del mundo en la vida de
las personas, sólo considera que el vínculo religioso y de cosmovisión es un
asunto ajeno al ámbito de acción específico del Estado; corresponde a los
espacios deliberativos de la sociedad civil el tratamiento y discusión de los
temas espirituales y de sentido de la vida; no se trata, tampoco, de asuntos
meramente privados.
La relación entre
el Estado democrático y las iglesias, no es, pues, de hostilidad, sino de
colaboración inter-institucional allí donde no se compromete la neutralidad
doctrinal del propio Estado. La
sugerencia de que la preocupación por la constitución de un auténtico Estado
laico supone la promoción de alguna clase de enfrentamiento ideológico con los
creyentes proviene de la evidente caricaturización
de la idea de la laicidad. A menudo se contrasta la “laicidad” – perspectiva que
acabamos de describir – y el “laicismo” (la actitud hostil frente a lo
religioso), sin detenerse demasiado en desarrollar conceptualmente este
contraste, pues – en la pluma de numerosos críticos - los defensores de la neutralidad
liberal en materia de religión y cosmovisión son etiquetados como “laicistas”,
generadores de una suerte de “des-espiritualización” de la sociedad. Los
partidarios del pluralismo liberal son comparados tendenciosamente con los
funcionarios comunistas que se propusieron prohibir la práctica de las
creencias religiosas en las primeras décadas del siglo XX.
Una columnista de
un portal tradicionalista, Karina Flores Yataco, plantea las siguientes
preguntas en torno a las potenciales acciones de un Estado laico. En ellas
puede reconocerse un propósito polémico antes qué explicativo, pero a la vez
ellas ponen de manifiesto con claridad el nivel de crispación y conflictividad
que caracterizan este debate en la hora presente en el país:
“Entonces si el Estado es laico, por qué
no quitan todos los símbolos religiosos, o retiran las fechas religiosas del
calendario nacional, por qué permiten procesiones en el país, porqué tiene que
haber presencia de la Iglesia
en la sociedad”.
El carácter
retórico de las inquietudes que consignan las declaraciones citadas es evidente.
Un tratamiento académico riguroso del tema exigiría hacer precisiones
importantes en torno al cultivo de la neutralidad que se espera de un Estado
laico y el ejercicio de la libertad religiosa qué éste debe proteger y
consolidar. Esta clase de simplificaciones precisamente impide el tipo de
esclarecimiento intelectual que el problema de la laicidad requiere. Resulta
imperativo examinar casos de naturaleza distinta. Ciertamente resultaría
absurdo para una democracia liberal prohibir la realización de una procesión
religiosa en las calles, pero sí tendría sentido sostener que en la
escuela pública no debería impartirse
un curso de religión de corte catequético en el que se difunda sólo un credo
particular, pues el espacio estatal debe ser plural y aconfesional; sí tendría
sentido, en cambio, el desarrollo de un curso más amplio y dialógico sobre el
contenido de las “grandes religiones” y su lugar en el horizonte de las culturas
humanas.
Otros críticos
desarrollan sus puntos de vista desde una perspectiva más abiertamente conservadora,
que acaso revela la presencia de una cierta nostalgia por el Estado
confesional. En una tradición intelectual que se remite a V. A. Belaúnde,
Martín Santiváñez - Decano de la Facultad de Derecho de
una universidad de la capital - sostiene que la discusión local sobre el Estado
laico enfrentaría a la Iglesia
con sus enemigos en el plano cultural y político, los suscriptores de una “alianza liberal-progresista (…) que
busca dividir hasta la enemistad al Estado y la Iglesia”.
Esta actitud lesionaría gravemente la cohesión de la sociedad, dado que –
afirma el columnista de El montonero
- “ninguna sociedad se explica sin el hecho
religioso”.
Esa última
frase requiere de una argumentación que la sostenga, puesto que, formulada
escueta y aisladamente, se revela solamente como una aseveración dogmática más.
En un mundo social e intelectual plural, una tesis como esa debe ser discutida
con esmero. No resulta claro que la sociedad esté estructurada desde el hecho
religioso, o que deba regirse desde criterios de origen teológico; de hecho, la
explicación de la sociedad y de su organización política descansa sobre fuentes
seculares, al menos desde el siglo XVII hasta el día de hoy. Dicha tesis tradicionalista
no sólo resulta controvertida para académicos y ciudadanos que no comparten
racionalmente esas premisas teológicas, sino que incluso puede ser cuestionada
desde los derroteros espirituales que están a la base del propio Concilio
Vaticano II, que plantea de modo explícito la “autonomía de lo temporal”, en
términos sociales y políticos.
Santiváñez
arguye que “la religión es
un componente fundamental de toda sociedad, por lo tanto, el Estado no puede vivir
de espaldas a la religión”. Esta es una afirmación algo más matizada que la
anterior. No obstante, ella reproduce veladamente la idea de que la neutralidad
estatal en materia de religión y cosmovisión supondría el desconocimiento (o la
indiferencia) frente a la relevancia de las religiones y las visiones del mundo
en la vida de los individuos. En el fondo esta tesis es víctima de una
confusión: ella presupone erróneamente que la consolidación de la neutralidad
estatal implicaría necesariamente la generación de alguna clase de deterioro de
la práctica religiosa en la sociedad, o que se bloquearía cualquier tipo de
cooperación inter-institucional entre las iglesias y la instancia pública.
Ello, por supuesto, no es cierto. Las iglesias forman parte de la sociedad
civil – junto a las universidades, los colegios profesionales, los sindicatos y
otras organizaciones sociales -, y desde ella participan activamente en el
debate colectivo sobre el bien común, el florecimiento humano, el trato
equitativo y otros temas que conciernen a la comunidad entera, temas que
interesan por igual a las instituciones sociales y a las organizaciones
políticas, y que pueden ser incorporados en la agenda pública. Su voz es
importante en un espacio simétrico de interlocución que convoca a diversas
voces involucradas con la reflexión cívica sobre temas de interés común que puedan ser
relevantes para la consecución del bien público.
Pero la
perspectiva conservadora no renuncia a una pretensión política más totalizadora,
que recuerda algunos de los objetivos políticos del antiguo Estado confesional.
A su juicio, la Iglesia
católica, como promotora de la verdad,
transmite un mensaje que debe ser escuchado, recogido y ejecutado por el Estado
sin mayor dilación, dada la grave situación que afrontaría la sociedad. “La crisis moral que atraviesa el Perú”, señala
Santiváñez, “se debe al olvido del idioma estatal, a la postergación del
lenguaje político por parte de los cristianos (…). Solo
el cristianismo es capaz de iluminar las realidades temporales de la política y
precisamente por eso, la
Iglesia tiene el deber de pronunciarse sobre el
descarrilamiento de los políticos y la creciente inoperancia del Estado”.
El autor decreta – sin la mediación de justificación alguna - el protagonismo
de una única visión de la existencia en el proceso social y político de
solución de los problemas de nuestra sociedad y ‘el logro de su destino’. La
contundencia de estas aseveraciones – que parecen no admitir revisión ni discusión
-, así como el tono apocalíptico del fraseo revelan que se trata de una interpretación
de la política completamente incompatible con la condición de “pluralismo
razonable” que constituye la base de una sociedad democrática y liberal.
“La Iglesia tiene que defender
TODA LA VERDAD
y existe, ¡claro que sí!, una verdad política, una verdad jurídica y como madre
y maestra, la Iglesia
está en todo su derecho, el de la libertad religiosa, de pronunciarse sobre
todo lo humano”.
Estoy en desacuerdo
con estas afirmaciones por dos razones fundamentales. La primera, porque el
columnista atribuye a la
Iglesia católica un “rol tutelar” que no se condice con el
espíritu de las democracias, que tiene en gran valía el cultivo de la autonomía
de las personas, la capacidad de los individuos de examinar críticamente sus
formas de pensar y de actuar. Los ciudadanos que forman parte de una sociedad
democrática suscriben diferentes credos – no solamente el de la Iglesia romana -, y
algunos han decidido libremente no tener una fe religiosa. No todos van a
compartir las convicciones referidas a lo divino o a lo humano que formula ante
sus seguidores dicha comunidad espiritual; vivimos en tiempos en los que la
suscripción de una fe no constituye un “hecho” que pueda darse por sentado sin
cuestionamientos racionales: vivimos en tiempos
seculares, en los que la localización de la religión en la cultura moderna
no es más un dato incontrovertible.
Los ciudadanos comprometidos con el Estado constitucional de derecho reconocen la
fuerza ética de las leyes y del sistema de instituciones que organiza la
sociedad, así como comparten los valores públicos que constituyen su condición
de agentes sociales y políticos. La base de una comunidad política democrática
no puede ser de naturaleza esencialmente religiosa.
La segunda razón
tiene que ver con mis propias reservas filosóficas sobre el denso aparato teórico de corte metafísico que Santiváñez
asume sin discusión alguna. A su juicio, la verdad sencillamente ‘está allí’ –
en todas sus manifestaciones – y necesita una institución religiosa que la
defienda y administre. No tengo nada en contra de la idea de verdad, ni en el
plano religioso – soy un creyente -, ni tampoco en el plano intelectual. Como
filósofo, pienso que la verdad constituye uno de los fines superiores que persigue
una vida humana digna de ser vivida. Lo que me preocupa de posiciones como las
que comentamos es que no se debe abusar del
concepto de verdad, presuponiendo su sentido y alcances, sin desarrollar
este concepto con precisión. No se trata de cualquier noción que pueda ser
abordada con despreocupación, frivolidad y sin rigor racional. La verdad es la meta de toda investigación seria y de toda
forma de diálogo que pretenda realmente saber:
ella no es un punto de partida. La
verdad está por tanto asociada a un proceso de búsqueda basado en la exposición, la revisión y la escucha atenta
de buenas razones. Sólo el integrismo – a veces denominado “fundamentalismo”,
en tanto se le identifica con la adhesión a una perspectiva ideológica o
religiosa concebida como fija e incorregible – asume la verdad como algo que se tiene de antemano, como algo cuya
validez se presupone y que no requiere del más mínimo examen crítico. Por ello,
los integristas consideran que quienes discrepan con ellos padecen alguna
enfermedad del intelecto o del alma que deben ser curadas o corregidas
(“herejías” diversas – ideológicas o religiosas -, o alguna versión del temido
“relativismo”). Por
ello las posiciones integristas son a menudo proclives a reprimir el ejercicio
del pensamiento crítico o a invocar a la violencia como método para la
resolución de conflictos de diversa índole. Las actitudes integristas lesionan
la democracia y convierten las religiones en idearios cerrados y violentos. Una
sociedad democrática aspira, en el terreno específico del Estado, a construir
estructuras sociales e instituciones públicas justas; en el plano particular de la sociedad civil, pretende abrir
o promover la apertura de espacios sociales, académicos y espirituales en cuyo
interior los ciudadanos actúen juntos y dialoguen libremente en tornos al carácter
y el ejercicio de bienes comunes de singular importancia, incluida la verdad.
Doctor en
Filosofía por la
Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España).
Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio
Ruiz de Montoya. Es autor de los libros Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre
Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y
conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es autor de
diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía
publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas del Perú y de
España.
Consúltese su escrito en http://laabeja.pe/opini%C3%B3n/mirada-legal-karina-flores-yataco/612-%C2%BFestado-laico.html
Cfr. Gamio,
Gonzalo “Apuntes sobre el integrismo” en Páginas
Vol. 39, Nº 233 pp. 40-5.
Publicado en Derecho y Sociedad.