(UNA NOTA SOBRE CRISTIANISMO. PODER Y SECULARIZACIÓN)
“¿No han leído cierta Escritura? Dice así: la piedra que los constructores desecharon llegó a ser la piedra principal del edificio: esa fue la obra del Señor y nos dejo maravillados”
(Mateo 21, 42)
Gonzalo Gamio Gehri
Definitivamente, el poder – la capacidad de generar estados de cosas, y particularmente influir de manera decisiva en la conducta de las personas y en el curso de las instituciones – constituye una tentación sumamente peligrosa, por el potencial violento y destructivo que entraña. La frase de John Acton: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe completamente” se manifiesta verdadera; los efectos degradantes de la concentración del poder los percibimos por doquier[1]. La lucha ético-cívica contra esta forma de pleonexía (la lucha, en definitiva, por la distribución del poder, por el control democrático del poder), me llevó a aproximar posiciones con el liberalismo político y con el humanismo cívico (la perspectiva de la extrema izquierda tiene una historia irresuelta con las dictaduras, una historia terrible y cuestionable); esta idea me llevó a considerar el profundo valor moral de novelas como Lord of the Rings como exponentes notables de la crítica del afán de poder.
El cristianismo constituye una poderosa narrativa ético-espiritual contra esta forma de corrupción y de acumulación, asociada con la idolatría y la injusticia. En el Evangelio encontramos una serie de testimonios interesantes de esta actitud que confronta el poder con el amor y con el servicio. Esto se pone de manifiesto desde la propia postulación cristiana de un Hijo de Dios que se entrega incondicionalmente a los demás, y muere. Un Dios vulnerable, por así decirlo. Un Dios que pone límites a su propio poder. Uno toma contacto con la vida de Jesús de Nazaret y constata la ausencia de todo acto de prepotencia o de manipulación, operaciones asociadas con el poder. Cuando multiplica los panes y los peces, la multitud quiere convertirlo en rey, pero él se retira. Jesús invita a seguirlo, despierta libertades y capacidades, pero no usa la fuerza ni impone su voluntad sobre nadie. Predica un mensaje de libertad y amor, y vive conforme a él. Esa radical consistencia vital constituye una de las fuentes de la autoridad que otros reconocen en Él. La figura del poder sólo aparece en términos de tentación (Mateo 4).
Lo que siguen son algunas reflexiones personales sobre este importante tema. Una de las claves importantes para acercarse al mensaje cristiano es el proceso de secularización, en la senda conceptual planteada por Hegel, Taylor y Vattimo. Muchas mentes precipitadas – víctimas del prejuicio – lo identifican con una suerte de “abandono del espíritu”, cuando precisamente se trata de lo contrario. Antes de Jesús se establecía una frontera estricta entre lo “sagrado” y lo “profano”: determinados ritos (el šabbāt, por ejemplo), algunos lugares (el templo), ciertas personas (pertenecientes a la casta sacerdotal) eran “sagrados”, por oposición a otras prácticas, personas o lugares “ordinarios”. Evidentemente, Jesús respetaba y participaba de las prácticas religiosas de su tiempo, pero sostuvo que estas estaban al servicio del hombre. No despojó de espiritualidad estas prácticas, pero proclamó que el espacio privilegiado de esa espiritualidad está en la relación con el otro. En el compromiso con los otros – particularmente con los más débiles – tiene lugar el encuentro con el Padre. No encontramos en el magisterio jesuánico algún énfasis especial en el templo, en la tierra o en el šabbāt como la sede de lo “sagrado”. Lo sagrado reside en la práctica del amor (“Misericordia quiero y no sacrificios”, proclama el Primer Testamento), y esta acontece en el mundo ordinario (2). La secularización alude a la atención a la temporalidad como horizonte de sentido de la acción humana. En esta línea de reflexión, la secularidad nos remite a la encarnación, principio vital del mensaje de Jesús.
Esta distancia frente al ritualismo imperante hace que Jesús se convierta en el foco de las sospechas y de la hostilidad de los fariseos, la élite sacerdotal de la época, quienes tenían un enorme poder sobre las conductas y las conciencias de los habitantes del lugar. Son ellos los que se preocupan por la rigurosa observancia de la “ortodoxia” doctrinal y la corrección ritual ("¿Se han lavado las manos?", "¿Respeta lo que ha sido dispuesto para el šabbāt?"). Mientras tanto, Jesús se pregunta cuánto amor entregamos, y no duda en poner como ejemplos de entrega incondicional a seres humanos que no pertenecen al pueblo elegido (el buen samaritano, el centurión, etc.). Evidentemente, no desestima los elementos formales de la religión, pero rechaza la falta de espíritu característica de un formalismo vacío. Constituye una pavorosa contradicción el cumplir con todos los servicios religiosos, y al mismo tiempo dedicarse a la difamación de las personas. Por ello llama a los fariseos hipócritas.
El cristianismo plantea asumir libremente seguir a Jesús. Ello implica servicio y compromiso incondicional con los otros, particularmente con los más vulnerables (el pobre, la viuda, el forastero); implica no prestar oídos a los cantos de sirena del poder. Implica también el ejercicio de la profecía, la crítica del poder constituido cuando éste trasgrede los principios de la justicia o vulnera la dignidad de los seres humanos. Y el cultivo de la parresía – la disposición espiritual para hablar libremente y con verdad en situaciones adversas – cuando se trata de confrontar el poder en nombre del Reino. Como Jesús frente a los fariseos (o frente a Pilato). Es esta una dimensión fundamental del mensaje cristiano que tendemos a olvidar.
Definitivamente, el poder – la capacidad de generar estados de cosas, y particularmente influir de manera decisiva en la conducta de las personas y en el curso de las instituciones – constituye una tentación sumamente peligrosa, por el potencial violento y destructivo que entraña. La frase de John Acton: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe completamente” se manifiesta verdadera; los efectos degradantes de la concentración del poder los percibimos por doquier[1]. La lucha ético-cívica contra esta forma de pleonexía (la lucha, en definitiva, por la distribución del poder, por el control democrático del poder), me llevó a aproximar posiciones con el liberalismo político y con el humanismo cívico (la perspectiva de la extrema izquierda tiene una historia irresuelta con las dictaduras, una historia terrible y cuestionable); esta idea me llevó a considerar el profundo valor moral de novelas como Lord of the Rings como exponentes notables de la crítica del afán de poder.
El cristianismo constituye una poderosa narrativa ético-espiritual contra esta forma de corrupción y de acumulación, asociada con la idolatría y la injusticia. En el Evangelio encontramos una serie de testimonios interesantes de esta actitud que confronta el poder con el amor y con el servicio. Esto se pone de manifiesto desde la propia postulación cristiana de un Hijo de Dios que se entrega incondicionalmente a los demás, y muere. Un Dios vulnerable, por así decirlo. Un Dios que pone límites a su propio poder. Uno toma contacto con la vida de Jesús de Nazaret y constata la ausencia de todo acto de prepotencia o de manipulación, operaciones asociadas con el poder. Cuando multiplica los panes y los peces, la multitud quiere convertirlo en rey, pero él se retira. Jesús invita a seguirlo, despierta libertades y capacidades, pero no usa la fuerza ni impone su voluntad sobre nadie. Predica un mensaje de libertad y amor, y vive conforme a él. Esa radical consistencia vital constituye una de las fuentes de la autoridad que otros reconocen en Él. La figura del poder sólo aparece en términos de tentación (Mateo 4).
Lo que siguen son algunas reflexiones personales sobre este importante tema. Una de las claves importantes para acercarse al mensaje cristiano es el proceso de secularización, en la senda conceptual planteada por Hegel, Taylor y Vattimo. Muchas mentes precipitadas – víctimas del prejuicio – lo identifican con una suerte de “abandono del espíritu”, cuando precisamente se trata de lo contrario. Antes de Jesús se establecía una frontera estricta entre lo “sagrado” y lo “profano”: determinados ritos (el šabbāt, por ejemplo), algunos lugares (el templo), ciertas personas (pertenecientes a la casta sacerdotal) eran “sagrados”, por oposición a otras prácticas, personas o lugares “ordinarios”. Evidentemente, Jesús respetaba y participaba de las prácticas religiosas de su tiempo, pero sostuvo que estas estaban al servicio del hombre. No despojó de espiritualidad estas prácticas, pero proclamó que el espacio privilegiado de esa espiritualidad está en la relación con el otro. En el compromiso con los otros – particularmente con los más débiles – tiene lugar el encuentro con el Padre. No encontramos en el magisterio jesuánico algún énfasis especial en el templo, en la tierra o en el šabbāt como la sede de lo “sagrado”. Lo sagrado reside en la práctica del amor (“Misericordia quiero y no sacrificios”, proclama el Primer Testamento), y esta acontece en el mundo ordinario (2). La secularización alude a la atención a la temporalidad como horizonte de sentido de la acción humana. En esta línea de reflexión, la secularidad nos remite a la encarnación, principio vital del mensaje de Jesús.
Esta distancia frente al ritualismo imperante hace que Jesús se convierta en el foco de las sospechas y de la hostilidad de los fariseos, la élite sacerdotal de la época, quienes tenían un enorme poder sobre las conductas y las conciencias de los habitantes del lugar. Son ellos los que se preocupan por la rigurosa observancia de la “ortodoxia” doctrinal y la corrección ritual ("¿Se han lavado las manos?", "¿Respeta lo que ha sido dispuesto para el šabbāt?"). Mientras tanto, Jesús se pregunta cuánto amor entregamos, y no duda en poner como ejemplos de entrega incondicional a seres humanos que no pertenecen al pueblo elegido (el buen samaritano, el centurión, etc.). Evidentemente, no desestima los elementos formales de la religión, pero rechaza la falta de espíritu característica de un formalismo vacío. Constituye una pavorosa contradicción el cumplir con todos los servicios religiosos, y al mismo tiempo dedicarse a la difamación de las personas. Por ello llama a los fariseos hipócritas.
El cristianismo plantea asumir libremente seguir a Jesús. Ello implica servicio y compromiso incondicional con los otros, particularmente con los más vulnerables (el pobre, la viuda, el forastero); implica no prestar oídos a los cantos de sirena del poder. Implica también el ejercicio de la profecía, la crítica del poder constituido cuando éste trasgrede los principios de la justicia o vulnera la dignidad de los seres humanos. Y el cultivo de la parresía – la disposición espiritual para hablar libremente y con verdad en situaciones adversas – cuando se trata de confrontar el poder en nombre del Reino. Como Jesús frente a los fariseos (o frente a Pilato). Es esta una dimensión fundamental del mensaje cristiano que tendemos a olvidar.
* Las ideas planteadas en este texto constituyeron la base de las respuestas que dí a una entrevista realizada en Radio María - una emisora católica local - sobre el tema Dios y el Poder, el día 19 de julio de 2008.
[1] Agradezco a Héctor Ñaupari por el iluminador diálogo sobre el legado de Acton.
[1] Agradezco a Héctor Ñaupari por el iluminador diálogo sobre el legado de Acton.
(2) Estoy en deuda con Vicente Santuc, Omar Castrillo y Eduardo Arens en torno a la cuestión teológica de la Encarnación.
Gonzalo:
ResponderEliminarAlabo la criticidad con que enfocas este tema.
Pienso que, como planteas es necesario revisar en qué categorías estamos ubicando y presentando nuestro cristianismo.
Ya pasó el tiempo en que se buscó la "esencia del cristianismo" y se rechazaron cuantas propuestas vinieron debido a su contenido "ateo". Lo cierto es que hemos sentado bases muchas veces sobre el CRATOS y no sobre el AGAPE, tal y como Jesús de Nazareth lo exigió a sus seguidores.
Vivimos nuevos tiempos, es necesario que nuestra Iglesia no tenga miedo y responda a las exigencias del hoy. Y eso implica una mirada retrospectiva, capacidad de autocriticarse y afrontar con valentía el mensaje de Jesús buscando el Reino en el mundo. Contra el fariseísmo moral y excesivo, contra el temor al "nuevo fantasma que recorre Europa", contra la intolerancia, Jesús nos dice: "Busquen el reinado de Dios y todo lo demás será añadido" (Mt. 6, 33)
Cenveda:
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo. La Iglesia vive la tensión espiritual entre el ágape (Evangelio) y el kratos (Constantino). La pregunta es ¿Cómo vivimos esa tensión?
Saludos,
Gonzalo.
Si aún recuerdo alguna de las clases donde entre filosofía hemos hablado de nuestra Iglesia, haciendo verdaderamente Teología Fundamental, hemos dicho en más d euna ocasión es necesario que regresemos al Carisma original.
ResponderEliminar¿La tensión bipolar entre Institución y Carisma no puede ser leída a la luz de una superación de ambas? Nuestro buen amigo Hegel puede seguir iluminándonos, ¿no lo crees así?
Paul Tillich habló al mundo de una teonomía donde Dios lo supera todo, incluso a la Iglesia ¿Acaso él necesita de ella?
La gloria de Dios es que el hombre viva, decía Irineo de Lyon, y cualquier intento de mejoría del hombre, sea por parte de cualquier filosofía -cristiana o no-, sea civil, "secular" o incluso atea, es una glosa al Evangelio.
No creo que haya respuesta para esa tensión mientras no nos dejemos guiar por el espíritu. A propósito, Nietzche decía que el verdadero pecado contra el espíritu santo es la carne sedentaria, pienso que estamos sentándonos y durmiéndonos en laureles de siglos pasados, en vez de afrontar con valentía los nuevos tiempos.
Un abrazo,