Víctor Hugo Palacios
Contaba
Nietzsche que cada vez que abría Los
ensayos le crecía un ala o una pierna. Aquella única publicación de Michel
de Montaigne –divagatoria y miscelánea– creó una brecha entre los géneros de la
literatura filosófica, historiográfica y didáctica del siglo XVI y, con esa
mezcla de frescor y consistencia de los clásicos precoces, inició el periplo de
un estilo que atravesó airoso las modas y las ideas, y aún goza de espléndida
salud.
Los
ensayos (Les essais) es el libro
detrás de los grandes libros de la tradición europea. Es la presencia, callada
o revulsiva, que se halla implícita en los Ensayos
de Bacon, el Discurso del método de
Descartes, los Pensamientos de
Pascal, el Ensayo sobre el entendimiento
humano de Locke y las Confesiones
de Rousseau, entre otros. Es también un alimento agradecido en el Nietzsche
crítico de la modernidad y de su academicismo, y en un Flaubert irritado por
las suficiencias de la sociedad burguesa.
En una misiva a Louise Colet, el
autor de Madame Bovary prorrumpe de
este modo: “Estoy releyendo a Montaigne. ¡Es singular hasta qué punto estoy
lleno de ese individuo! […] Tenemos los mismos gustos, las mismas opiniones, la
misma manera de vivir, las mismas manías. Hay gente a la que admiro más que a
él, pero no hay a quien evocaría más a gusto, y con quien charlaría mejor”.
Su biógrafo Jean Lacouture habla de él como “uno de los
fundadores de la introspección” y “uno de los inventores de la sensibilidad y
de la cultura occidental”. Para Tzvetan Todorov, se trata del “primer verdadero
humanista” en el sentido de aquel que piensa no que el humano sea un ser
formidable, sino uno indeterminado que tiene en la libertad la ocasión de su
felicidad o su desdicha. Y en sus apuntes, Elias Canetti comenta: “Montaigne
tiene esa actitud abierta hacia cualquier forma de vida humana que actualmente
es universal y ha sido incluso elevada al rango de ciencia, pero él la tuvo en su época, una época fanáticamente
convencida de su propia infalibilidad”.
¿Es decir demasiado? Narrando un avatar muy castellano,
Cervantes talló un arquetipo universal. De este francés nacido en Gascogne
(Gascuña) podría decirse que, ocupándose de asuntos personales, alentado por
sus lecturas preferidas y sin deseos de escribir más que para sus amigos y
parientes, acumuló un grueso de folios que con incomparable amenidad
anticiparon algunas de las referencias que la mentalidad occidental, incluso
contemporánea, ha aprendido a asumir, apreciar y aun extrañar: la conciencia de
la individualidad, la defensa de la libertad, la reciprocidad entre experiencia
y reflexión, la exhortación al diálogo, la celebración de la pluralidad, el
valor formativo de los viajes y, más que la tolerancia, el sincero interés por
los otros. A lo que se añade la originalidad con que Montaigne profesa una
consonancia entre la mesura aristotélica y el fervor de los amantes del mundo,
entre la ignorancia socrática y la avidez de lecturas y de encuentros, y entre
la certeza de la propia finitud y la honesta confianza en el infinito.
Si, como dice Sándor Márai, describiendo el proceso de
estatalización y despersonalización de la sociedad húngara bajo la ocupación
comunista, el mayor de los aportes del Viejo Continente a la historia es la
delimitación del individuo y del sentimiento burgués –entendido no como una
autocomplacencia social sino como el cultivo decidido de la propia alma–, no
cabe, entonces, la menor duda de que Michel de Montaigne es un prócer de la
cultura europea.
En
la carta al lector de Los ensayos se
lee: “yo mismo soy la materia de este libro”, “me pinto a mí mismo”. ¿Es acaso
el inicio de un despliegue de vanidad de un millar y medio de páginas? ¿Es el
preludio de un moroso ejercicio de ensimismamiento y evocación a la manera de
Marcel Proust? Harold Bloom dice que uno termina de leer al gascón y quiere
saber más de él. El índice de LosEnsayos
presenta estos encabezados: “sobre los caballos”, “sobre la oratoria”, “sobre
la crueldad”, “sobre el dormir”, “sobre la guerra”, “sobre Cicerón”… Extraña
manera de tratar de uno mismo. Montaigne mismo confiesa: “no he hecho más a mi
libro de lo que mi libro me ha hecho a mí”. Versando sobre asuntos ajenos ha
garabateado un retrato de sí mismo.
Pero en otro momento esclarece:
“sea lo que sea, quiero serlo fuera del papel”, pues “yo soy cualquier cosa antes que
un escritor de libros. Mi cometido es dar forma a mi vida”. Finalmente, el
hombre desborda el texto, el yo se sitúa más allá de la acción y sus
resultados. La vida, inaprehensible, aletea sobre el olor de la tinta y se
escabulle para siempre. No accederemos jamás a esa cámara secreta.
El
filósofo y escritor Víctor H. Palacios Cruz imparte el curso “El amor al mundo
en un tiempo de espanto. Michel de Montaigne, del siglo XVI al XXI”, dirigido a
estudiantes, profesores, investigadores y público en general.
11,
12 y 13 de marzo, de 6:30 a 8:30pm, Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
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