jueves, 13 de febrero de 2014

FRANCISCO Y LA PARRESÍA






Gonzalo Gamio Gehri[1]

La parresía es una muy rara virtud, en un doble sentido. Lo es porque es una excelencia que aparece como tal – esto es, formulada expresamente – básicamente en la cultura judeo – cristiana (en la Biblia y en la tradición de interpretación del texto). También es rara porque exige para su ejercicio una lucidez y un coraje especiales. Requiere lidiar con el temor, vencer la propia comodidad y combatir la ensoñación que a veces produce la percepción del propio poder. Requiere neutralizar las demandas que provienen del propio interés. No es una virtud común, es difícil verla desplegarse en el espacio político y aún en el religioso. La parresía (del griego pas, que significa 'todo', y rhesis, que significa 'hablaꞌ) consiste en la disposición a hablar con libertad y con verdad en una situación adversa o ante un público hostil. Juan Bautista ante Herodes, Jesús ante Pilatos, Tomás Moro ante el tribunal que se propuso condenarlo a muerte.  

Se trata de una virtud que tiene un lugar particular en el Evangelio y en el Magisterio de Jesús. Él habló valerosamente cuando llamó a los fariseos – a la sazón autoridades religiosas de su tiempo y comunidad – “hipócritas” y “sepulcros blanqueados”, en tanto se mostraban proclives a renunciar a la protección y a la defensa de los más pequeños e indefensos, y estaban dispuestos a colocar pesados fardos en la conciencia de las personas, sin compartir la carga con ellas en ningún momento. Denunció la incoherencia moral y espiritual  tanto como la vana ilusión de poder y el anhelo de control sobre la vida de la gente. Lo hizo además sin usar la violencia o limitar la libertad de las personas. Todo lo contrario.

Muchos  católicos observamos con atención y esperanza el pontificado de Francisco I, en parte por su conducta parrética, al dirigirse a la Iglesia como a la comunidad internacional. No ha dudado en invitar a sacerdotes y obispos a asumir un trabajo pastoral más próximo a la vida de la gente, en particular atento a la situación de los pobres. Sueña con una Iglesia menos “principesca”, más dialogante con los conflictos y necesidades de la gente. Ha planteado un retorno al espíritu de las primeras comunidades cristianas a partir de lo que llama “discernimiento evangélico”, la capacidad de juzgar el presente (y en general la historia) desde el horizonte de la búsqueda del Reino[2]. Esta posición implica hacer frente a un sistema económico que tiende a desechar al sector más vulnerable de la sociedad por escasamente “útil” y “competitivo”. “Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad  y de la ley del más fuerte” (Evangelii Gaudium, punto 53, p. 45).

Se trata de construir y propiciar espacios de diálogo y cooperación, y pensar la justicia más allá de las fronteras del paradigma del mercado, Buscar no solamente lo que nos enfrenta, sino lo que podría generar lazos de solidaridad. “El amor nos hace semejantes, crea igualdad, derriba los muros y las distancias”, dice Francisco en su mensaje para la Cuaresma de este año. La perspectiva del amor implica ir a contracorriente respecto de la lógica de la competencia, y abrirse al encuentro y a la gratuidad. El mensaje del nuevo Papa colisiona tanto con el discurso de quienes defienden el enfoque del mercado como el único que le otorga racionalidad al mundo, como cuestiona la prédica conservadora de quienes prefieren una Iglesia solemne y distante, basada en el imperio de la autoridad antes que en el poder del ágape. En ambos frentes pone de manifiesto el peculiar valor de la parresía.





[1] Doctor en filosofía por la U.P. de Comillas. Profesor de la PUCP y la UARM.

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