lunes, 15 de febrero de 2016

EL PLURALISMO LIBERAL Y LA CULTURA POLÍTICA DEMOCRÁTICA *







Gonzalo Gamio Gehri   [1]

La valoración de la diversidad humana – cultural, religiosa, sexual, o de cualquier otra índole – constituye un elemento básico de cualquier proyecto de ética cívica mínimamente lúcido y significativo. Las sociedades contemporáneas albergan la diversidad como un factum. Aquellas que están organizadas según la estructura de un Estado democrático de derecho se trazan además como un propósito político crucial el promover el encuentro entre los múltiples modos de pensar el mundo y conducir la vida en un marco de libertad e igualdad. Cualquier cosmovisión y forma de vida que sean compatibles con este marco normativo democrático son bienvenidas en los fueros de una sociedad  genuinamente pluralista.

Una sociedad democrática cultiva la comunicación de las diferencias y ofrece espacios para el mutuo aprendizaje de personas y colectividades con ideas y convicciones distintas. No promueve exclusivamente la tolerancia frente a las concepciones del bien y los estilos de vida, sino el reconocimiento, una experiencia que va más allá de ella. Se trata del encuentro dialógico entre seres humanos que llevan múltiples historias consigo, así como un conjunto de creencias y valoraciones sobre el mundo y la existencia humana en él. La tolerancia supone únicamente admitir las diferencias de género, cultura, religión, clase social, etc., como elementos presentes en los escenarios de la vida pública y privada; el reconocimiento implica que estas  diferencias se conviertan en un foco de conversación cívica, con el propósito de ampliar (y repensar) los horizontes de comprensión de los agentes, así como edificar una cultura política comprometida con los derechos fundamentales y con un estricto sentido de justicia.

Las democracias liberales que se configuran políticamente en sociedades multiculturales requieren de una condición de “pluralismo razonable” – para decirlo en términos de Liberalismo político de John Rawls -; vivimos en una sociedad habitada por múltiples tradiciones morales, filosóficas y religiosas, pero que necesita que cada una de aquellas tradiciones particulares acepte la existencia de las demás, se comunique con ellas, y esté dispuesta a cooperar con ellas si hace falta. En una condición como aquella, cada una de estas tradiciones – a partir de sus razones internas – considera que las personas son libres e iguales y merecen un trato conforme con estos atributos[2]. Aquellas concepciones se interpretan como consistentes con las exigencias de justicia que subyacen al imperio de la ley.

Esta situación es en parte el resultado de un proceso histórico de reflexión, así como prácticas de comunicación y conflicto con el sistema político de la democracia liberal. En este proceso, las tradiciones se reformulan y cambian de perspectiva, a veces como resultado  de la tensión y de la crítica. La libertad, la igualdad y el trato justo son valores públicos que incorporamos a nuestras vidas, que pasan por nuestra mente y por nuestro corazón. Ellos sostienen la dimensión procedimental de la democracia, pero también constituyen un modo de vida que orienta a los ciudadanos a participar en la res publica. Por eso requieren del trabajo de la formación, lo que los griegos denominaban  paidéia.  Se trata de un proceso de adquisición de capacidades y excelencias de juicio y de carácter orientadas a la percepción del otro como un agente libre y digno, un fin en sí mismo, destinatario último de las normas e instituciones que constituyen el orden público. Esta clase de educación debe entrar en diálogo con las múltiples formas de filiación y pertenencia que asumen las personas en el curso de su vida.

 La pertenencia cultural constituye un elemento significativo de la identidad, pero no es el único. Nuestra identidad está constituida por diversos vínculos, propósitos y actividades. Nuestro modo de ser no está tallado sobre un solo bloque de piedra. Amartya K. Sen y Amin Maalouf han examinado la pluralidad de facetas de nuestro sentido del yo: origen geográfico, nacionalidad, residencia, género, clase, cultura, religión, profesión y oficio, ideas políticas, preferencias literarias, ideas filosóficas, y un largo etcétera. No existe una jerarquía a priori de estas determinaciones y vínculos sociales[3]; ella depende del razonamiento práctico y de la decisión de la propia persona, de cara a su situación, mundo vital y posibilidades de acción[4]. Comprender el lugar de cada una de estas dimensiones de la identidad implica comprender su importancia en la trama dramática que le da sentido al relato de nuestra existencia. Esta trama es fruto del discernimiento situado – encarnado – del propio agente. Se trata del trabajo de aquello que Aristóteles llamaba noús praktikós (razón práctica), la capacidad de deliberar y entre elegir opciones vitales rivales en función de las razones que les asignan valor o las privan de él, tomando en cuenta la especificidad de los contextos en los que actuamos.









*Se trata de la parte inicial de un texto presentado en la revista electrónica de Foro Académico.


[1]Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, . Es autor de los libros Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas del Perú y de España.

[2]Revísese al respecto Rawls, John Liberalismo político México 1997, conferencia primera.
[3]Sen, Amartya Identidad y violencia  Buenos Aires, Katz 2007.
[4]Maalouf, Amin Identidades asesinas Madrid, Alianza 1999.

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