El enfoque de la
educación ciudadana implica el cuidado de una ética de la deliberación. Se
concentra en la práctica del discernimiento, la evaluación crítica de
principios y propósitos para la acción. El ciudadano es en primera instancia un
agente libre capaz de examinar y elegir a conciencia diversos cursos de acción
al interior de la comunidad política y las instituciones, sopesar sus
resultados, así como asumir sus consecuencias.
El ejercicio de la libertad – en particular, en el contexto de la acción
y la discusión en la esfera pública – constituye el centro de gravedad de la
ciudadanía.
La razón práctica constituye
– de acuerdo con la Ética de Aristóteles - una facultad humana básica
para el logro del bien y las virtudes. En el contexto de la discusión académica
actual, es considerada una capacidad fundamental en el enfoque de desarrollo
humano elaborado por Amartya K. Sen – que prefiere denominarla “agencia” – y
figura en la lista de capacidades sustanciales formulada por Martha Nussbaum en
las dos últimas décadas. Esta disposición permite a las personas intervenir en
el proceso de formular y ponderar argumentos, así como someterlos a discusión
en los foros de la academia, el sistema político y la sociedad civil. Ella
constituye un rasgo distintivo del comportamiento específicamente humano.
El trabajo de la razón
práctica implica necesariamente el examen crítico de los motivos culturales y
las tradiciones que con frecuencia se manifiestan como matrices de las
prácticas sociales. La fidelidad a una tradición no es por sí misma una
“virtud”: depende de qué prácticas y fines promuevan las tradiciones. Resulta crucial
desde un punto de vista ético-político que podamos distinguir con claridad si
tales fuentes justifican acciones y propósitos justos o compatibles con una
idea sensata del florecimiento humano y la justicia social. Se trata de evaluar
en qué medida las costumbres y los principios que formula la tradición son
racionalmente consistentes, y si éstos incrementan o limitan nuestra libertad,
o si realizan o bloquean nuestras capacidades sustanciales. Esta tesis se funda
en una lectura aristotélica de los bienes humanos; en los últimos años, Martha
Nussbaum ha desarrollado una versión de esta lectura encarnada en una lista de
capacidades: vida;
salud física; integridad física; sensibilidad, imaginación, pensamiento;
afiliación; emociones; razón práctica; otras especies; ocio y juego; control
sobre el entorno[2].
La tradición no puede
tener la última palabra; debe de ser discutida por sus usuarios y por quienes,
en diversas circunstancias, toman contacto con ella. Es preciso añadir que las
tradiciones – y en general, las culturas
– constituyen sistemas dinámicos, expuestos a un proceso de transformación
hermenéutica y social, motivada en gran medida por la deliberación y el trabajo
crítico. Las culturas no permanecen igual a sí mismas, se reformulan a través
del tiempo. Sus científicos, sus poetas, sus teólogos y filósofos se ocupan de
explorar sus potencialidades reflexivas y narrativas, pero también llevan a
cabo esta actividad crítica sus usuarios comunes, cuando experimentan
conflictos significativos – incluso radicales – en las tradiciones. Recordemos
a Antígona, planteándose la terrible situación de tener que elegir entre
observar el edicto vigente establecido por la autoridad política (y dejar
insepulto a su hermano) o invocar las leyes divinas y dar entierro debido a
Polinices. La tragedia de Sófocles examina asimismo el punto de vista de los
miembros de la pólis frente a este sensible predicamento. Esa clase de
decisiones difícilmente deja las cosas como están. Este tipo de conflictos,
deliberaciones y elecciones propician cambios en la comprensión de las culturas
y del lugar de los agentes en ellas.
La evaluación crítica
de las tradiciones no sólo constituye una forma fundamental de libertad de
conciencia y de expresión de pensamiento, constituye un derecho
consagrado en cualquier sociedad democrática. El ejercicio de la razón práctica
permite que las personas examinen el lugar de la pertenencia cultural en sus
propias vidas, de modo que puedan discernir qué aspectos de la cultura pueden
orientar sus acciones y modos de vivir y cuáles entre ellos son dignos de
rechazo o de indiferencia. Las culturas que habitamos constituyen el trasfondo
hermenéutico de nuestra reflexión, pero importantes regiones de ellas pueden
ser susceptibles de una interpelación racional[3].
Ese trasfondo acompaña nuestras actividades deliberativas, pero puede ser
reformulado parcialmente en la construcción del discernimiento práctico; dichos
procesos apuntan a la elección consciente de cursos de acción y hábitos que
puedan otorgarle sentido a nuestra existencia y – en un plano político -
conducir la práxis cívica.
* Se trata de la 4° parte de un texto presentado en la revista electrónica de Foro Académico.
1]Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas
(Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica
del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros Tiempo
de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional
(2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica
(2007). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de
justicia y ciudadanía publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas
del Perú y de España.
[2]Cfr.Nussbaum, Martha C. Crear
capacidades. Barcelona, Paidós 2012.
[3] Desde un punto de vista
fenomenológico, no es posible escudriñar
racionalmente (simultáneamente) todos los aspectos de nuestros
horizontes: sólo podemos examinar progresivamente diversos aspectos de los
mismos, puesto que los horizontes hermenéuticos no son meros “objetos”.