Gonzalo Gamio Gehri
Pasadas las
elecciones presidenciales de junio, muchos ciudadanos sentimos que los peruanos
nos hemos salvado de enfrentar una nueva etapa autoritaria en el Perú. Semanas
atrás, pensábamos que, o no teníamos claridad sobre el movimiento de las tendencias
electorales en pugna, o que el resultado sería otro. El último tramo de la
campaña se revelaba como una noche llena de misterio; en el mejor de los casos,
no se podía avizorar un desenlace. Finalmente, la opción política que en el
último mes se planteó la defensa del sistema de derechos y la institucionalidad
democrática como elemento básico de campaña ganó en la segunda vuelta.
Una victoria con
tan estrecho margen debe llevarnos a hacer una estricta reflexión acerca del
estado de la cultura democrática en el país, así como discutir la posibilidad
de que ella se vea fortalecida en el futuro. La mentalidad autoritaria es muy
poderosa e influyente en el Perú. Las perspectivas asociadas con el elogio del
imperio de la autoridad y de la “mano dura” por lo general tienen acogida en
períodos de crisis, tiempos en los que prima el sentimiento de inseguridad y
desconfianza entre la población. No sólo inseguridad y desconfianza frente a la
acción de los representantes y las instituciones, sino incluso frente al
comportamiento de sus conciudadanos. En etapas de estabilidad, las ideologías
autoritarias o proclives al uso de la violencia se evidencian ante la opinión
pública como extravagantes e irracionales, son claramente objeto de ironía y
cuestionamiento. Es cierto que no sólo
nosotros enfrentamos un clima de ansiedad – regiones de Europa también están
viviendo una época de incertidumbre y sentido de fragilidad propiciada por los
hechos de violencia que se han desencadenado
allí en los últimos años -, pero es cierto que en el Perú se ha
instalado un discurso antidemocrático basado en el caudillismo y el tutelaje
que ha calado hondo en la mente y en el corazón de muchos compatriotas.
Se trata de un
fenómeno complejo que ha sido estudiado en detalle por diversos especialistas,
entre los que destaca Alberto Flores Galindo[1].
La mentalidad autoritaria constituye una amenaza permanente para la vida pública.
La idea de que un líder carismático ha de guiar al pueblo para la realización
de su destino, así como la presuposición de que existen “instituciones
tutelares” – las fuerzas armadas o la Iglesia católica - que orientan
significativamente el curso de la vida del país, constituyen suposiciones que
están presentes en nuestra sociedad. El equilibrio de poderes o la deliberación
cívica como instrumento de control político son identificados a menudo como
principios inútiles y engorrosos que obstaculizan la toma de decisiones que se
requiere para tomar decisiones importantes en la escena política.
La propuesta
autoritaria estuvo a punto de tener acceso al poder por la vía electoral.
Quienes estamos comprometidos – ya sea
desde la academia, desde las organizaciones de la sociedad civil o desde los
fueros del sistema político - con una comprensión de la democracia como una forma de vida que se consolide y eche raíces en territorio peruano debemos
hacer una severa autocrítica acerca de lo que hemos dejado de hacer o hemos
hecho mal en la tarea de fortalecer el sentido de la ciudadanía y el valor de
la distribución del poder en nuestra sociedad.
Existen diversos frentes que esa autocrítica debe esclarecer con rigor[2].
Quisiera referirme esta vez a dos de estos niveles. En primer lugar, la
comprensión de la democracia como una condición necesaria para la justicia
social y el desarrollo; en segundo, lugar, examinaré la exigencia ética de
edificar una genuina cultura política democrática centrada en el cultivo de la
ciudadanía.
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