viernes, 11 de enero de 2008

UNA INTERPRETACIÓN DE LA INTRODUCCIÓN A LA "FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU" DE HEGEL



Gonzalo Gamio Gehri


Como se sabe, la Fenomenología del espíritu de Hegel constituye la historia del camino de la conciencia natural - las diferentes expresiones de la búsqueda humana de la verdad - hacia el saber. La conciencia va elevándose progresivamente hacia concepciones más complejas de la Realidad, de modo que la cosa misma va desocultándose poco a poco. El saber, para que sea saber efectivo, debe ser producto del trabajo del hombre, de su propio pensamiento activo y no la simple consecuencia de la recepción pasiva de una verdad solamente revelada; debe ser objeto de un discurso explicativo en el que el hombre puede reconocer la verdad a partir de la argumentación racional, en virtud de la cual encuentre el contenido de la verdad “en concordancia con la certeza de sí mismo”. Siguiendo la tradición ilustrada, debe ser un discurso cuyo mensaje sea para todos los hombres y no para beneficio de una élite de iniciados.

Hegel inicia el texto de la Introducción planteando el problema de si resulta pertinente problematizar la posibilidad y naturaleza del conocimiento antes de intentar articular un discurso afirmativo acerca del absoluto, esto es, de la verdad. En efecto, parece ser una actitud sensata aquella –tan frecuente entre los filósofos de la modernidad- que proclama la necesidad de una reforma de la mente, que haga posible la consecución de un método seguro que garantice la validez absoluta del conocimiento: una vez depurada la mente de perjuicios y de los ídolos puede ésta emprender la tarea de ocuparse de la cosa misma. Así, la ciencia debe desembarazarse de toda presuposición para constituirse en un conocimiento cierto; pero he aquí que el conocimiento se manifiesta como un intermediario entre la mente y lo real que (aun entendido como un medium pasivo) altera la realidad. Alguien podría pensar que este inconveniente podría ser salvado si se logra separar del resultado aquello que el instrumento –el conocimiento- ha incorporado en nuestro acceso a la cosa, mas esta depuración equivaldría a regresar a la situación de ignorancia que nos aquejaba al principio.

Y es que concebir el carácter anterior del método respecto de la verdad supone un contrasentido que muestra la forma del vicio lógico de la circularidad, a saber, que concibamos el método como anterior a –y eo ipso fuera de- la verdad y al mismo tiempo como verdadero. No hay conocimiento fuera de lo absoluto, sencillamente un absoluto con esas características no sería absoluto, sino un polo limitado, limitado allí donde ocupa su lugar el conocimiento (sería una expresión de la mala infinitud). El método para Hegel es consubstancial al absoluto, es la forma de su devenir, que surge una vez que atendemos al movimiento propio de la cosa misma; la actitud del epistemólogo, que Hegel llama temor al error, es víctima de su propio juego: defiende la dignidad de la ciencia en contra de toda presuposición sin tomar conciencia que ella misma encubre una presuposición que no tematiza, a saber, que la ciencia se halla separada de la opinión, lo cual supone un desgarramiento en la realidad que se pretendía reflejar.

Es preciso pues, que la ciencia no prescinda de la opinión si es que ella quiere ser absoluta, sino que aquélla deba surgir del dinamismo propio de “esta consecuencia se desprende del hecho de que solamente lo absoluto es verdadero y solamente lo verdadero es absoluto”[1]. Estamos, siendo conscientes o no de ello, en el seno de lo absoluto. En esta perspectiva, el temor a error se ha convertido en temor a la verdad, siendo claro que la ciencia ha de resultar del sistema mismo de las opiniones; no basta pues que, en nombre de la ciencia, se desestime toda presuposición, dado que cada una de ellas, aun la más ingenua, forma ya parte del absoluto.

El examen de toda presuposición acerca de la realidad “del saber tal y como se manifiesta” debe efectuarse sin tomar criterios externos a dichas opiniones, por ejemplo su origen, sólo su consistencia inmanente encierra su valor de verdad: cada posición debe ser examinada como un momento necesario en el acceso de la verdad o, mejor aún, en el autodevelamiento progresivo de la verdad en el que manifestación y resultado son inseparables. En este sentido, toda posición acerca de la realidad tiene un lugar en el seno de la ciencia en devenir que la Fenomenología quiere sacar a la luz: a lo largo de dicho examen, del examen de las sucesivas formas en las que se va configurando el saber, y en cada uno de sus estados de tránsito va constituyéndose un lenguaje especulativo, que corresponde a la necesidad del proceso, y que se enriquece al surgir de aquél los problemas. En este sentido el punto de vista de la lógica, del saber absoluto que es la meta de la Fenomenología, va secretamente acompañando el trayecto fenomenológico, en conformidad con la tesis griega que lo semejante sólo se conoce por lo semejante. Este es un punto de vista que sólo conoce el filósofo, el para nosotros que ha elaborado la Fenomenología y que ya conoce el resultado. Pero vayamos más despacio.

Decíamos que el saber real surgía del movimiento de las opiniones como producto del examen de toda presuposición, examen que, dicho sea de paso, lograba que perdiese su carácter previo. La ciencia sólo aparece cuando el saber ha ensayado todas sus formas, evidenciándose como el devenir del proceso en el que la conciencia va experimentando sucesivas formas de desgarramiento, hasta conseguir erigir la unidad viviente entre sujeto y objeto. La Fenomenología del espíritu no consiste en otra cosa que en la exposición del drama de la conciencia en pos de la supresión de toda diferencia entre subjetividad y objetividad. Este camino largo y sinuoso no es ajeno a la experiencia de la muerte; antes bien, el motor del devenir es la experiencia de la limitación, y en este sentido, de la necesidad de superar el límite hacia un nuevo momento del saber, porque “saber su límite quiere decir saber sacrificarse”[2].
La conciencia natural debe, pues, afrontar su propia finitud si quiere elevarse a la infinitud del saber. Cada conciencia, portadora de una manera de ver la Realidad, debe, en su propio autoexamen, afrontar la pérdida de la verdad y, con ello, enfrentar su muerte, en la que su último acto es el reconocimiento de su no-verdad. Cada conciencia inicialmente identifica su posición como la única verdadera, pero, al ser llevada a sus últimas consecuencias, y siendo confrontada con el objeto, toma conciencia de su unilateralidad, prueba de que la meta, el saber absoluto, aún se halla lejos; pero he aquí que la experiencia de su propia finitud la empuja más allá de ella misma, hacia una nueva figura que toma en cuenta la experiencia llevada a cabo la anterior. Este es el camino de la desesperación, el duro camino de lo negativo que toda conciencia que pretenda poseer la verdad debe asumir, en tanto que es “la penetración consciente en la no-verdad del saber que se manifiesta para el cual lo más real de todo es en verdad el concepto no realizado”[3]. Es el escepticismo que la conciencia límite proyecta sobre su propio concepto y que reaparece al surgir una nueva figura, la desconfianza ante una opinión que, de forma inmediata, quiere identificarse con el absoluto.
Es importante subrayar que la actitud escéptica que Hegel atribuye a la conciencia natural no puede ser identificada sin más con el escepticismo absoluto, aquél que reduce a la pura nada cualquier argumentación. Por el contrario, el escepticismo hegeliano se extiende también al escepticismo de la tradición filosófica, que constituye una figura más de la conciencia; la conciencia fenomenológica desespera de esta posición, postula un escepticismo que en su impulso negativo no puede sino engendrar el sistema. El escepticismo aplicado de esta manera no puede reducir a nada las representaciones de la conciencia, condenando al saber a convertirse una y otra vez en silencio. Antes bien, aquí la nada en la que desemboca la conciencia al experimentar su no-verdad es entendida como un resultado, resultado que está presenta en aquello de lo cual resulta: es una negación determinada que contiene una verdad y no una negación abstracta que sólo deja su lugar al silencio. Como dice Hegel, el producto de este movimiento negativo “es un nuevo concepto, pero un concepto superior, más rico que el precedente; porque se ha enriquecido con la negación de dicho precedente, o sea con su contrario; pero contiene algo más que él y es la unidad de sí mismo y su contrario”[4]. Cada conciencia, al afrontar el trabajo de la negatividad, reconoce que ello constituía una perspectiva unilateral, incompleta, lo cual tenía por consecuencia el surgimiento de una nueva figura de la conciencia ahí donde había sucumbido la que le precedía, pero que a su vez recordaba la experiencia de la anterior y su muerte. De tal manera que la experiencia del no-saber contiene ya el saber. La experiencia de la conciencia no verdadera la evidencia como un ensayo fallido necesario en la cadena del concepto que se autodetermina en pos de acceder a un desarrollo omnilateral y completo, sin el concurso de ningún tipo de exterioridad.

Uno podría preguntarse entonces si ese proceso es un cambio interminable, y, si tiene una meta, cuál sería ésta. El impulso que desata el dinamismo de la conciencia natural consiste en la conciencia de la diferencia entre el concepto que la conciencia tiene del objeto y el objeto mismo, inadecuación entre sujeto y objeto; diferencia cuya refutación es la actividad filosófica propiamente dicha. Así, la conciencia desgarrada no encontrará la quietud hasta que el desgarro deje su lugar a la unidad entre concepto y objeto. Es ahí donde el saber obtiene plena satisfacción, “la progresión hasta esta meta es por tanto incontenible y no puede encontrar satisfacción en ninguna estación anterior”[5]. El final del camino tiene lugar cuando la conciencia descubre el movimiento regular del concepto que ha descrito ella misma una y otra vez al encontrarse a sí misma en la alteridad: ello implica descubrir que las oposiciones y diferencias son diferencias internas que el concepto puede dilucidar en su devenir intrínseco: “este resultado –escribe Hegel- es la libertad autoconsciente (...) que, en vez de dejar a un lado y abandonar la contraposición, se ha reconciliado con ella”[6]. Es una reconciliación lograda por el pensamiento, por el trabajo de la razón ajeno a cualquier síntoma de inmediatez, a cualquier forma de entusiasmo místico que la conciencia desestima por su indeterminación y exterioridad.

Sin embargo, aún quedando claro el movimiento que la Fenomenología inaugura, con el fin de liberar a la conciencia de sus falsas oposiciones y reflejar en la unidad de la vida la totalidad de las determinaciones del concepto, no queda tan claro dónde ha de comenzar el proceso y por lo mismo, el sistema de la ciencia; cabe recordar que no hemos llegado todavía al umbral de la lógica, al círculo de círculos en donde principio y fin coinciden y en donde, al investigar, podríamos decir con Parménides “no importa dónde empiece, que allí volveré de nuevo”.

Aquí en la Fenomenología, si hablamos del método que sigue la conciencia, parece sensato pensar que es necesario partir de algún lado, asumiendo dicho punto de partida como una pauta. Esta pauta nos aseguraría la consecución de la verdad al confrontarla con el objeto. Pero hacer depender el examen de la pauta equivaldría a banalizar la ciencia misma, que justamente no puede asumirse como pauta sin convertirse en una pre-suposición non examinada, incurriendo en una petición de principio.

Hegel confía en que este percance puede ser salvado si contemplamos más de cerca la forma como la conciencia se relaciona con la verdad. Así, si nos interesa la verdad del saber, nos preocupa lo que es el saber en sí, pero al mismo tiempo hacemos del saber nuestro objeto, éste consistiría en lo que es para nosotros. Caemos así en la cuenta de que la distinción y la relación entre saber y verdad recae en el seno de la conciencia, de modo que el en sí es siempre un en sí para nosotros, de tal forma que la comparación entre concepto y objeto resulta ser una comparación que la conciencia hace consigo misma: la verdad como adecuación se convierte en verdad como coherencia. En este sentido, es necesario abandonar la idea de encontrar una pauta y penetrar totalmente en el terreno del saber, esto es, de la conciencia, a fin de realizar el examen de toda concepción posible del absoluto. Y, ¿por dónde empezar? Por la más abstracta, esto es, la más indeterminada, la que inmediatamente defiende la conciencia vulgar; aquélla que sindica la certeza sensible como el criterio más claro de la verdad: allí empieza el proceso de autodespliegue de la especulación.

De esta manera la Fenomenología se manifiesta como la sucesión sistemática de las distintas formas en las que la conciencia ha considerado –en el tiempo- que se constituye el verdadero saber; si concepto y objeto no se corresponden, la conciencia se ve obligada a cambiar su saber a fin de ensayar otro paradigma, y, cuando el paradigma sucumbe, el objeto tampoco puede sostenerse en virtud de la interacción entre el saber y la cosa, de tal manera que cuando asistimos a la inversión de la conciencia, asistimos al mismo tiempo a la inversión de un mundo, como veremos.

Este surgimiento y muerte progresivas, que la conciencia experimenta entre el concepto y el objeto, evidenciando como el movimiento de negación determinada, es lo que entiende Hegel por experiencia; esto es, la anulación del en sí, en el en sí para la conciencia. La experiencia consiste en que la conciencia reconozca que las determinaciones del en sí son determinaciones que ella misma establece al confrontarse con el objeto, lo que por otro lado no constituye otra cosa que la esencia del objeto y su propio devenir; devenir que es también el de la conciencia, dado que el nuevo objeto, producto de la experiencia, surge como producto de la investigación de la misma.

No obstante, esta última consideración introduce en la exposición la noción del para nosotros al que nos referíamos al inicio. La conciencia que está inmersa en la experiencia y que toma conciencia de la no-verdad de su saber, debe sacrificarse y morir encontrando su verdad en la siguiente; esta conciencia muere realmente –y su objeto con ella- sin conocer el resultado final que se despliega, como señala Hegel, “a sus espaldas” desconociendo la legalidad del proceso. Pero existe también el para nosotros, el aprendiz de filósofo que acompaña el movimiento de la conciencia en sus sucesivas muertes, descubriendo paulatinamente el hilo del concepto mismo que guía el dinamismo de las figuras de la conciencia; es este para nosotros el testigo de la aparición del nuevo objeto, y, al mismo tiempo, de una nueva figura; podemos además afirmar la existencia de un segundo para nosotros, la conciencia filosófica que tiene en mente la “lógica”, que ya conoce el desenlace de la fenomenología y que discretamente nos adelanta, con relativa frecuencia, algunos resultados del recorrido, lo que evidencia que fenomenología y lógica se implican mutuamente en el seno de la ciencia misma.

Una vez llegado al final se comprenderá que no hay otro verdadero saber que aquél que la conciencia puede hacer suyo en la vida y que reclama vida propia en el mundo. “Debe decirse (...) que nada es sabido que no esté en la experiencia (...) pues la experiencia consiste precisamente en que el contenido –que es el espíritu- sea en sí sustancia y, por tanto, objeto de la conciencia”[7].En este sentido, la experiencia del logos hegeliano es, strictu sensu, experiencia histórica. Esta evidencia se manifiesta al enfrentarnos al concepto de espíritu, que es entendido por Hegel como totalidad concreta que se hace mundo, como producto del obrar intersubjetivo de un sujeto colectivo: un yo es un nosotros y un nosotros es un yo. Las figuras de la conciencia no son sólo figuras categoriales, puramente epistemológicas, sino también figuras de un mundo, épocas de la vida del espíritu: “el movimiento consciente en hacer brotar la forma de su saber de sí es el trabajo que el espíritu lleva a cabo como historia real”[8].

El duro trabajo de la conciencia, un camino largo y penoso, es un camino que ha asistido al inicio y desmantelamiento de mundos enteros, en los que una forma de saber ha ensayado no sólo representaciones intelectuales sino también, y a partir de las mismas, instituciones políticas, desarrollando dentro de sí una filosofía de la historia inmanente: la experiencia de la conciencia se halla atravesada de motivos culturales tales como la tragedia griega o el arte egipcio, que deben ser entendidos como la expresión de la presencia de una racionalidad más alta, que supera todo desgarramiento y reincorpora en el concepto de sistema la noción de ciencia como cultura total, involucrada en la idea griega de episteme. Una idea que necesita atravesar todas las formas en las que se relaciona la conciencia con el objeto para lograr exponer la vida del concepto; exposición que, según Hegel, sólo llega en su momento, dado que historia sensible e historia inteligible responden a una única sucesión que es la expresión concreta de una necesidad absoluta.

Como lo hemos afirmado varias veces, una vez que la conciencia ha logrado para el pensamiento la unidad entre apariencia y ser, entre sujeto y objeto, la Fenomenología termina y se inicia la Lógica, la ciencia libre que se entrega a la sola relación entre conceptos, en la vida transparente del pensamiento; como afirma Hegel “el sistema de la lógica es el reino de las sombras, el mundo de las simples esencias liberadas de todas sus concreciones sensibles (...) es la educación y la disciplina absolutas de la conciencia”[9].Ciertamente, el sentido de esta liberación parece no quedar claro por lo que queremos dedicar nuestro tercer y último punto a profundizar en la relación entre experiencia y concepto a partir de figura de la Fenomenología correspondiente al saber absoluto.






[1] FE, p. 52.
[2] Ibid., p. 472.
[3] Ibid., p. 54.
[4] CL, t. I, p. 71.
[5] FE, p. 55.
[6] Ibid., p. 17.
[7] Ibid., p. 468.
[8] Ibid., p. 469.
[9] CL, t. I; p. 76.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente explicación, muchas gracias por compartirla.