BUSCANDO UNA UNIVERSALIDAD CONCRETA
Gonzalo Gamio Gehri
El texto a continuación es parte de un artículo que publiqué en 1999 titulado Sobre la justificación postliberal de los Derechos Humanos, todavía bajo cierta influencia residual del mal llamado "comunitarismo". Hoy suscribo su contenido sólo en parte (mi perspectiva sobre el asunto ha cambiado bastante, sobre todo a partir de mis investigaciones sobre la memoria y el conflicto armado interno en el Perú desde el tiempo del trabajo de la CVR; hoy mi punto de vista está más cerca del pragmatismo de Rorty, del neoaristotelismo de Nussbaum y de la hermenéutica de Ricoeur y Todorov), pero constituye mi primera aproximación frente a las objeciones del relativismo cultural. Lo publico aquí mientras elaboro una versión de mis planteamientos actuales sobre este tema.
Más de uno de mis posibles objetores podría pensar que la perspectiva post-liberal que defiendo - el rechazo de la crueldad como principio articulador de la cultura occidental de los Derechos Humanos - sacrifica el potencial crítico universal de los derechos humanos al comprender los valores que los configuran como inseparables de una forma de vida concreta, que he reducido la validez de los derechos humanos a su observancia local, cerrada a otros contextos, en suma, se me podría acusar de que asumo una perspectiva relativista que condena mi posición en la práctica a la particularidad cultural, al silencio y a la inacción frente a costumbres que puedan resultar abiertamente violatorias de los Derechos Humanos.
Conocemos bien la concepción del relativismo cultural, pues ha sido una y otra vez criticada por los filósofos, a pesar de que con frecuencia no ha sido defendida seriamente en la historia de la filosofía posterior a Protágoras, con la excepción de algunos pensadores postmodernos. El relativista cultural afirma que nuestros conceptos morales sólo pueden ser usados correctamente al interior de un mundo de vida particular y que al no disponer de un parámetro moral que trascienda nuestros contextos vitales, no podemos reconocer prácticas o modos de actuar “superiores”o “mejores” y tenemos que concluir que no es legítimo desde el punto de vista de la ética juzgar las prácticas o las creencias morales de una cultura extraña o intervenir en el desenvolvimiento de sus costumbres. Quiero mostrar que si entendemos esto por relativismo entonces mi posición no puede ser considerada relativista.
En primer lugar, desde el punto de vista de la teoría, el relativismo cultural así formulado muestra graves inconsistencias. Primero entiende que nuestros juicios de valor encuentran su sentido de cara al sistema de creencias al que pertenecemos pero inmediatamente señala que no es correcto juzgar o intervenir en una cultura extraña. Sin embargo, esta segunda afirmación constituye un juicio de valor moral que pretende poseer alcances supra - contextuales, trasgrediendo la tesis de la base cultural de nuestras expresiones de aprobación o censura. La conclusión del relativista más bien encarna un principio que pretende ser universal, el principio de tolerancia, que dicho sea de paso, también es un valor situado[1].
Pero éste no es el problema del relativismo que yo quiero resaltar aquí. Creo que el relativista asume un concepto de racionalidad práctica que es más compatible con el procedimentalismo que con el contextualismo ético que yo he intentado desarrollar. Esto tiene que ver con los dos usos del término “universalismo”, que Hillary Putnam ha distinguido en su artículo “Pragmatismo y Relativismo”[2]. Putnam sostiene que con frecuencia confundimos el universalismo ético que asumimos cuando nos comprometemos con una causa o un curso de acción determinado, compromisos que suponen pretensiones pragmáticas de validez universal. Cuando me comprometo intensamente con un modo de vida o decido actuar de cierta manera, supongo en la práctica que en general cualquier persona que se halle en mi situación debería comprometerse con lo mismo (más allá de que mi elección haya sido correcta o no). Este universalismo pragmático contrasta con el típico proyecto moral ilustrado, con la idea de una “comunidad universal”, la utopía de una sociedad cosmopolita, el reino de los yoes desarraigados que llegan a las mismas conclusiones en materia práctica porque comparten una misma forma de racionalidad neutral que trasciende sus contingentes mundos de vida.
Como puede apreciarse, el agente moral situado, puesto que toma en serio los valores compartidos y articulados a través de las prácticas de deliberación con las que se involucra - en tanto constituyen aquello que ella o él reconocen como una vida con significado -, no puede evitar suscribir el universalismo en el primer sentido, de modo que juzgaría censurable alguna práctica propia de otra cultura que resultase radicalmente inaceptable desde su sistema de creencias al punto que probablemente estaría dispuesto a discutir acerca de ello. No obstante, no tendría porqué comprometerse con un universalismo del segundo tipo, no tendría que apelar, para persuadir a su interlocutor a un supuesto sistema de principios neutrales o a una cierta una comunidad ideal de seres racionales.
El contextualista post-liberal pues, al deliberar o ejercitar la crítica desde los valores con los que está comprometido, no aceptaría la conclusión práctica del relativismo, a saber, que hay que abstenerse de juzgar o criticar las prácticas de otra cultura. No es posible comprender y menos criticar una forma de vida sino desde los estándares morales del propio sistema de creencias, esto constituye una hipótesis hermenéutica elemental que no es posible soslayar sin una dosis de ingenuidad o autoengaño. El relativista, en cambio, asume un punto de vista exterior a su propia cultura de modo que contempla desde fuera las diferentes culturas sin encontrar alguna razón valedera para comprometerse con alguna de ellas, y, al pensar y actuar de esta manera, asume el punto de vista de la imparcialidad y de la subjetividad desarraigada. Una perspectiva que no puede defender quien está realmente involucrado moralmente con un mundo de vida particular.
¿Quiere decir esto que los miembros de otras culturas no podrían juzgar como válidos los valores expresados por los derechos humanos? Aunque – si lo que he estado argumentando a lo largo de mi exposición es correcto – la cultura de los derechos humanos en tanto tal no puede ser entendida a partir de un universal abstracto a la manera fundacionalista, ello no significa que estos mismos valores no podrían formar parte de una especie de “universal concreto” en el sentido hegeliano del término. Podríamos concebir los valores que los derechos humanos encarnan como la expresión occidental de un minimum moral, que recoge aspiraciones y exigencias morales que podríamos encontrar en otras culturas a través del diálogo intercultural –concebido como fusión de horizontes - y de la investigación empírica, en la búsqueda de posibles constantes humanas en materia práctica. Martha Nussbaum y Michael Walzer han orientado en esta dirección sus investigaciones en teoría moral, y mis propias ideas al respecto se inspiran en ellas[3].
Alguien podría intentar zanjar de una vez por todas esta discusión, alegando que muchos países no occidentales y no liberales suscriben la Declaración Universal, son firmantes de tratados internacionales sobre el tema y acuden a las cortes correspondientes cuando sienten que deben hacerlo - y cuando al gobierno de turno no se le ocurre romper con ellas-e incluso que los derechos postulados en la Declaración Universal son contemplados en las cartas constitucionales de la mayoría de los países del planeta. Tal argumento es válido y especialmente persuasivo, aunque también es demasiado tajante. Sin embargo, la existencia de prácticas – como la clitoridectomia –que siguen aceptadas todavía en algunas comunidades africanas parece indicar que es necesario que el diálogo sobre la pertinencia de los Derechos Humanos continúe.
Por razones de tiempo, no puede detenerme demasiado aquí sino tan sólo dejar apuntadas ciertas ideas al respecto. Los Derechos Humanos “de primera generación” parecen interpretar desde el vocabulario ético de la modernidad occidental un conjunto de exigencias relativas a lo que resulta inaceptable respeto del tratamiento de la vida humana. Se trata de preceptos formulados en negativo: se centran más en lo que no debemos hacer con nuestros semejantes. El ejercicio ilegítimo de la violencia, la opresión de los pobres son prácticas que han sido consideradas injustas por culturas diferentes. en diferentes épocas, aún cuando de hecho nuestra reacción frente a la violencia y la crueldad no tenga la misma intensidad en todas las latitudes. Hemos generado sistemas de valores y normas diferentes contra la violencia a partir de nuestras tradiciones locales, pero la valoración de la vida y el despliegue de las capacidades humanas es algo sobre lo que parece existir acuerdo. En el contexto del debate intercultural podríamos preguntar, por ejemplo, a lo islámicos africanos que practican la clitoridectomía, cómo es posible entender como compatibles esa práctica y la propia y arraigada comprensión del rechazo a la violencia (el creciente cuestionamiento de la clitoridectomía por parte de los miembros de la comunidad, puede ser un indicador de que sobre este tema existe una genuina tensión). Podríamos indagar si ellos escuchan la voz de las víctimas potenciales, o si están abiertos a ser persuadidos por las críticas de muchos hombres y mujeres, que perciben la clitoridectomía - en virtud de buenas razones, además - como una inadmisible mutilación de los cuerpos de las mujeres, que las imposibilita ejercer sus capacidades humanas para el goce sexual. Creo que el severo cuestionamiento de la clitoridectomía como una práctica lesiva es perfectamente viable.
Desde luego, plantear el asunto de la universalidad concreta de un minimum ético intrahistórico en términos de un diálogo entre culturas nos sitúa en medio de la complejidad del problema. Sólo a través de la practica podremos saber si la tesis del minimum se hace plausible o no. El abandono del modelo fundacionalista implica la renuncia a una instancia neutral que nos permita llegar sin mediaciones a un acuerdo definitivo sobre estos derechos. Pero dicha renuncia implica a su vez la posibilidad de sostener los Derechos humanos en un diálogo efectivo entre formas de vida diferentes y así responder – creo que con éxito - a la falaz acusación contramoderna de que los Derechos Humanos son una expresión más del imperialismo cultural. Si hacemos pasar nuestros esquemas occidentales por una moral objetiva no dialogamos con nadie; tampoco necesitaremos dialogar, sólo imponer un conjunto de evidencias. Esta es una forma peligrosa e irreflexiva de etnocentrismo, - el etnocentrismo de la neutralidad [4] - una posición que confunde sus raíces históricas con la razón a secas. Si abandonamos esta presuposición, entonces la búsqueda de valores cuya fuerza normativa podamos todos reconocer y sopesar requerirá de un diálogo intercultural en pie de igualdad. Desterrar de estos asuntos los criterios de la objetividad científica constituye un paso más en el reconocimiento de los bienes internos a los Derechos Humanos como una auténtica fuente de consenso práctico.
NOTAS.-
[1] Cfr. Williams, Bernard Introducción a la ética Madrid, Cátedra 1986, cap.3.
[2] “Pragmatismo y Relativismo”en: La herencia del pragmatismo Barcelona, Paidós 1996.
[3]Cfr. Nussbaum, Martha “Virtudes no relativas: un enfoque aristotélico”.en: Nussbaum, M. y Sen, A. La calidad de vida México, FCE 1996; Walzer, Michael Moralidad en el ámbito local e internacional Madrid, Alianza 1996. Tomo la expresión “minimalismo moral” de esta fuente.
[4] Me he ocupado de esto en "Ilustracion ad hoc?" (Version inedita).
no entendi relativismo cultural t.t
ResponderEliminarEl relativismo cultural es la doctrina por la cual los estándares de valor dependen de los esquemas culturales de cada comunidad.
ResponderEliminarSaludos,
Gonzalo.