Gonzalo Gamio Gehri
El punto de partida de cualquier enfoque de derechos humanos es un sentido básico de justicia e injusticia. La percepción del ser humano como un ser intrínsecamente digno, fin y no exclusivamente medio de transacciones y arreglos sociales y políticos, constituye el derrotero conceptual hacia tal sentido de justicia. Se trata de un terreno común en las concepciones ilustrada y cristiana de la persona. Como señalábamos en el post anterior, los cristianos describen a los seres humanos como seres creados por un Dios amante, los filósofos del siglo XVIII, por su parte, consideraron que el hombre es esencialmente un animal capaz de actuar conforme a principios que pueden ser cimentados y examinados en virtud del trabajo de la razón. No se trata de interpretaciones que necesariamente se excluyan entre sí. De hecho, muchos de nosotros suscribimos ambos puntos de vista sin mayores dificultades de orden conceptual.
La violencia física y psicológica (violencia directa) la opresión socioeconómica y la represión política (violencia estructural), la discriminación y el falso reconocimiento (violencia simbólica) son formas expresas de lesión de esa dignidad. Para el pensamiento ilustrado se trata de modos de instrumentalización y cosificación de los agentes racionales. Para la tradición judeocristiana, se trata de ofensas contra la integridad del hombre y contra Dios. Voy a detenerme ahora en el examen de algunos elementos del cristianismo que encuentro especialmente relevantes para la defensa de los derechos humanos.
Al pensamiento judeocristiano subyace una ética del encuentro con el otro. Incluso conceptos aparentemente abstractos como ‘verdad’ (en hebreo, emeth) tienen en el universo hebreo y cristiano una connotación claramente intersubjetiva. El término emeth alude a la actitud de fidelidad y confianza en una relación yo-tú que constituye un “nosotros” concreto. Actuar conforme a la verdad implica actuar en el horizonte de los términos de la Alianza de Dios con su Pueblo, fiándose de la Promesa del Padre. La verdad no nos remite a la relación con un objeto o con un contenido mental, sino a una relación dialógica con lo divino que se anticipa y concretiza en la relación interhumana; el sentido judeocristiano de lo verdadero “nos coloca en el ámbito de una relación entre personas”, sostiene Gustavo Gutiérrez, “y no entre personas y conceptos”. Este interpretación encarnada de la verdad como forma de actuar con los otros se plantea en el Segundo Testamento en términos de la práctica de la caridad. La concepción cristiana de la salvación no alude a la observancia de una doctrina, sino al cultivo del amor y el compromiso con el débil: dar de comer al hambriento, visitar al enfermo o al preso (Mateo 25). En esta línea de reflexión, la “medida” de nuestro amor a Dios es el amor al prójimo; “Si uno dice “yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso. Si no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”.
La tradición judeocristiana ofrece una lectura de la historia centrada en el sufrimiento de las víctimas. “La religión verdadera y perfecta ante Dios nuestro Padre, consiste en esto: ayudar a los huérfanos y a las viudas en sus necesidades y no contaminarse con la corrupción de este mundo”. Dios nos pide misericordia, no sacrificios. En las últimas décadas, importantes teólogos como Johann Baptist Metz y Gustavo Gutiérrez han destacado la centralidad del sufrimiento de quien es considerado in-significante en la historia espiritual que narra el cristianismo. Mientras el pensamiento europeo suele darle un lugar de privilegio a la perspectiva de los vencedores o a las hazañas de los héroes (Carlyle), o identifica la matriz de sentido en los conflictos políticos (Hegel) o económicos (Marx), la tradición judeocristiana le otorga un lugar especial a la perspectiva de quienes están expuestos injustamente a una muerte prematura: el pobre, el vencido, la víctima. Metz describe este enfoque como antihistórico. La ética cristiana tiene una veta profundamente contracultural, pues “nos obliga a contemplar el theatrum mundi no sólo partiendo de quienes han logrado sus objetivos, sino también desde el punto de vista de los vencidos y de las víctimas”. Este enfoque entraña una ética de la memoria, en tanto el re-cuerdo del daño producido al otro nos invita a conjurar la injusticia, a proteger al débil y a ponerse en su lugar. Para Metz la memoria de Auschwitz constituye un referente fundamental para esta ética: “a la vista de aquel horror”, afirma en una entrevista, “ya nadie sabía dónde tenía la cabeza ni dónde le latía el corazón”. Incluso desde un punto de vista litúrgico y sacramental, cada misa re-memora – y re-vive – el sufrimiento injusto de un inocente, el Propio Jesús de Nazaret, que padeció muerte de cruz. El cristianismo nos invita a ver en el otro que sufre el rostro del propio Cristo, y a actuar en su favor. La memoria del sufrimiento del inocente impulsa al creyente cristiano a comprometerse con el proceso de transformación de la condición injusta.
El cristianismo propone una ética de la compasión y de la no-violencia. La víctima es una criatura concreta, el sufrimiento que padece sólo puede ser comprendido de cara al contexto del daño padecido y sus secuelas. “Compadecerse” es sentir con el otro, ponerse en su lugar a partir de los recursos que nos ofrecen la imaginación y la reflexión. Sin la operación fundamental de la empatía no hay ética posible, ni en el nivel de la experiencia ni en el de la indagación. La empatía nos permite abrirnos a la vulnerabilidad del otro, así como des-cubrir nuevos aspectos de nuestra propia vulnerabilidad. Ese con-tacto interhumano fundamental puede poner en movimiento el ágape propiamente dicho.
El ágape – por definición – no tiene límites ni obedece a condiciones exteriores (1 Corintios 13). El prójimo es otro concreto, pero la condición de prójimo no está sujeta a restricciones. Las determinaciones de género, raza, cultura, sexualidad, situación legal no plantean limitaciones al cultivo del ágape. La radicalidad del mensaje trasciende el imperativo de la no-violencia. El Evangelio incluso ordena amar al enemigo, y no resistir a los malvados.
“Yo les digo a usteds que me escuchan: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen; rueguen por los que los maltratan”.
Una serie de argumentos, percepciones y valoraciones vinculan al cristianismo – en tanto concepción de la vida buena – con la causa universalista de los derechos humanos. Por supuesto, la fe cristiana también tiene otros importantes frentes que atender, tanto en lo espiritual como en lo ético (piénsese, por ejemplo, en las reflexiones de Benedicto XVI en la encíclica Caritas in Veritate sobre la necesidad de considerar en desarrollo en un sentido integral). No obstante, a la Iglesia le preocupa combatir la progresiva deshumanización presente en distintos ámbitos de la vida social contemporánea, las relaciones idolátricas y cosificantes que promueve la concentración de poder económico y político. En ese sentido, la construcción de una auténtica cultura de derechos constituye una de sus prioridades.
Gonzalo:
ResponderEliminar¡Este escrito sí es bello!
Sin embargo, no sólo se deben tener en cuenta los derechos humanos, sino también los derechos de nuestros hermanos los animales y los del planeta en su integridad de acuerdo con el orden espiritual de la realidad y con los valores universales que se desprenden de este: caridad, compasión, sinceridad, etc.
Los Evangelios son bellos e inspirados por el espíritu divino en gran medida, pero no cabalmente. Ningún libro sagrado es perfecto y está exento de errores: siempre termina por infiltrarse algún aspecto humano de carácter maligno entre las palabras de inspiración divina. Sucede que a lo proveniente del reino celeste se suman los prejuicios de sus trasmisores, sus defectos personales, así como limitaciones dadas por el entorno cultural. Lo divino se mezcla y deforma con lo histórico.
Los Evangelios cuentan con algunos pasajes violentos que no son santos, como sí lo son la mayoría. Debemos aprender a diferenciar el trigo de la cizaña, pues se encuentran entrelazados.
En cuanto al Antiguo Testamento, no me fío para nada de él: está infestado por una presencia diabólica. Sólo cuenta con un mínimo de pasajes que sí son santos.
La Caridad resplandece por encima de todo.
Estimada Sofía:
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Discrepamos sobre el Antiguo Testamento, pero estamos de acuerdo sobre los derechos de los animales.
Quien disfruta con el sufrimiento del animal por razones rituales (Tauromaquia, peleas de gallos, etc.), no conoce nada de Patricio o de Francisco de Asís.
Sobre los derechos de los animales, cfr. Nussbaum "Las fronteras de la justicia".
Saludos,
Gonzalo.
Gonzalo,
ResponderEliminarTu respuesta a Mademoiselle de Maupin me parece insincera. Yo he sido alumno tuyo y alguna vez te he visto comiendo una hamburguesa de carne de vaca. ¿Cómo puedes hablar de los derechos de los animales? ¿No te parece una falta de coherencia? ¿O será que te has hecho vegetariano en los últimos años?
Creo que la única forma coherente de respetar la naturaleza y los derechos animales es optando por no contribuir a su sacrificio y eso supone ser vegetariano necesariamente.
¿Ah sí? Yo jamás como hamburguesas en la PUCP o en la UARM, porque bueno, las cafeterías....así que no has podido verme. Creo que ya sé de que esquina virtual viene la cosa.
ResponderEliminarEn fin. Sí como carne, aunque de manera dosificada. El cuerpo humano está hecho (dentadura ad hoc, sistema digestivo, etc.) para ingerir carne y proteínas animales.
Me refería, como el comentario lo evidencia, a que estoy en contra del sufrimiento animal por razones "rituales". Me parece innecesario y cruel. No veo allí ninguna "ontología". Quizá no debí usar una expresión tan amplia como "derechos animales". Podemos estar en armonía con la creación comiendo animales, pero la crueldad ritual con los animales me parece repelente.
En fin, no lo distraigo más. Seguro tendrá otros "eventos" que atender.
Saludos,
Gonzalo.