Gonzalo Gamio Gehri
Una forma concreta
de defender los derechos humanos y de educar la mente y el carácter de acuerdo
con sus exigencias está constituida por la edificación de una ética de la
memoria. Esta clase de reflexión moral y política formula su ejercicio en la
necesidad de esclarecer los procesos históricos de violencia o suspensión del
orden constitucional con el fin de conocer con rigor lo ocurrido, asignar
responsabilidades, castigar a los perpetradores de delitos, reparar a las
víctimas y establecer garantías de no repetición a partir de reformas institucionales
y políticas educativas. Hacer memoria implica escuchar y contrastar el
testimonio de quienes vieron conculcados sus derechos y libertades para que la tome consciencia de la gravedad de la
experiencia vivida y pueda tomar decisiones al respecto. Conocer estas
vivencias e incorporarlas en la propia historia constituye una condición
esencial para restituir a las víctimas sus prerrogativas como ciudadanos.
La recuperación de
la memoria es una tarea pública, que convoca a todos los ciudadanos y no
solamente a una élite. Quienes se han visto afectados por la violencia o por el
bloqueo de libertades tienen algo que decir sobre el proceso de reconstrucción
de los conflictos vividos. Los testimonios deben ser examinados y contrastados
en la discusión en espacios compartidos del Estado y de la sociedad civil[1].
En este proceso cuenta tanto la narración de las experiencias como su
validación o refutación en virtud de la argumentación y el trabajo con
evidencias. A menudo – aunque no en todos los casos -, las tareas de la memoria
son afrontadas en su fase inicial por las investigaciones de una Comisión de la
verdad, que ofrece un informe interdisciplinario sobre los procesos de
violencia para ser debatido por las autoridades competentes y los propios
ciudadanos.
El ejercicio
crítico de la memoria busca prevenir y combatir la injusticia, así como procura
formar un estricto sentido de la
injusticia que permita a los ciudadanos identificar la lesión de los
derechos, así como participar en la denuncia y fiscalización de las conductas
injustas. Esta forma de percepción ética alienta la convicción de que toda
persona es un miembro de nuestra comunidad política, un ser dotado de derechos
que requiere de mi acción solidaria si se encuentra en una situación de
particular vulnerabilidad e indefensión[2].
Ella se instala en el centro de una concepción de lo político basada en el
reconocimiento de la igualdad y la libertad de los agentes, de modo que
constituye una disposición fundamental para la defensa de una forma de vida
específicamente democrática.
En ese sentido, el
esclarecimiento de la memoria contribuye a hacer visibles a quienes se les
desconoció ilegítimamente la condición de personas y de agentes políticos.
Saber qué sucedió con ellos constituye un primer paso para que esta clase de
daño no se repita; se trata asimismo de una primera figura de justicia
reparadora[3].
Por eso es éticamente correcto hablar de un “derecho a la memoria”, e incluso de un “deber de memoria”, en la
medida en que el reconocimiento del sufrimiento de las víctimas forma parte del
proceso de superación de la época de violencia hacia el logro de una genuina
cultura de paz. El ejercicio de la memoria no es sólo un derecho que invoca el
individuo – conocer y dar a conocer lo ocurrido con él y con sus seres queridos
-, sino también un deber que la comunidad política debe cumplir para
convertirse en un sistema de instituciones libre e inclusiva.
El crítico Tzvetan
Todorov ha señalado con acierto que por lo general quienes investigan en temas
de derechos humanos distinguen con claridad cuatro papeles en el marco del
relato de los episodios de violencia: en cuanto a la comisión de actos
violentos, la víctima y el verdugo; en
cuanto a las medidas de reparación, el
benefactor y los beneficiarios. Con alguna frecuencia la asignación de tales
roles es susceptible de controversia, pero la clase de valoración que se
despliega sobre estos papeles no genera grandes dudas; simpatía por las
víctimas y los beneficiarios, condena de los verdugos[4].
El obvio peligro de esta actitud es la
simplificación y la oposición burda buenos / malvados. En una representación
distorsionada de una sociedad que analiza su propio pasado conflictivo, la
percepción de quiénes somos “nosotros” está asociada a la afinidad con la
situación de las víctimas y las hazañas de los héroes. Del mismo modo, los
criminales son evidentemente “ellos”, individuos desprovistos de calidad humana,
asesinos que se comportan como depredadores sin consciencia. Y nos congratulamos de no ser ellos.
Esta mirada
estigmatizadora echa a perder la dimensión pedagógica de la ética de la
memoria. Calificar la conducta de los perpetradores como “inhumana” impide
comprender lúcidamente las direcciones posibles del comportamiento humano y
afrontarlas correctamente en la práctica desde las herramientas que ofrecen la
política democrática y el derecho. Somos capaces de las acciones más nobles,
pero también de los crímenes más siniestros, ello depende en gran medida de la
calidad de nuestra crianza, de si hemos estado expuestos sin alternativa a la
influencia de ideologías fundamentalistas y a circunstancias de desamparo y
necesidad extrema. “Habría que dejar de considerar que el adjetivo “humano” es
un cumplido”, sostiene Todorov, “aunque eso no quiere decir que debemos
convertirlo en un insulto. Los animales matan para comer o para defenderse, y
los hombres para protegerse de peligros que a menudo sólo existen en su
imaginación o para poner en práctica proyectos surgidos de su cabeza”[5].
La promesa de la construcción de un paraíso en la tierra – cuando es formulada desde
un espíritu integrista que no admite el cultivo de la discrepancia o del
cuestionamiento – se torna en un discurso que avala la eliminación de personas
y el ejercicio de la crueldad. La historia moderna deja constancia de cómo esta
clase de utopía ha asumido raíces ideológicas distintas (desde la prédica del
acceso de la nación a su “destino espiritual” hasta la lucha por edificar una
“sociedad sin clases”) pero la misma lógica destructiva en el terreno de los
hechos.
Primo Levi y Hannah
Arendt han retratado muy bien la conducta de los operadores del mal en los
campos de concentración. No se trata de “demonios” sedientos de sangre, sino de
personas que actúan “normalmente” en diferentes espacios de la vida ordinaria,
pero que se comportan como engranajes “eficaces” de un sistema que aniquila la
vida y deshumaniza a sus víctimas[6].
Son funcionarios de auténticas fábricas de muerte y reducción a la esclavitud
que han renunciado voluntariamente a pensar por sí mismos. Merecen nuestra condena y el castigo público que establezcan los tribunales, pero no debemos considerar que sus crímenes están fuera de lo potencialmente humano. Reconocer la
aparente “normalidad” del cultivo del mal no implica adelgazar o relativizar
nuestras distinciones éticas fundamentales – como aquella que establece la
frontera entre el bien y el mal – sino que por el contrario, nos permite
identificar con mayor perspicacia las formas sutiles y cotidianas en las que el
mal puede presentarse en la vida de nuestra comunidad política y de nuestra
especie. Esta capacidad de juicio y de percepción resulta fundamental para la
tarea moral y política de enfrentar el mal, no con la esperanza de erradicarlo
definitivamente – tal esperanza resulta vana en el mundo de los asuntos humanos
– sino con el objetivo de denunciarlo, sancionarlo y prevenirlo a partir de los
instrumentos con los que cuentan la ley y la acción cívica.
“Levi siempre ha rechazado la vía fácil de
estigmatizar a los “malvados” como subgrupo de la humanidad totalmente
diferente de nosotros. No. Los vigilantes, incluso los peores de ellos, no son
monstruos, sino seres humanos tristemente corrientes, gente cualquiera
transformada por las circunstancias. Por eso es ilusoria toda solución mediante
el método quirúrgico de dejarlos fuera de forma radical. La causa de su
decadencia no es su naturaleza, sino que “los habían educado mal”. Hay que
entender aquí la palabra “educación”, en sentido amplio, que incluye no sólo la
escuela, sino también la familia, los medios de comunicación, los partidos y
las instituciones, y por lo tanto todo el sistema totalitario. Para los que
viven fuera de él, pero desean eliminar todo lo que lo recuerda, la vía
indicada consiste en poner en práctica una mejor “educación””[7].
El trabajo de rememoración
de la violencia vivida ha de contribuir a la formación del juicio y de las
actitudes de los ciudadanos, para evitar la instauración (o el retorno) de
modos de pensar y de actuar para los que el ejercicio de la crueldad y la
represión de las libertades sean prácticas cotidianas, “normales”. Por eso el
testimonio de las víctimas resulta crucial. Constituye la piedra angular de una
forma de paidéia. Efectivamente, la
ética de la memoria busca educar a los ciudadanos en la idea de que todas las
personas poseen dignidad y derechos que no deben ser conculcados. Lo que las
víctimas narran es el relato de aquello que acontece cuando a un ser humano se
le desconocen tales derechos. Se trata de hacer justicia y reparar el daño
causado, pero también de orientar el presente a través de las lecciones que
extraemos del pasado. Exploramos nuestro pasado reciente, y desarrollamos
investigaciones comparativas con situaciones similares ocurridas en otros
lugares y épocas históricas con el fin de aprender a reformar nuestras
mentalidades y prácticas sociales para controlar y prevenir la irrupción de
violencia ilegítima en los espacios de la vida pública y privada.
No se trata sólo de
recordar el pasado, sino que ese recuerdo esté dirigido a desarrollar nuestras
reflexiones y decisiones a la luz del proyecto de construcción de hábitos e
instituciones basados en la observancia de los derechos humanos y los
principios básicos de la democracia. La recuperación de la memoria esclarece la
tragedia vivida para que ésta no pueda repetirse. Identificar las condiciones
históricas de la violencia, clarificarlas en virtud de una narración rigurosa,
pero también diseñar y poner en ejercicio políticas que transforme vuestras
instituciones y mentalidades y promueva una nueva forma de vivir en comunidad. Porque
hemos atravesado duros episodios de la historia en los que hemos denigrado a
nuestros semejantes es que sabemos que la mejor forma de vivir juntos implica
honrar la dignidad y la libertad de quienes viven a nuestro alrededor y
comparten con nosotros diversos espacios sociales.
[1] He discutido con detenimiento la idea de una
ética de la memoria en mi libro Tiempo de
memoria. Gamio, Gonzalo Tiempo de memoria: reflexiones
sobre derechos humanos y justicia transicional Lima, IBC, CEP, IDEHPUCP 2009.
[2] Cfr. Shklar, Judith N. The faces of injustice New Haven and London, Yale University
Press 1988.
[3] Véase Vernant, Jean Pierre
“Historia de la memoria y memoria histórica” en: Academia Universal de las
Culturas ¿Por Qué recordar? Buenos Aires,
Gránica 2002 p. 22.
[4][4] Todorov, Zvetan “La
memoria como remedio contra el mal” en: La experiencia totalitaria
Barcelona, Galaxia Gutenberg 2010 pp. 277 y ss.
[5] Ibid., p. 282.
[6] Arendt, Hannah Eichmann
en Jerusalén Barcelona, Lumen 2003; Levi, Primo Los hundidos y los
salvados Barcelona, El Aleph 1988; Levi, Primo Deber de memoria
Buenos Aires, Libros del zorzal 2006.
[7] Todorov, Zvetan “El
testamento de Primo Levi” en: La experiencia totalitaria op.cit., p.272.
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