Gonzalo Gamio Gehri
En los últimos sesenta años,
buena parte de las luchas contra el ejercicio indiscriminado de violencia –
perpetrado por terceros o por el propio Estado -, así como las movilizaciones
sociales y políticas convocadas en nombre de la inclusión y la libertad, han
invocado la idea de la defensa de los derechos humanos como un motivo
central. Los derechos humanos se han
convertido en una causa moral de gran importancia, y no cabe duda de que
existen buenas razones para ello. La idea de proteger a los individuos en su
dignidad y libertades – y cuidar las condiciones para que éstas puedan ser
protegidas efectivamente – constituye una fuente ética y política de compromiso
crucial en las democracias liberales.
Desde entonces, los filósofos se
han preguntado por el “estatuto epistemológico – moral” de los derechos
humanos, si tenemos esos derechos por el “hecho” de ser animales humanos, si
los poseemos del mismo modo que estamos dotados de un cuerpo, o de la razón, o
incluso si estos derechos podrían alguna vez extenderse y proteger a los
animales no humanos (convirtiéndose en algo así como “los derechos de todos los
animales”). Esta clase de formulaciones han tenido lugar tanto en la academia
como en sectores del activismo. Dejemos de lado por el momento el tema de los
derechos de los animales – que constituye una cuestión filosófica relevante y
particularmente polémica desde la última década y más -, y concentrémonos en
los derechos humanos en cuanto tales. Concuerdo con Rorty y con Appiah respecto
de las dificultades filosóficas para definir una “naturaleza humana” en un
sentido denso, y coincido con ellos (en la estela conceptual del pragmatismo)
que resulta más interesante pensar filosóficamente los derechos humanos como
herramientas sociales, construidas históricamente, pero también como focos
razonables de un saludable consenso racional intercultural centrado en la
defensa de la dignidad y las libertades de los individuos.
Una investigación de tipo
metafísico – esencialista no nos llevará muy lejos, particularmente si
reconocemos que la causa de los derechos humanos es fundamentalmente práctica. En este punto el consejo de
los pragmatistas es lúcido. Lo que buscamos es construir son prácticas sociales
e instituciones conducentes a garantizar estos derechos fundamentales
consignados en la Declaración Universal
de la posguerra. Los derechos humanos forman parte de una cultura (Rorty), sedimentada en nuestras constituciones, en
los principios de la ley local y del derecho internacional, y no sólo en el discurso
académico. Los pragmatistas (y los hermeneutas) consideran que resulta más útil
generar formas de pedagogía basadas en el cuidado de la empatía y el
discernimiento de las emociones que en la tarea de fundamentar ontológicamente
(o antropológicamente) tales derechos. Diseñar herramientas sutiles para lidiar
con nuestro mundo en el marco del respeto de los derechos humanos. Por supuesto, la filosofía aporta decididamente a la cultura de los derechos humanos examinando conceptualmente estas herramientas sociales, discutiendo sus posibilidades en el horizonte de la ética y de la política. Rorty y Appiah contribuyen con reflexiones en esta dirección. Su sano agnosticismo
metafísico nos devuelve al saludable terreno de la práctica (y en la arena filosófica y política de nuestros espacios de razón pública).
Definitivamente, se trata de prevenir y
conjurar formas de violencia directa, estructural y simbólica (Galtung) desde
el terreno de las instituciones concretas y las prácticas sociales.
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