Gonzalo
Gamio Gehri
Las
festividades de fiestas patrias han vuelto a poner sobre el tapete la cuestión
de si el Perú debería afirmarse cabalmente como un Estado laico. Es razonable
pensar que otorgarle el estatuto de “oficial” a una celebración religiosa
puntual como la Misa
y Te Deum podría violar el principio del trato igualitario frente a los credos
y visiones del mundo, una de las columnas básicas de la democracia liberal. Se
trata de un asunto que es preciso examinar con cuidado.
Podemos aseverar que un Estado es laico en la medida en que
cumple con estas tres condiciones: a) si no existe una religión oficial; b) si
se protege la libertad religiosa; c) si existe independencia entre Estado e iglesias. Al interior de
las sociedades contemporáneas habitan personas y pueblos que suscriben
diferentes concepciones acerca del sentido de la vida, de lo divino o la
trascendencia: religiones, cosmovisiones seculares, etc. Es preciso respetar
esa diversidad. Un Estado democrático reconoce el derecho de los ciudadanos a
creer en alguna religión o a no creer. No se pronuncia sobre la validez de las
confesiones o visiones del mundo, deja esa tarea a las personas, a los foros de
deliberación y debate presentes en las comunidades de investigación y las
organizaciones religiosas. Un Estado democrático se ocupa estrictamente de las
cuestiones de justicia, a saber, garantizar los derechos y libertades básicas
de los ciudadanos.
Si el Estado
promoviera un solo credo identificándolo como verdadero – si fuese un Estado
confesional, a la manera de las monarquías del medioevo o al estilo de algunas
comunidades asiáticas – estaría discriminando a quienes suscriben otras
creencias o han elegido la increencia religiosa: trataría de modo desigual a
sus ciudadanos. Resulta claro que esa forma de desigualdad no es compatible con
la democracia. Hay quienes aducen que se debería brindar un trato preferencial
a la religión mayoritaria, aquella que converge con las tradiciones locales.
Quienes así argumentan olvidan que la democracia no se ocupa de proteger sólo
los derechos de las mayorías, sino los derechos de todos y cada uno de los
ciudadanos. El recurso a las encuestas de opinión no tiene lugar aquí, en la
medida en que lo que está en juego son las libertades individuales básicas. El
cuidado de estas libertades entraña la capacidad de someter a crítica las
propias tradiciones, y alentar su transformación si existen buenas razones para
hacerlo.
Si el
compromiso fundamental de un Estado democrático consiste en la defensa del sistema
de derechos y el cultivo del pluralismo, cabe preguntarse cuál sería el lugar
de las religiones y las visiones del mundo en una democracia liberal. Hay que
señalar que los demócratas no intentan “confinar a las religiones a la sacristía”,
como sugieren tendenciosamente ciertos actores conservadores. Sostener que debe
separarse claramente el ámbito religioso del político no significa desterrar
las confesiones a la más radical intimidad o a la meditación solitaria. El
lugar de la reflexión sobre el espíritu y el sentido de la existencia no es el
Estado, pero sí un amplio conjunto de instituciones pertenecientes a la
sociedad civil. Se trata de espacios abiertos al diálogo en torno a argumentos
y experiencias que puedan nutrir nuestras prácticas e ideas que versan sobre lo
que otorga o priva de significado a la vida (la búsqueda del saber, el trabajo,
la fe, los vínculos cotidianos). Las
diversas iglesias y comunidades religiosas constituyen una parte de la sociedad civil; en una democracia sólida, ellas
cooperan entre sí, actúan y discuten con otras instituciones sociales y con el
propio Estado, con el fin de esclarecer y mejorar los modos de pensar y de
vivir de las personas.
Un genuino
Estado democrático reconoce el enorme valor de las distintas religiones y las
visiones del mundo en la construcción de la identidad, en el discernimiento y
las decisiones de las personas. Muchas reflexiones sobre la justicia, la
solidaridad y la libertad provienen de esa fuente, aunque no se agotan en ella.
Movimientos sociales importantes
involucrados en la abolición de la esclavitud o la defensa de los derechos de
minorías poseen una herencia religiosa tanto como una herencia secular. La
propia separación entre la
Iglesia y el Estado – la “autonomía de lo temporal” – es un principio
que tiene raíces bíblicas y que está presente en el ideario del Concilio
Vaticano II. Las cuestiones de justicia básica – capacidades sustanciales, derechos
humanos y libertades individuales – apelan a disposiciones y prerrogativas
humanas que trascienden las fronteras culturales y religiosas. Pueden
traducirse a un lenguaje más universal, el lenguaje público de los derechos. Sus
exigencias pueden ser comprendidas más allá de los fueros exclusivos de las
tradiciones locales. Ese conjunto de principios básicos constituye la
estructura de una sociedad democrática. Se trata de una sociedad que convoca y
reúne por igual a quienes creen y a quienes han decidido no creer.
(Aparecido en la columna virtual La periferia es el centro del diario La República)
Entiendo y comparto tu posición Gonzalo. Cabe decir que estamos en una democracia fallida en donde el clero antepone sus intereses (mundanos o espirutales) a los del estado (que también tiene sus grandes problemas) y el estado cobarde agacha la cabeza.
ResponderEliminarA diferencia de lo que se piensa en EEUU, por ejemplo, creo que la mejor manera de tener un estado plurireligioso de entendimiento no es eliminar el curso de religion (o su equivalente) de las escuelas, es hacerlo un curso multireligioso. ¿Por qué enseñar sólo cristianismo, o judaísmo o budísmo?. Quieres un estado laico, no puedes eliminar la religion. Algunas personas las necesitan como tabla de salvación. Pero si puedes enseñar tolerancia mostrando que, finalmente, todas las religiones buscan lo mismo. Paz de espíritu.
Un gusto saber de ti luego de tantos años
Un abrazo
Jose