domingo, 28 de febrero de 2016

LA RAZÓN PRÁCTICA Y EL EXAMEN DE LAS TRADICIONES*





Gonzalo Gamio Gehri  [1]


El enfoque de la educación ciudadana implica el cuidado de una ética de la deliberación. Se concentra en la práctica del discernimiento, la evaluación crítica de principios y propósitos para la acción. El ciudadano es en primera instancia un agente libre capaz de examinar y elegir a conciencia diversos cursos de acción al interior de la comunidad política y las instituciones, sopesar sus resultados, así como asumir sus consecuencias.  El ejercicio de la libertad – en particular, en el contexto de la acción y la discusión en la esfera pública – constituye el centro de gravedad de la ciudadanía.

La razón práctica constituye – de acuerdo con la Ética de Aristóteles - una facultad humana básica para el logro del bien y las virtudes. En el contexto de la discusión académica actual, es considerada una capacidad fundamental en el enfoque de desarrollo humano elaborado por Amartya K. Sen – que prefiere denominarla “agencia” – y figura en la lista de capacidades sustanciales formulada por Martha Nussbaum en las dos últimas décadas. Esta disposición permite a las personas intervenir en el proceso de formular y ponderar argumentos, así como someterlos a discusión en los foros de la academia, el sistema político y la sociedad civil. Ella constituye un rasgo distintivo del comportamiento específicamente humano.

El trabajo de la razón práctica implica necesariamente el examen crítico de los motivos culturales y las tradiciones que con frecuencia se manifiestan como matrices de las prácticas sociales. La fidelidad a una tradición no es por sí misma una “virtud”: depende de qué prácticas y fines promuevan las tradiciones. Resulta crucial desde un punto de vista ético-político que podamos distinguir con claridad si tales fuentes justifican acciones y propósitos justos o compatibles con una idea sensata del florecimiento humano y la justicia social. Se trata de evaluar en qué medida las costumbres y los principios que formula la tradición son racionalmente consistentes, y si éstos incrementan o limitan nuestra libertad, o si realizan o bloquean nuestras capacidades sustanciales. Esta tesis se funda en una lectura aristotélica de los bienes humanos; en los últimos años, Martha Nussbaum ha desarrollado una versión de esta lectura encarnada en una lista de capacidades: vida; salud física; integridad física; sensibilidad, imaginación, pensamiento; afiliación; emociones; razón práctica; otras especies; ocio y juego; control sobre el entorno[2].

La tradición no puede tener la última palabra; debe de ser discutida por sus usuarios y por quienes, en diversas circunstancias, toman contacto con ella. Es preciso añadir que las tradiciones – y en general,  las culturas – constituyen sistemas dinámicos, expuestos a un proceso de transformación hermenéutica y social, motivada en gran medida por la deliberación y el trabajo crítico. Las culturas no permanecen igual a sí mismas, se reformulan a través del tiempo. Sus científicos, sus poetas, sus teólogos y filósofos se ocupan de explorar sus potencialidades reflexivas y narrativas, pero también llevan a cabo esta actividad crítica sus usuarios comunes, cuando experimentan conflictos significativos – incluso radicales – en las tradiciones. Recordemos a Antígona, planteándose la terrible situación de tener que elegir entre observar el edicto vigente establecido por la autoridad política (y dejar insepulto a su hermano) o invocar las leyes divinas y dar entierro debido a Polinices. La tragedia de Sófocles examina asimismo el punto de vista de los miembros de la pólis frente a este sensible predicamento. Esa clase de decisiones difícilmente deja las cosas como están. Este tipo de conflictos, deliberaciones y elecciones propician cambios en la comprensión de las culturas y del lugar de los agentes en ellas.

La evaluación crítica de las tradiciones no sólo constituye una forma fundamental de libertad de conciencia y de expresión de pensamiento, constituye un derecho consagrado en cualquier sociedad democrática. El ejercicio de la razón práctica permite que las personas examinen el lugar de la pertenencia cultural en sus propias vidas, de modo que puedan discernir qué aspectos de la cultura pueden orientar sus acciones y modos de vivir y cuáles entre ellos son dignos de rechazo o de indiferencia. Las culturas que habitamos constituyen el trasfondo hermenéutico de nuestra reflexión, pero importantes regiones de ellas pueden ser susceptibles de una interpelación racional[3]. Ese trasfondo acompaña nuestras actividades deliberativas, pero puede ser reformulado parcialmente en la construcción del discernimiento práctico; dichos procesos apuntan a la elección consciente de cursos de acción y hábitos que puedan otorgarle sentido a nuestra existencia y – en un plano político - conducir la práxis cívica.





* Se trata de la 4° parte  de un texto presentado en la revista electrónica de Foro Académico.

1]Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas del Perú y de España.

[2]Cfr.Nussbaum, Martha C. Crear capacidades. Barcelona, Paidós 2012.
[3] Desde un punto de vista fenomenológico,  no es posible escudriñar racionalmente (simultáneamente) todos los aspectos de nuestros horizontes: sólo podemos examinar progresivamente diversos aspectos de los mismos, puesto que los horizontes hermenéuticos no son meros “objetos”.

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