Gonzalo
Gamio Gehri
Mucho se ha discutido
ya sobre lo sucedido tras el atentado contra la revista Charlie Hebdo y sus trabajadores. Las marchas en París en protesta
por las 17 personas asesinadas - y en homenaje a su valor -, pone de manifiesto
la vocación del pueblo francés (y de una buena parte de la opinión pública
mundial que se ha adherido a esta causa) por la defensa de la libertad de
expresión. Cuatro grandes caricaturistas han muerto a manos de estos
criminales. Al Qaeda ha alabado y
reivindicado este crimen. El miércoles ha salido un nuevo ejemplar del
semanario, cuya idea central es la de persistir en ese humor crítico y
desafiante.
La sátira ha cumplido
una función política fundamental en la historia incluso antes de las comedias
de Aristófanes. La crítica de la monarquía antes de la Revolución de 1789
recurrió exitosamente a la sátira escrita y gráfica. El humor ha permitido
examinar imaginarios e ideologías diversas. Charlie
Hebdo con frecuencia cultivaba una sátira ofensiva contra las ideas
políticas y contra las religiones. Pero la libertad de expresión consiste no
sólo en admitir la puesta en público de las ideas e imágenes que cuentan con
nuestro apoyo, sino también aquellas con las que abiertamente discrepamos. La
libertad de expresión es importante porque fortalece la diversidad de puntos de
vista y maneras de creer y vivir. El límite de esta libertad son las libertades
y derechos de los demás, pero los conflictos que ella puede generar se discuten
en el espacio público y finalmente en los tribunales. Usar la violencia para “castigar
la blasfemia” no constituye una opción éticamente válida.
Los delincuentes que
mataron a los cuatro artistas, a los policías y en general a las víctimas del
atentado contra la revista no son mártires – los mártires no asesinan a sangre
fría – ni son enviados de Dios. Tampoco son artífices de un “evento” cósmico
propiciado por el plan divino o por la
irrupción del Ser en el mundo. Son vulgares asesinos que han violado los
derechos de otras personas a crear, a pensar y a vivir. En una perspectiva
humanista – a la vez convergente con las religiones que se remiten a la
tradición judeo - cristiana, centra su mirada en la condición de los seres
humanos vulnerables, y no asume la
óptica de supuestos acontecimientos impersonales.
Se ha dicho con razón
que los crímenes de Al Qaeda y el Estado islámico nada tienen que ver con la
religión. La conversión forzada y la eliminación de los no creyentes no forma
parte de un genuino espíritu religioso. En las marchas de París, muchos
musulmanes señalaban “No en mi nombre”, rechazando las acciones de estos grupos
terroristas. Constituye un grave error identificar estas acciones delictivas
con una fuente verdaderamente religiosa. No obstante, la extrema derecha
observa estos hechos desde el célebre “choque de civilizaciones” de Huntington,
esbozada sin matiz alguno, formulada en su versión más caricaturesca. Por
supuesto, la versión más académica de esta perspectiva fue cuestionada
severamente por pensadores de la talla de Amartya Sen o Benjamín Barber. En
nuestro país, esa veta ultraconservadora se reproduce sin mayores matices. No han
faltado “especialistas” que se refieren a una “amenaza islámica”, como un
peligro para la supervivencia de cultura occidental.A
su juicio, toda esa postmoderna “sensibilidad
occidental frente a las diferencias” no le permite luchar con firmeza frente al
mundo musulmán y su influencia en Europa. Esto tiene una nítida resonancia
antidemocrática. El sentido común de la derecha peruana coincide con lo que sostienen los antiliberales europeos más radicales. No obstante, nadie aquí se preocupa ante tales consonancias ideológicas. Incluso un columnista
local ha sostenido que “la
matanza de París y la persecución de los cristianos en Oriente comparten la
misma raíz, el odio al cristianismo”. Su tesis sobre el hecho comentado
es completamente falsa y delata una evidente falta de conocimiento respecto del tema discutido. No sospecha de que Charlie Hebdo fustigaba por igual a
cristianos, musulmanes y a judíos. Así como a políticos de todas las ideologías
presentes en el ruedo público europeo. Aquí no hay una lucha de civilizaciones,
sino una lesión grave a la vida y a la libertad de pensamiento. Las protestas
que comentamos invocan la necesidad de respetar los principios de un Estado
constitucional de derecho, que cimenten una ética pluralista. Una cultura política
democrática ofrece un horizonte que pueda promover la comunicación
intercultural e interreligiosa desde la impronta legal del cuidado de las
libertades básicas.
Este terrible
acontecimiento vuelve a plantear el complejo problema de nuestra relación con
lo sagrado. Los integristas islámicos aducen que los dibujantes asesinados han
hecho mal uso de un asunto que debería permanecer intocable. Creen que tienen
tal autoridad sobre la materia que
repudian determinadas formas de tratar lo sagrado al punto que establecen
perversamente quién debe vivir o quién debe morir por tal motivo. Esa
presuposición es simplemente monstruosa. Quizás las cuestiones más importantes
o más polémicas – cosas que aluden a las “cuestiones últimas” -, no puedan
permanecer en esa situación de lejanía y majestad. Las cuestiones que inquietan
el corazón de la gente – para bien o para mal – son objeto de trato humano. Se
asumen con devoción, se interpretan con sonoras metáforas, se discuten
implacablemente, o se rechazan con irreverencia. Tal vez sea el precio de las
cosas que los seres humanos valoramos realmente. La
violencia queda excluida de toda forma legítima de experiencia espiritual, sin
embargo existen múltiples formas de lidiar con lo sagrado. No podemos imponer un único
criterio para afrontarlas. Tenemos que considerar y examinar múltiples formas
de enfrentar lo sagrado.