Gonzalo Gamio Gehri
Que la libertad constituye un valor
fundamental que acompaña toda vida que aspira a la plenitud es algo que nadie
(o casi nadie) duda. Los problemas empiezan cuando intentamos ofrecer una
definición precisa de la libertad, o cuando nos animamos a describir las formas
de vida e instituciones en las que la libertad se encarna o podría asumir una
configuración estrictamente política.
Me propongo aquí discutir brevemente este tema, principalmente en diálogo con
uno de los últimos escritos de quien fue uno de los más grandes teóricos de la
libertad, Isaiah Berlin.
En un corto ensayo, Libertad (1995)[1],
Belin retoma uno de los motivos más importantes de su filosofía práctica, el de
la contraposición entre la libertad de los antiguos y la libertad de los
modernos. Se trata de un genuino “conflicto cultural”, que soslayamos como tal
por el hecho según el cual el legado de griegos y romanos, por un lado, y la
herencia del racionalismo moderno y la Ilustración , por el otro, constituyen en tensión los
nudos cruciales del pensamiento político contemporáneo en Occidente. A casi dos
siglos de publicadas las obras filosófico-políticas de Constant y Hegel, el
contraste entre la libertad que nace de la participación cívica y la libertad
individual frente a toda intervención externa sigue definiendo buena parte del
sentido de los debates actuales en la teoría política.
Como se sabe, la “libertad de los
antiguos” aludía básicamente a la capacidad humana de actuar con otros con el
fin de edificar un sistema de instituciones y normas que honren propósitos
comunes. El ser humano pleno era concebido como un ciudadano, esto es, un
agente político. “Ciudadano”, sostiene Aristóteles en la Política ,
es aquel que gobierna y a la vez es gobernado[2]. Es
gobernado porque debe acatar tanto las decisiones tomadas por las autoridades
políticas como las decisiones que se toman en la asamblea, pero también
gobierna en tanto participa activamente tanto en el proceso de elección de
estas autoridades como interviene en el
proceso de deliberación pública que tiene lugar en el ágora. La construcción de la ley y el diseño de instituciones es
fruto del discernimiento común de los ciudadanos[3]. Son
producto de un esfuerzo compartido y de un ejercicio de entendimiento
intersubjetivo. Forjar consensos y plantear disensos constituyen actividades
que le brindan sentido a la existencia humana como tal y sientan las bases de
la construcción de un proyecto común de vida.
El ágora se convierte así en el espacio específico de la libertad – el
escenario de, digamos, la autodeterminación del agente – y en el locus de la realización humana. Como se
sabe, en los tiempos de la edad heroica el ágora
– representados en los poemas de Homero - era un lugar restringido a los
debates del consejo de guerra o de la asamblea constituida por los reyes
guerreros y su entorno. Con el surgimiento de la pólis propiamente dicha, se convirtió en el lugar de reunión y de
deliberación pública de los atenienses varones y libres. La vida buena implica
el ejercicio del autogobierno de parte de los ciudadanos[4]. Sin
ciudadanía no hay florecimiento humano. Estamos, por supuesto ante un concepto
limitado de ciudadanía, que no involucrará en su campo significativo a todos
los seres humanos adultos sino hasta el siglo XX. Todavía en el presente se siguen librando
importantes batallas políticas por la inclusión de todas las personas en la
esfera pública, batallas contra la discriminación de las culturas y los sexos.
La libertad de los modernos pone
énfasis en los espacios que el individuo puede disponer para el diseño y
cumplimiento de su plan personal de vida. Se trata de escenarios de vida
privada, protegidos contra la intervención no consentida de otros o de la
propia instancia política. Berlin señala acertadamente que si para los griegos
– incluidos los compositores de tragedias, Platón y Aristóteles – la cuestión
política fundamental era cuál forma de gobierno es la mejor para una comunidad
política, los modernos se plantean una pregunta política muy diferente: “¿Cuánto
gobierno tiene que haber?”[5] . En
una perspectiva estrictamente liberal, lo público abarca la administración del
poder político – el rango de acción del gobierno -, la determinación y
observancia de ley, así como la construcción de instituciones; el ejercicio de
lo público busca garantizar el disfrute de la libertad individual – la ausencia
de interferencia externa – y sus condiciones estructurales básicas. La separación
entre lo público y lo privado resulta crucial para la aparición de la cultura
moderna de la libertad. La vida privada
abarca ella misma el mundo del trabajo y la economía, el horizonte social de
las relaciones afectivas, las cuestiones relativas al sentido de la vida. Es
también el espacio de la creencia y de la increencia en materia religiosa. En
las diversas facetas de la vida privada, las personas eligen vivir y pensar
como su conciencia les dicta, sin que la autoridad política deba pronunciarse o
tome medidas al respecto. Se trata de un espacio autónomo frente al control del
Estado. El límite es exclusivamente el derecho de los demás (y, obviamente, el
respecto de la ley).
* Esbozos iniciales para unas reflexiones que serán publicadas en el siguiente número de PÁGINAS:
[1]Berlin, Isaiah “Libertad”
en Sobre la libertad Madrid, Alianza Ensayo 2008 pp. 321 – 324.
[2] Cfr. Política 1277b 10.
[3] He
discutido el concepto teórico-político de ciudadanía en Gamio, Gonzalo “El
cultivo de las Humanidades y la construcción de ciudadanía” en Miscelánea Comillas. Revista de Ciencias Humanas y Sociales
Vol. 66 (2008) Nº 29 pp. 237 – 54.
[4] Cfr. Oakeshott, Michael Lecciones de historia del pensamiento
político Madrid, Unión Editorial 2012 Volumen I, capítulo II.
[5] Berlin, Isaiah “Libertad” op.cit., p. 322.
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