Gonzalo Gamio Gehri
Se cumplen
cincuenta años del famoso discurso de Martin Luther King jr. Yo tengo un sueño, pronunciado ante el Lincoln Memorial. El
discurso se convirtió en un poderoso símbolo moral y político para el movimiento por los derechos
civiles de los afroamericanos en los Estados Unidos. Luther King era un
conocedor de la tradición cívica que cimentó la Constitución norteamericana y
era un intérprete persuasivo y lúcido del texto bíblico. Sus conmovedoras
palabras se nutren a la vez del legado de la reflexión religiosa y del impulso
moral por la defensa de la dignidad de todos los seres humanos. La construcción
del mensaje observa aquello que John Rawls llama “estipulación”, el proceso de
configuración del discurso público – dirigido a todos, pues apunta a la
consolidación del sistema de derechos e instituciones que organiza las bases mismas de
una sociedad democrática –, aunque tenga resonancias de una fuente particular,
religiosa, moral o filosófica. Se nutre de los derroteros de una doctrina
comprensiva, pero confluye en el tipo de argumentación que ofrece el ejercicio
de la razón pública [1].
Veamos. El
discurso asume inicialmente el registro conceptual del esfuerzo cívico por la
construcción de una comunidad moral y política observante de la igualdad civil
y las libertades cívicas. Este ideal está presente en el pensamiento de los
padres fundadores y de los abolicionistas norteamericanos, y debe dirigir su
energía crítica a combatir las restricciones de la ciudadanía a cualquier
consideración por razones de etnia, género o estatus socioeconómico. La
ciudadanía democrática debe ser universal
o no es ciudadanía.
“Hace cien años, un gran
estadounidense, cuya simbólica sombra nos cobija hoy, firmó la Proclama de la
emancipación. Este trascendental decreto significó como un gran rayo de luz y
de esperanza para millones de esclavos negros, chamuscados en las llamas de una
marchita injusticia. Llegó como un precioso amanecer al final de una larga
noche de cautiverio. Pero, cien años después, el negro aún no es libre; cien
años después, la vida del negro es aún tristemente lacerada por las esposas de
la segregación y las cadenas de la discriminación; cien años después, el negro
vive en una isla solitaria en medio de un inmenso océano de prosperidad
material; cien años después, el negro todavía languidece en las esquinas de la
sociedad estadounidense y se encuentra desterrado en su propia tierra.
Por eso, hoy hemos venido aquí a dramatizar una
condición vergonzosa. En cierto sentido, hemos venido a la capital de nuestro
país, a cobrar un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra república
escribieron las magníficas palabras de la Constitución y de la Declaración de
Independencia, firmaron un pagaré del que todo estadounidense habría de ser
heredero. Este documento era la promesa de que a todos los hombres, les serían
garantizados los inalienables derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de
la felicidad”.
Más
adelante, el discurso asume una
tonalidad bíblica muy clara. Se remite así a la exigencia de construcción de una
comunidad inclusiva a partir de la esperanza judeo-cristiana – nítidamente profética y parrética – acerca de la
derrota final de la injusticia y el logro de la fraternidad de todas las
criaturas de Dios. Esa impronta espiritual nutre una profunda reivindicación
ciudadana en materia de derechos humanos y justicia pública.
“Esta es nuestra esperanza. Esta es la fe con la
cual regreso al Sur. Con esta fe podremos esculpir de la montaña de la
desesperanza una piedra de esperanza. Con esta fe podremos trasformar el sonido
discordante de nuestra nación, en una hermosa sinfonía de fraternidad. Con esta
fe podremos trabajar juntos, rezar juntos, luchar juntos, ir a la cárcel
juntos, defender la libertad juntos, sabiendo que algún día seremos libres.
Ese será el día cuando todos los hijos de Dios
podrán cantar el himno con un nuevo significado, "Mi país es tuyo. Dulce
tierra de libertad, a tí te canto. Tierra de libertad donde mis antecesores
murieron, tierra orgullo de los peregrinos, de cada costado de la montaña, que
repique la libertad". Y si Estados Unidos ha de ser grande, esto tendrá
que hacerse realidad” [2].
Aunque los referentes morales y espirituales de los últimos
pasajes arriba citados nos remiten a un lenguaje religioso y a una práctica
espiritual puntual y específica, su resonancia política alcanza a un público considerablemente
mayor, comprometido con la causa de los derechos y el universalismo moral. Allí reside la fuerza histórica del inflamado y sabio mensaje de Luther King jr., aquel día de agosto del 63. Creyentes de otras confesiones y no creyentes entendieron este mensaje y lo
compartieron, y lo mismo puede decirse de ciudadanos con otras características
físicas y con otros orígenes culturales. El espíritu del discurso asume el
contenido y la forma de la vindicación pública de los derechos y libertades que
debe poseer y poner en ejercicio todo ciudadano de una sociedad democrática. Las raíces espirituales del mensaje pueden revelar una fuente particular, pero puede encarnarse en
el tipo de argumentación y causa ética que moviliza a cualquier agente político que
asume el discurso pluralista de la igualdad civil.
[1]
Cfr. Rawls, John “Una
revisión de la idea de la razón pública” en: El derecho de gentes y “Una
revisión de la idea de la razón pública”
Barcelona, Paidós 2001, examínese especialmente el capítulo 4.
Hola Gonzalo.
ResponderEliminarTe invito a mi nuevo blog:
http://espiritualidaddelmundotradicional.blogspot.com/
Sofía.
Estimada Sofía:
ResponderEliminarFelicitaciones. Visitaré tu blog.
Saludos,
Gonzalo.