lunes, 9 de abril de 2007

SOBRE LA NECESIDAD DE “MITOLOGÍAS DEMOCRÁTICAS”


APUNTES SOBRE EL CONFLICTO ENTRE LA ÉTICA CÍVICA Y LA CULTURA AUTORITARIA[1]


Gonzalo Gamio Gehri [2]



"La lucha contra la historia es, indirecta e inconscientemente, lucha por una
nueva cultura."



MARTIN HEIDEGGER


La siguiente es una breve reflexión acerca del ya viejo conflicto entre la ética cívica y la cultura autoritaria, planteada desde el particular predicamento de nuestra hora presente. Hoy – como ayer – los vientos del autoritarismo prometen seguir soplando en nuestras tierras, y la recepción de esas promesas de parte de un sector de la población pone a prueba el talante y el espíritu de nuestra recién recuperada democracia. El panorama político estremece y preocupa. La mayoría de las ofertas electorales de la campaña presidencial pasada aseguraban la necesidad de un “gobierno fuerte”, observante de los temas de ‘seguridad nacional’ como asuntos prioritarios sobre la vigencia de los procesos democráticos y las consideraciones sobre la memoria y reparación de las víctimas de la violencia interna. En esta línea de reflexión, algunas de las planchas presidenciales propuestas por los partidos políticos en las circunstancias de la contienda electoral del 2006 contaban con viejos adversarios de la causa de la defensa de los Derechos Humanos; otros candidatos proponían una “nueva amnistía” para los militares acusados por crímenes de lesa humanidad, pretendiendo con ello capturar parte del voto militar y policial que ya estaba en juego. Contábamos además con candidatos que rechazaban en bloque el “sistema” y prometían recuperar los ideales milenarios del “Perú profundo”, aún a costa del recurso al empleo de la fuerza y la arbitrariedad. La sombra del funesto dictador de los noventa no ha terminado de esfumarse tampoco. El anhelo de “mano dura” de parte de algún sector de la sociedad parece encandilar el corazón, una vez más, de las fuerzas que promueven el “orden” y la violencia en el país: el miedo, y sobre todo el preocupante sentimiento de impotencia presente en muchos ciudadanos peruanos – sentimiento que alimenta una actitud escéptica respecto de sus propias capacidades como agentes políticos – conspira en su favor, y amenaza con aderezar el festín autoritario.

Estas alternativas “políticas” amenazan con poner – una vez más – a “foja cero” el tema de la transición democrática, y su agenda en materia anticorrupción y en lo relativo al importante trabajo de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Pareciera que nuevamente caminamos por el filo de la navaja, y que la ilusión de afianzar la transición política corre el peligro de extinguirse si no nos esforzamos por dirigir el pensamiento y la acción hacia su defensa. Ante la escasa preocupación de la autodenominada “clase dirigente” por la tema de los derechos humanos y la configuración de un ethos democrático, la ciudadanía en general y los miembros de la sociedad civil organizada tendrían que plantearse seriamente estos problemas, y examinar críticamente las ofertas totalitarias – las explícitas tanto como las veladas - que pretenden ahogarlos en el discurso monocorde de la “mano dura” o en los triviales slogans y las sonrisas fingidas de las campañas electorales. En un contexto político en el que los medios de comunicación concentran su interés en el debate menudo de la más inmediata coyuntura, y que las fuerzas partidarias están sumergidas en el juego de seducción sobre el electorado, resulta imperativo destacar para la opinión pública el tema de las posibilidades de la formación ciudadana y la cultura democrática en una sociedad fracturada (y mayoritariamente desencantada de la política) como aquella en la que vivimos. Desde este horizonte de preocupaciones, voy a concentrar mi análisis en los desafíos de la ética cívica en su polémica con el imaginario autoritario – recurrente en la historia del Perú – de la mano de algunas intuiciones personales acerca del problema de la educación democrática en el país.

1.- La ética cívica frente al espíritu de tutelaje.

¿Cómo es posible la afirmación de una ética cívica en una sociedad con una resistente tradición autoritaria que mina la lucha ciudadana por la vigencia del Estado de Derecho y los Derechos Humanos? Desde el terreno de la teoría política, Alexis de Tocqueville y Hannah Arendt han insistido en que la disposición a la ciudadanía activa constituye una condición esencial para la preservación de la democracia como sistema institucional y como forma de vida en común. En particular Tocqueville nos ha advertido acerca de la posible coexistencia entre formas despóticas de administración del poder y el respeto formal de ciertos procedimientos democráticos, como los procesos electorales[3]. Podemos entregar el poder cada cinco años a un “líder carismático” o a una “élite política”, presuntamente gerencial, que tome las decisiones por nosotros, sin la existencia de mecanismos de vigilancia o debates al interior de la sociedad civil. Elegiríamos entonces cada cierto tiempo a los supremos administradores de un enorme “poder tutelar” que descargue de nuestros hombros la responsabilidad de discutir y coordinar acciones concertadas, pero por lo mismo – y con un único movimiento – que termine recortando las posibilidades efectivas de ejercer nuestros derechos políticos[4]. Tocqueville insistía, en ese sentido, en la necesidad de combinar el sistema de derechos y procedimientos democráticos con la participación directa de los ciudadanos a través de la formación o el fortalecimiento de espacios públicos de interacción y debate al interior de “instituciones intermedias”, como las organizaciones que componen la sociedad civil.

Esta figura tocquevilliana del “poder tutelar” es una penosa realidad en el Perú republicano: cuando no padecemos una dictadura feroz y corrupta como la de Fujimori, un sector de nuestra población añora la “mano dura” de algún “iluminado” que concentre los poderes y pueda eventualmente llevarnos por el oscuro camino del desarrollo sin libertad. Muchos anhelan llevar a su realización lo que Arendt describía como la sustitución del ‘poder democrático’ – la capacidad del ciudadano de actuar en concierto - por el uso de la fuerza, en otras palabras, la tiranía[5]. Los momentos democráticos y los regímenes civiles han sido tan fugaces y escasos en la corta vida independiente que llamar a esta etapa histórica “república” puede resultar cuando menos un exceso verbal. Como ha aseverado Alberto Flores Galindo, para muchos peruanos, sin un caudillo no existe “la posibilidad de la eficacia en la política nacional”[6]. La forja de consensos y la dinámica del debate puede resultarles un trámite engorroso e innecesario frente al actuar enérgico y determinado del líder y sus colaboradores.

El clientelismo político constituye una práctica extendida – no sólo en los regímenes de facto, también en los interludios democráticos, sobre todo en los contextos electorales – en nuestra sociedad; se recurre a él como un mecanismo perverso y eficaz de captación de votos en un país que padece graves desigualdades sociales y económicas que son utilizados en nombre de los intereses de poder de cierta “clase política”. Pero el autoritarismo posee un rostro cultural de amplio arraigo no sólo en los sectores empobrecidos: también posee un alto poder de seducción entre los estamentos altos. El imaginario de la (autodenominada) “clase dirigente” ha estado dominado por mucho tiempo por la presuposición de que la república peruana tiene (o debería tener) como guía para su desarrollo histórico a dos “instituciones tutelares”: las fuerzas armadas y la Iglesia Católica. Caudillos y pastores. No existe nada más funesto para el proyecto democrático que esta clase de concepciones de inspiración conservadora[7]. Sin embargo, la existencia de este ideario “político” de viejo cuño es un dato de nuestra realidad histórica que no debería sorprendernos en absoluto. Resulta profundamente revelador el constatar que tradicionalmente los rituales medulares de las festividades patrias están estrechamente vinculadas con una actitud reverencial ante estas formas de “tutelaje”: las festividades mencionadas siempre se inician con la celebración del Te Deum y finalizan con un fastuoso desfile militar. Sabemos que además estos eventos cuentan con la atención de muchísima gente.

2.- La educación autoritaria y la necesidad de reescribir la historia.

Este espíritu contrasta nítidamente con el proyecto de una ética cívica, fundamental para la formación de una cultura política ciudadana. La actitud democrática requiere de una cierta mentalidad ilustrada, secular y civil, básica para la defensa de los Derechos Humanos, la práctica de la tolerancia y del espíritu crítico, así como la valoración del pluralismo y la participación política directa[8]. En una auténtica democracia, los ciudadanos son señores de sí mismos, no los tutela nadie. No constituye un secreto para nadie que la educación de los jóvenes en el Perú – tanto la educación pública como la privada – no está precisamente dirigida a la adquisición y la discusión crítica de estos valores cívicos. Montesquieu señalaba en Del espíritu de las leyes que una genuina república de ciudadanos sólo puede fortalecerse a través de la práctica de la virtud cívica, concebida como “el amor a la patria y a la igualdad"[9]. Sin un cierto sentido de pertenencia a la comunidad política (el cuerpo de instituciones y leyes que determina la estructura básica de la sociedad, que subyace en lo público a las diversas comunidades locales que habitamos), la viabilidad de la democracia se enrarece peligrosamente. No obstante, carecemos de una paideia democrática en el Perú que pueda fortalecer esta clase de vínculos[10]. Esta paideia no consiste en un “saber teórico” o “técnico” – no es epistéme ni techné -, sino sabiduría práctica, consistente en la adquisición reflexiva de hábitos y formas de discernimiento libre que son indispensables para el ejercicio de la ciudadanía (por ello mi evocación explícita a la noción griega de formación). Es esta una tarea pendiente en el país.

No practicamos la democracia en las aulas, tampoco nos iniciamos como agentes en sus relatos e ideales constitutivos. Tampoco la práctica del disentimiento y la reflexión libre son actividades comunes en el ejercicio del magisterio. El reconocimiento igualitario rara vez se evoca como un valor; se nos suele educar en relaciones asimétricas y se nos exhorta a reconocer el valor implícito en el acto de “seguir eficazmente órdenes sin dudas ni murmuraciones”, como si se tratase de la vida marcial, porque “el que obedece no se equivoca”. En la práctica de la educación peruana suele identificarse el ‘patriotismo’ con la formación de cierto talante militarizado, presente por ejemplo en la relación autoritaria entre maestros y estudiantes, en la casi inexistencia de una cultura de la discusión en las aulas, así como en el énfasis escolar en el cultivo de una “disciplina férrea”, que exige la obediencia a las directivas del maestro. Si la vida en las aulas no constituye nuestra primera experiencia de participación en un espacio público dialógico, la posibilidad del cultivo de hábitos democráticos en la adultez se debilita severamente.

Como resultado de esta mentalidad educativa vertical y militarizada, se ha convertido en una costumbre nacional hacer que los estudiantes escolares muestren su ‘patriotismo’ imitando el comportamiento marcial en las festividades patrias, saliendo a marchar a las calles a la usanza militar, al son musical de una banda de guerra. El Perú es uno de los pocos países del mundo en los que los niños y los jóvenes obligatoriamente marchan como militares como parte de la tarea educativa, y son estimulados a expresar amor a su comunidad y a su historia de esa forma. Ni ilustración ni educación en la civilidad (es preciso mencionar que existen algunas excepciones a esta regla, pero que estas se cuentan sólo en ciertos colegios privados, generalmente experimentales). Si esa es la simbología y la mitología práctica que alimenta el “imaginario patrio” ¿Cómo esperamos que los jóvenes se sientan impulsados a actuar hoy y mañana como ciudadanos, que no aplaudan los golpes – o autogolpes – militares (o “cívico – militares”), o que no toquen la puerta de los cuarteles, o que no invoquen fervorosamente el retorno de los dictadores, en busca de una “mano dura” que los someta y que administre el poder por ellos?[12] ¿Cómo abrigar la esperanza en que puedan llegar a sentirse próximos a la memoria del sufrimiento de las víctimas inocentes del conflicto armado interno, de modo que no interpreten la tragedia del terror y la represión como “inevitables daños colaterales” o los necesarios “costos sociales” de la “pacificación”, o incluso de la “revolución”?

Considero que una auténtica educación democrática – basada en el cultivo de una conciencia civil – requiere la erradicación de esta clase de rituales militarizados que refuerzan la mentalidad autoritaria y la ficción funesta de la necesidad de “instituciones tutelares” para garantizar la “seguridad nacional”, y la presunta “buena salud” de sus organizaciones. Sin duda la crítica y el cambio de esta visión de las cosas suponen transformaciones aún más profundas en la agenda educativa. Pensemos un momento en la manera en que se imparten los cursos de historia del Perú y educación cívica, por ejemplo, en la figura del “culto a los héroes”. Resulta claro que las comunidades políticas necesitan parcialmente ‘modelos humanos’ que puedan ser inspiradores para la acción de sus miembros (aunque evidentemente una comunidad democrática requiere, en mayor medida que un panteón heroico, una “tradición” de deliberación pública y ejercicio ciudadano del poder político). Caemos en la cuenta que aquí opera también con suma intensidad el credo militarista. Pareciera que prácticamente no existiesen en la historia peruana héroes civiles. O los héroes son militares – esto es, guerreros actuando en el campo de batalla, es sabido que el Perú no contaba entonces con un ejército profesional – o son civiles involucrados de algún modo con la lógica del conflicto violento, fundamentalmente alguna guerra externa. La mayoría de nuestros héroes son militares, varones, generalmente muertos en acción.

¿Es que no existen en los registros de la historia héroes civiles, personajes paradigmáticos vinculados a actividades no violentas, héroes del Estado, la cultura, el pensamiento, la fe, que hayan tenido relevancia en la forja de la historia de nuestra comunidad? Ciertamente, no es el caso que no existan individuos de singular relevancia en los procesos de la historia del Perú, individuos asociados con el cultivo de la civilidad. Que se sepa, un Vizcardo y Guzmán o un Toribio Rodríguez de Mendoza son tan relevantes para el proceso de emancipación como un Túpac Amaru o un San Martín; lo mismo podría decirse de Cáceres y Basadre respecto del período republicano. Aquí se plantea nuevamente el viejo conflicto entre la pluma y la espada. El hecho que hayamos sido educados en una historia basada en el “culto a los héroes” – no por ejemplo, en la comprensión de procesos sociales de mayor alcance basados en el fortalecimiento de instituciones o en movimientos de inclusión social y política - y que estos héroes sean ‘militares, varones, generalmente muertos en acción’, revela claramente la (no tan secreta) intención de infundir una cierta imagen de país – y fundamentalmente, de su proyecto político implícito – por parte de quienes escribieron la historia del Perú y diseñaron el currículum escolar en esta materia. Se trataba de educadores e historiadores empapados en el ethos del tutelaje militar, que aspiraban a que esta imagen desarrollara en los jóvenes formas de adhesión al credo ideológico que representa. El aprendizaje de una historia escrita en esa clave ha reforzado, desde entonces y hasta hoy, la afirmación de una mentalidad autoritaria y la condescendencia frente a los regímenes antidemocráticos que han “desfilado” por nuestra historia política en nuestra corta vida como Estado independiente.

Necesitamos otra historia, si lo que queremos es forjar una ética cívica. Una historia que infunda en nosotros el cuidado de la libertad y el ejercicio del diálogo, propios de un ethos ciudadano, una historia que fortalezca nuestra lealtad a un régimen constitucional y nuestra valoración de las capacidades del ciudadano y del individuo independiente, que “piensa por sí mismo”. Esta invocación, no obstante, podría generar alguna confusión teórica sobre lo que significa ‘escribir la historia’: conviene, por tanto, introducir una breve aclaración epistemológica que pueda despejar malentendidos potenciales a este respecto. La escritura de la historia es fruto de un proceso selectivo que involucra decisivamente la subjetividad del historiador, así como el horizonte hermenéutico que subyace a sus modos de pensar e investigar. En general, el hombre de ciencia reaproxima al tema que examina desde el trasfondo significativo de sus inquietudes, creencias, valoraciones y pensamientos[13]. Puede – y debe, por supuesto - explicitar y someter a crítica gran parte de estos pre-juicios, pero su reflexión no puede sino partir de supuestos que orientan su trabajo conceptual. En el caso del pensar histórico, ese conjunto de elementos pre-comprensivos intervienen en la composición de una historia coherente e ineludiblemente comprometida con ciertas articulaciones de valor.

¿Estamos diciendo con ello que el historiador altera los eventos del pasado, o los “inventa”? Nada de eso. Cuando el historiador se dispone a construir su historia, tiene ante sí un conjunto de eventos, personajes, acciones y procesos que son elementos potenciales de una historia con sentido. Ese conjunto constituye su material de trabajo. El historiador decide – en nombre de ciertos criterios y razones que debe hacer explícitos en espacios académicos y ciudadanos – qué eventos, personajes, acciones y procesos se hacen relevantes para formar parte de una historia significativa para nosotros. No hay pues (ni puede haber) una historia completamente “objetiva” y socialmente desinteresada: ella siempre descansa en ciertas interpretaciones – susceptibles de ser discutidas por académicos y por ciudadanos al interior de espacios públicos – acerca de la clase de sociedad en la que queremos (o no queremos) vivir.

Mi punto aquí es que a la historia autoritaria y militarizada presente en los planes de estudio escolares subyace una opción política antidemocrática, que a menudo ha sido una herramienta “eficiente” para la conservación de las dictaduras y el fortalecimiento de la servidumbre voluntaria en el país. Si queremos promover realmente la cultura democrática y la construcción de la ciudadanía debemos asumir el reto de reescribir nuestra historia, desplazando el criterio de la selección hacia aquellos valiosos – aunque escasos – ‘momentos fundantes’ de la civilidad en la historia del Perú, exaltando los gestos de heroísmo ciudadano y el cultivo de la deliberación pública. Piénsese, por ejemplo, en el debate y la difusión de las ideas ilustradas en la Lima del siglo XVIII en el Convictorio de San Carlos, o en la lucha ciudadana contra la dictadura de Fujimori y Montesinos entre 1997 y el 2000. El propio Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación ofrece una nueva interpretación crítica de la historia peruana reciente centrada en la defensa de las víctimas de la violencia terrorista y de la represión estatal. Sin una historia hilvanada desde la práctica y la discusión de los valores democráticos no será posible combatir con éxito la tentación autoritaria, que hoy tanto como ayer toca las puertas de nuestra aun precaria comunidad política.

3.- A modo de conclusión. La búsqueda de un “Rubicón espiritual”.

Reformar nuestros rituales comunitarios y reescribir la historia desde los valores y los problemas que plantea una ética cívica son dimensiones de lo que podríamos describir como la formulación y discusión de mitologías democráticas, entendidas en términos de un conjunto de narrativas vitales (en el sentido originario de la expresión griega mythoi, es decir, relatos) que interpretan críticamente nuestras acciones compartidas como generadoras de espacios públicos e instituciones para el ejercicio de la libertad política y la lucha contra la exclusión; su configuración apela al trabajo de la cultura en todas sus formas: vida cotidiana, arte, ciencias, literatura[14]. “Mitología” no es concebida aquí en su sentido coloquial, como sinónimo de sistema de ficción literaria o religiosa; más bien se trata de una categoría filosófica que alude a un conjunto de ideales prácticos, movilizadores del pensamiento crítico y la práctica social, en el sentido que Hegel, Hölderlin y Schelling usan este término en el célebre Primer programa sistemático del Idealismo Alemán de 1797.[15]

No se trata, por supuesto, de proponer simplemente una ideología como sustituta de otra: componer una narrativa vital implica el ejercicio de la interpretación crítica; hilvanar una narrativa en este contexto supone someter a interpelación los sentidos que los ciudadanos les asignamos a nuestras instituciones y a nuestra vida en común. Más que inculcar sin más “creencias democráticas” – lo cual constituiría una operación paternalista, evidentemente no democrática - lo que se busca es promover el cuidado de capacidades políticas vinculadas a la reflexión, el diálogo, el reconocimiento de los derechos de los demás y el cultivo de la sensibilidad frente a las diferencias y los lazos concretos con los otros. Se trata de configurar nuevos imaginarios sociales y políticos críticos (así, en plural) – basados en la deliberación pública tanto como en la defensa de las libertades cívicas y la lucha por la igualdad civil y la justicia – que nos impulsen a la vindicación de una cultura política democrática y que contribuyan a desterrar aquellas metáforas y suposiciones de corte despótico, que han subordinado a los ciudadanos al arbitrio de los “poderes tutelares” a los que hemos aludido supra. Un ideario pluralista disponible al escrutinio público, una suerte de humus ético que aliente el ejercicio de la autonomía y la percepción de nosotros mismos como ciudadanos, sujetos corresponsables de nuestro destino común de vida. Respecto de estos asuntos no hay milicia ni clero que pueda imponer legítimamente su opinión. En los fueros de los espacios públicos – en los que todos son bienvenidos como participantes en pie de igualdad - la única autoridad que uno puede invocar en su favor es la del mejor argumento.

Estas mitologías democráticas apelan por igual al desarrollo de vínculos de pertenencia a un sistema político como al cultivo irrenunciable del espíritu crítico del individuo: lo que ellas buscan como impulsoras de la cultura política es la erradicación de las formas culturales de autoritarismo, presentes, por ejemplo, en la imagen conservadora que concibe la existencia de “instituciones tutelares” que orientan al ciudadano en materia de una “recta política”. En una comunidad libre, no existe otra autoridad política que la que configuran los ciudadanos comprometidos con la res publica. En la antigua república romana existía una importante tradición respecto de las relaciones entre el ejército y el gobierno civil de Roma. Cuando las legiones romanas marchaban a librar las guerras externas que el Estado le ordenaba librar de acuerdo con la ley – el ejército representaba al senado romano, no olvidemos la inscripción SPQR (Senatus populusque romanus), presente en cada uno de en los estandartes de la legión[16] – sabían que a su regreso debían observar celosamente un mandato crucial: no podían atravesar el Rubicón. El ejército debía disolverse y dejar las armas antes de cruzar el río, de modo que los soldados y jefes militares entrasen a la ciudad sencillamente como hijos de Roma. La asamblea de ciudadanos sabía muy bien que si el ejército irrumpía en Roma, armado y triunfal, la fascinación de la gente por la victoria y la gloria bélicas podrían ‘convencer’ al general de turno a sentirse predestinado por los dioses a asumir el timón de la civitas en calidad de dictador: ello lo llevaría a disolver el senado y concentrar todo el poder entre sus manos. La república separaba sabiamente las funciones de la civilidad y de la legión. La ciudadanía gobierna, la legión sólo debe proteger las fronteras de Roma y enfrenta a sus enemigos. Si cada una de estas organizaciones cumple con su rol, entonces la justicia ha sido honrada. El Rubicón constituía un límite para las pretensiones de los hombres de armas[17]. Creo que este caso pone de manifiesto una profunda lección moral ante nosotros; la civitas romana (más allá –evidentemente - de las significativas distancias en el espacio y en el tiempo) tiene algo importante que enseñarnos sobre el sentido de la vida política. La república peruana requiere de la existencia – en sus instituciones, pero fundamentalmente en el seno de la cultura, en la mente y el corazón de sus ciudadanos – de un “Rubicón espiritual” que garantice el respeto por el sistema político democrático.

[1] Una primera versión fue publicada en Páginas 197 Lima Febrero 2006 pp. 46 – 55. Agradezco los comentarios y sugerencias de Alessandro Caviglia, Humberto Quispe, Miguel Ángel Ruiz y Fidel Tubino.
[2] Gonzalo Gamio Gehri es Licenciado en filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú y es candidato al título de Doctor por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España) donde ha obtenido también el Diploma de Estudios Avanzados (DEA del Doctorado en Filosofía). Actualmente es profesor en la PUCP y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
[3] Véase Tocqueville, Alexis de, La democracia en América Madrid, Guadarrama 1969.
[4] Véase Guerrero, Juan Antonio "De la sensación de libertad al ejercicio de la libertad" en: Feijó, Lydia y Ricardo Pinilla Atreverse a pensar la política Madrid, UPCo 2001 e Idem, “Sobre el futuro de la libertad. Los hábitos del corazón de la vida urbana y el ejercicio de la ciudadanía” en: Razón y Fé Tomo 243 N° 1227 Enero de 2001 pp.41 - 53.
[5] Consúltese Arendt, Hannah La condición humana Madrid, Seix Barral 1976 pp. 264 - 7.
[6] Flores Galindo, Alberto La tradición autoritaria Lima, APRODEH – Sur 1999 p. 39.
[7] Los prejuicios de la política conservadora excluyen de antemano la existencia de un ejército con vocación democrática o de una Iglesia partidaria del pluralismo, quizá a causa de los referentes históricos de su posición: los caudillos militaes del siglo XIX y la Iglesia pre-conciliar.
[8] En esta línea, Rousseau ya había caracterizado al ethos republicano en términos de una religión cívica (y James y Dewey recogieron esta caracterización en el siglo XX), un enfoque que buscaba combinar el sentido de pertenencia con el trabajo del pensamiento libre. Cfr. Rorty, Richard Forjar nuestro país Barcelona, Paidós 1999.
[9] Montesquieu, Del espíritu de las leyes Madrid, Sarpe 1984; tomo I p.31.
[10] Me he ocupado de este punto en Gamio, Gonzalo "Eficacia técnica y esfera pública" en: Santuc, Vicente, Gamio, Gonzalo y Chamberlain, Francisco Democracia, sociedad civil y solidaridad Lima, CEP 1999; pp.209-229.
[12] Lamentablemente, si consideramos la coyuntura política actual generada por el nuevo gobierno y el nuevo escenario social, estamos bastante lejos de tomar medidas en una dirección cívico-democrática: luego de una serie de avances en el contexto del gobierno de transición, la tan esperada reforma de las Fuerzas Armadas se ha detenido; se han frustrado, asimismo, los intentos por redefinir doctrinalmente – al interior de los centros de formación militar - las relaciones entre el poder civil y los institutos armados en el marco de los principios del Estado de Derecho y la cultura de los Derechos Humanos; del mismo modo, los trabajos vinculados a la justicia transicional se han detenido en el nivel de las políticas públicas. Medidas estatales (y campañas mediáticas) en contra las ONG que se ocupan de el tema pretenden debilitar la presencia de la sociedad civil en temas de vigilancia cívica y formación ciudadana. Funcionarios públicos del régimen actual han manifestado su intención de generar los mecanismos políticos para volver a implantar el servicio militar obligatorio y a proponer un curso de instrucción pre-militar en la educación secundaria.
[13] Véase el importante debate al respecto generado por la importante obra de Hans – Georg Gadamer, Verdad y Método. Cfr. Gadamer, Hans – Georg Verdad y método Salamanca, Sígume 1979.
[14] Me he ocupado del tema de las narrativas vitales en Gamio, Gonzalo “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” op.cit.
[15] Véase Hegel, G.W.F. “Primer programa sistemático del Idealismo Alemán” en: Escritos de juventud México: FCE, 1986 pp. 219 -20.
[16] Cfr. Taylor, Charles “La política liberal y la esfera pública” en Argumentos filosóficos Barcelona, Paidós 1997 p. 346.
[17] Sabemos cuáles fueron las terribles consecuencias de la decisión de Julio César de irrumpir en Roma con su ejército: la república dejó de existir para siempre.

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