Gonzalo Gamio
Gehri
En los últimos
días, el tema del pluralismo y la laicidad del Estado liberal ha vuelto a
ponerse en discusión, esta vez en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Una alumna de Letras, Katherin Ángeles Sihuay, envió una carta al Decano de la
Facultad – según me ha comentado, un profesor de esa casa de
estudios, y he podido constatar luego leyendo el documento y dos entrevistas –
señalando que, dado que la UNMSM es una universidad estatal y el Perú un Estado
laico, la Facultad no debería exhibir en espacios comunes Nacimientos ni
ninguna manifestación de una religiosidad particular. El Estado democrático se
mantiene neutral en materia religiosa, porque su función es la de garantizar
los derechos y las libertades individuales, incluidas las concernientes a creer
o a no creer. La alumna ha sostenido que ha recibido un trato hostil de parte
de miembros de la comunidad universitaria, e incluso ha sido amenazada desde las redes
sociales. Ha añadido que – curiosamente – se evita discutir rigurosamente este
problema en el campus: “resulta curioso notar”, sostiene “que son, sobre todo, los
profesores de temas relacionados a epistemología y lógica quienes invitan a
través de su discurso y acción a plantearse estos temas, mas no los de ética y
filosofía política”. Es una situación que sin duda preocupa.
Espero que en la
UNMSM pueda desarrollarse un debate amplio sobre este tema. Tengo muchos amigos
filósofos en esa importante casa de estudios, cuyo trabajo aprecio y admiro, quienes seguramente
aportarán argumentos sólidos que esclarezcan lo que está en juego aquí. Intuyo que este debaste recién está iniciándose. La
carta en mención destaca un punto fundamental. Una institución pública no
constituye un espacio para la expresión de una confesión religiosa puntual. Es
el caso de los claustros de la Universidad más antigua del Perú. Tales
escenarios constituyen foros compartidos para el cultivo del saber y de la vida
cívica, para discutir asuntos que sean de interés común de quienes desarrollan
el conocimiento o ejercen la ciudadanía. La celebración de costumbres
religiosas o las actividades proselitistas en cuestiones de fe no pueden tener
lugar en el seno de las universidades estatales. Esta forma de reflexionar
procede de los principios de la razón pública inscritos en una concepción
democrática de la política, y es independiente del credo personal. Por ejemplo,
yo soy católico – como muchos ciudadanos – pero creo que nuestro Estado debe
ser laico.
Resulta legal y moralmente irrelevante hacer
notar que el credo espiritual que se intenta difundir sea el que profesa la
mayoría de la población. Se trata de proteger los derechos de todos en pie de
igualdad, incluidos los derechos de las minorías. Consentir el compromiso
doctrinario de un Estado con una religión específica implicaría discriminar a
quienes practican otras creencias, o no tienen convicciones religiosas en
absoluto. Tal opción política implica tratar a estas personas como ciudadanos
de segunda clase. La entidad política debe defender las bases institucionales
de un contexto de “pluralismo razonable”(en términos de John Rawls), aquel que
propicia el florecimiento de diversas concepciones morales y religiosas,
siempre y cuando ellas respeten el derecho de las demás visiones a tener un
lugar en la sociedad y eventualmente, a entrar en diálogo con ellas.
El espacio adecuado
para la celebración de la Navidad – en cuanto al ritual, la decoración y la
prédica correspondientes – son las casas,, son las parroquias, o las comunidades e instituciones religiosas en las que uno participa en condiciones de libertad. No son los
lugares estatales, en los que se promueve el bien público, asociado
estrictamente al cuidado de los principios y procedimientos de la justicia, el
cultivo de la tolerancia ante diversos caminos razonables de vida y el
ejercicio de las virtudes políticas. Un Estado democrático no dedica los
espacios bajo su jurisdicción a la práctica de ningún culto puntual ni permite
su uso orientado por tales propósitos. Esta actitud no lo convierte en “a-teo”:
es básicamente laico y aconfesional porque no admite establecer desigualdades
entre los ciudadanos en razón de sus creencias y estilos de vida. Promueve el
desarrollo de todas las religiones y visiones del mundo bajo la única condición
de que éstas respeten los derechos y libertades de todas las personas, vale
decir, que acepten coexistir en un marco de pluralismo razonable conforme a las
reglas de juego propias de un régimen democrático constitucional.
Otros censores de
esta propuesta han pretendido refutar la idea de laicidad estatal apelando a un
cínico “realismo político”. Aseveran que el Perú es un “país católico”, que el
destino del país se debe a las decisiones de sus “élites” – políticas,
empresariales y eclesiásticas -, y que “sus élites son católicas”. Por tanto,
tendría sentido dedicar los espacios del Estado a la práctica de las costumbres
propias del catolicismo. Me sorprende el recurso a una tesis que - en cuanto a su conceptos- expresamente hunde
sus raíces en el fascismo, una ideología expresamente autoritaria, violenta y
cosificadora, como tan lúcidamente denunciaran Husserl y Levinás en la primera
mitad de los años treinta. Aquí la argumentación democrática simplemente
desaparece a favor de un voluntarismo retorcido y mesiánico: el “espíritu del
pueblo” – la resonancia hegeliana es evidentemente engañosa, pues Hegel no
tiene que ver con este poco sutil irracionalismo - es meramente expresión de su
“clase dirigente”. Nuestra religión
tendría que ser la de nuestros caudillos y líderes natos. El discurso de los
derechos y las libertades individuales se torna irrelevante, el pluralismo
deviene en un estorbo para asumir el
camino del progreso; los ciudadanos se convierten en meros “gobernados”.
“Súbditos”, en una palabra. Sombrío el panorama de quien se someta a esta forma
arcaica de integrismo político (y religioso). Aquí se plantea veladamente un
retorno al Estado confesional.
Esta perspectiva posee una innegable entraña
totalitaria. El totalitarismo no sólo decretaba el imperio de una única visión
del mundo promovida y difundida por un Estado tutelar, sino que ejercia un control sobre todos los aspectos de la vida, tanto pública como privada. Predicaba
y difundía una única doctrina verdadera, un único estilo de vida con sentido. Quienes
no compartían esa visión de las cosas eran considerados herejes victimas del
error o de la corrupción del pensamiento. Creo que
nuestra sociedad ha sufrido en repetidas veces los ataques de formas
ideológicas intolerantes de diverso cuño – versiones del totalitarismo tanto
religiosas como seculares, desde el integrismo de las extirpaciones de idolatrías en la
colonia hasta los delitos de Sendero Luminoso – como para tomar intelectualmente en serio esta posición
autoritaria. Basta con dejar constancia acerca de su persistencia en la
universidad pública y recordar el registro funesto de sus acciones en nuestro
país.
Es preciso añadir
que esta lectura conservadora es, en el fondo, incompatible con el
cristianismo, al menos si tomamos en cuenta a los Evangelios como fuente
primaria de interpretación de esta concepción de la vida ética y espiritual.
Recordemos que el anuncio del Reino por parte de Jesús ni se hace desde las
“élites” ni se las considera el núcleo vivo de la comunidad creyente o de la
comunidad por construir. La Buena Nueva se dirige a los más humildes, a los
publicanos, a los pobres, a personas que los encumbrados miran con recelo y
desconfianza. “En ese momento Jesús se llenó del gozo del Espíritu Santo y
dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has dado a conocer a
los pequeñitos. Sí, Padre, pues tal ha sido tu voluntad” (Lucas 10, 21). La
preocupación por las condiciones de injusticia en las que se ven sumidos la
viuda, el pobre y el extranjero constituye un elemento fundamental de la perspectiva
del Reino de Dios y el esfuerzo por su edificación en el terreno de la práctica.
Nada más extraño al Magisterio de Jesús de Nazaret que esa obsesión por
identificar a los sectores dirigenciales con el motor de la comunidad o con la
fuente de su progreso moral. El énfasis reaccionario en el carácter de los
poderosos es ajeno a la ética del cristianismo y a sus exigencias en materia de
justicia y solidaridad.
Este incidente nos
permite ver con claridad una situación que enfrenta nuestra sociedad en cuanto
a la relación entre política y religión. No sólo muchos de nuestros ciudadanos
– incluidos algunos académicos conocidos – no llegan a entender a cabalidad los principios que subyacen a la
necesaria separación entre las instituciones públicas y las iglesias, sino que
no alcanzan a reconocer su relevancia para la afirmación de una genuina cultura
democrática en el Perú. El hecho de que en pleno siglo XXI existan resistencias
incluso para discutir el concepto de laicidad revela la precariedad de los
recursos intelectuales y políticos que usualmente se invocan para consolidar un genuino
Estado de derecho constitucional, respetuoso de la pluralidad de formas de
vivir y pensar.
http://es.wikipedia.org/wiki/Usuario_Discusión:Ricardo.milla.t
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