viernes, 26 de junio de 2015

A PROPÓSITO DEL CONCEPTO DE CIUDADANO*







Gonzalo Gamio Gehri  [1]

En sentido estricto, no existe democracia sin ciudadanos[2]. El grado de libertad que requiere una democracia genuina procede en cierta medida de la disposición de los agentes a involucrarse de buena gana en procesos de deliberación, movilización y vigilancia del poder. El ejercicio de la ciudadanía puede otorgarle dirección y profundidad a la vida de las personas, si éstas consideran la acción política como una potencial opción de sentido.

Por “ciudadanía”, la teoría política ha concebido dos cosas diferentes. En una perspectiva moderna – es decir, liberal -, alude a la condición de las personas de ser titulares de derechos universales: sujetos del derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad, al desarrollo del proyecto vital. En una perspectiva clásica – de raíces griegas y romanas -, invoca la capacidad de agencia política, la actividad vinculada a la búsqueda de consensos y la expresión de disensos en escenarios compartidos de discernimiento y toma de decisiones políticos, en otras palabras, espacios públicos. El polités participa activamente en el proceso de elección de las autoridades, pero también interviene en la fiscalización de su gestión y le pide cuentas de sus actos públicos. En realidad, se trata de conceptos complementarios de ciudadanía, en tanto la interpretación clásica ofrece una forma rigurosa del cultivo de los derechos políticos.  La cultura de derechos y la práxis cívica se reclaman mutuamente tanto en el terreno del concepto como en el de la práctica.

El ciudadano es usuario de libertad política, vale decir, es usuario de poder en el sentido en el que lo define Hannah Arendt, como la capacidad de actuar en concierto. Se trata del “poder cívico”, no del poder como la mera “capacidad de hacer” en un sentido maquiaveliano. El poder cívico nace del encuentro de las personas en un espacio plural de intercambio de argumentos. En esta línea de pensamiento, la palabra es la fuente del poder, no el uso de la fuerza. Esta idea es tan antigua como Las Suplicantes de Eurípides, obra en la que el rey Adrasto de Argos sentencia sobre la desmesura humana frente a su condición de seres de lenguaje. En lugar de usar el lógos para resolver sus conflictos, usan la violencia. El texto de Eurípides es contundente: “¡Fatuos mortales que tendéis el arco más de lo oportuno y recibís de la Justicia innumerables males! Tomáis lecciones de los hechos, ya que no de los amigos. Y vosotras, ciudades, que podéis conjurar el mal por la palabra, dirimís vuestros asuntos con la sangre, no con la palabra”[3]. Sólo podemos vencer la tentación de la violencia en la medida en que podemos ser capaces de invocar el ejercicio del diálogo como el recurso adecuado para comprender y enfrentar nuestros problemas en los diferentes contextos de la vida.

La deliberación en los espacios públicos es un tipo de práctica política ciudadana especialmente importante. A través de esta participación, las personas pueden incorporar en la agenda pública temas de interés común, intervenir en la discusión en torno a la toma de decisiones o la pertinencia de determinadas leyes, y también pueden fiscalizar el ejercicio de la función pública de las autoridades del Estado. En el mundo contemporáneo, las organizaciones políticas y las instituciones de la sociedad civil constituyen foros para las acciones de esta clase. Se trata de escenarios para el discernimiento cívico, en los que los agentes pretenden arribar a consensos tanto como expresar razonablemente cuestionamientos y disensos. En efecto, en un régimen democrático constitucional no sólo el logro de acuerdos sociales y políticos es considerado un propósito digno de valor, sino que se entiende que no es posible estar de acuerdo en todos los asuntos: en algunos casos, bastará con que podamos entender la naturaleza y los términos de los desacuerdos, y que estemos dispuestos a proteger los derechos de las minorías.







* Esta es la primera parte de un texto que aparecerá en el portal Pólemos, de Derecho & Sociedad.




[1] Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, donde coordina la Maestría en filosofía con mención en ética y política. Es autor de los libros Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas del Perú y de España.

[3] Suplicantes, 745 -50.

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