Gonzalo
Gamio Gehri [1]
La
valoración de la diversidad humana – cultural, religiosa, sexual, o de
cualquier otra índole – constituye un elemento básico de cualquier proyecto de
ética cívica mínimamente lúcido y significativo. Las sociedades contemporáneas
albergan la diversidad como un factum. Aquellas que están organizadas
según la estructura de un Estado democrático de derecho se trazan además como
un propósito político crucial el promover el encuentro entre los múltiples
modos de pensar el mundo y conducir la vida en un marco de libertad e igualdad.
Cualquier cosmovisión y forma de vida que sean compatibles con este marco
normativo democrático son bienvenidas en los fueros de una sociedad genuinamente pluralista.
Una
sociedad democrática cultiva la comunicación de las diferencias y ofrece
espacios para el mutuo aprendizaje de personas y colectividades con ideas y
convicciones distintas. No promueve exclusivamente la tolerancia frente
a las concepciones del bien y los estilos de vida, sino el reconocimiento, una
experiencia que va más allá de ella. Se trata del encuentro dialógico entre
seres humanos que llevan múltiples historias consigo, así como un conjunto de
creencias y valoraciones sobre el mundo y la existencia humana en él. La
tolerancia supone únicamente admitir las diferencias de género, cultura,
religión, clase social, etc., como elementos presentes en los escenarios de la
vida pública y privada; el reconocimiento implica que estas diferencias se conviertan en un foco de
conversación cívica, con el propósito de ampliar (y repensar) los horizontes de
comprensión de los agentes, así como edificar una cultura política comprometida
con los derechos fundamentales y con un estricto sentido de justicia.
Las democracias
liberales que se configuran políticamente en sociedades multiculturales
requieren de una condición de “pluralismo razonable” – para decirlo en términos
de Liberalismo político de John Rawls -; vivimos en una sociedad
habitada por múltiples tradiciones morales, filosóficas y religiosas, pero que
necesita que cada una de aquellas tradiciones particulares acepte la existencia
de las demás, se comunique con ellas, y esté dispuesta a cooperar con ellas si
hace falta. En una condición como aquella, cada una de estas tradiciones – a
partir de sus razones internas – considera que las personas son libres e
iguales y merecen un trato conforme con estos atributos[2].
Aquellas concepciones se interpretan como consistentes con las exigencias de
justicia que subyacen al imperio de la ley.
Esta
situación es en parte el resultado de un proceso histórico de reflexión, así
como prácticas de comunicación y conflicto con el sistema político de la
democracia liberal. En este proceso, las tradiciones se reformulan y cambian de
perspectiva, a veces como resultado de
la tensión y de la crítica. La libertad, la igualdad y el trato justo son
valores públicos que incorporamos a nuestras vidas, que pasan por nuestra mente
y por nuestro corazón. Ellos sostienen la dimensión procedimental de la
democracia, pero también constituyen un modo de vida que orienta a los
ciudadanos a participar en la res publica. Por eso requieren del trabajo
de la formación, lo que los griegos denominaban
paidéia. Se trata de un
proceso de adquisición de capacidades y excelencias de juicio y de carácter
orientadas a la percepción del otro como un agente libre y digno, un fin en sí
mismo, destinatario último de las normas e instituciones que constituyen el
orden público. Esta clase de educación debe entrar en diálogo con las múltiples
formas de filiación y pertenencia que asumen las personas en el curso de su
vida.
La pertenencia cultural constituye un elemento
significativo de la identidad, pero no es el único. Nuestra identidad está
constituida por diversos vínculos, propósitos y actividades. Nuestro modo de
ser no está tallado sobre un solo bloque de piedra. Amartya K. Sen y Amin
Maalouf han examinado la pluralidad de facetas de nuestro sentido del yo:
origen geográfico, nacionalidad, residencia, género, clase, cultura, religión,
profesión y oficio, ideas políticas, preferencias literarias, ideas
filosóficas, y un largo etcétera. No existe una jerarquía a priori de
estas determinaciones y vínculos sociales[3];
ella depende del razonamiento práctico y de la decisión de la propia persona,
de cara a su situación, mundo vital y posibilidades de acción[4].
Comprender el lugar de cada una de estas dimensiones de la identidad implica
comprender su importancia en la trama dramática que le da sentido al relato de
nuestra existencia. Esta trama es fruto del discernimiento situado – encarnado
– del propio agente. Se trata del trabajo de aquello que Aristóteles llamaba noús
praktikós (razón práctica), la capacidad de deliberar y entre elegir
opciones vitales rivales en función de las razones que les asignan valor o las
privan de él, tomando en cuenta la especificidad de los contextos en los que
actuamos.
*Se trata de la parte inicial de un texto presentado en la revista electrónica de Foro Académico.
[1]Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia
de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad
Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, . Es autor de los libros Tiempo
de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional
(2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica
(2007). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de
justicia y ciudadanía publicados en volúmenes colectivos y revistas
especializadas del Perú y de España.
[2]Revísese al respecto Rawls, John Liberalismo
político México 1997, conferencia primera.
[3]Sen, Amartya Identidad y violencia Buenos Aires, Katz 2007.
[4]Maalouf, Amin Identidades asesinas
Madrid, Alianza 1999.
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