Gonzalo Gamio Gehri
El Comercio. Perú, mayo del 2001.
En las últimas semanas, dos personajes públicos -célebres cultores de un cierto esnobismo periodístico y de la literatura postmoderna-han emprendido la aventura de fortalecer una iniciativa que ya había sido postulada y difundida en Internet: votar en blanco (o viciar el voto) en el próximo proceso electoral. Lo novedoso de la segunda fase de esta campaña es la peculiar lectura de sus recientes protagonistas, la interpretación de esta tercera opción como fruto de una decisión ética: "vota limpio, vota en blanco".
Lo que sugieren los defensores de esta tesis es que, dada la insatisfacción (o la decepción) de muchos ciudadanos respecto del temperamento y las propuestas de los dos candidatos que han pasado a la segunda vuelta, el voto en blanco expresaría un importante rechazo al escenario político configurado por las elecciones del 8 de abril. Invitan a quienes no votaron por Toledo o por García, o a quienes se hubieran "desencantado" de sus campañas, a no "mancharse las manos" comprometiéndose de mala gana con alguna de estas opciones y a no elegir el "mal menor" una vez más. Si no existe el candidato idóneo, más vale apoyar al tercer candidato, supuestamente el más limpio de todos.
Lo preocupante del caso es que se trataría del candidato más limpio porque precisamente no se trata de nadie en particular. Invocar la adhesión ciudadana al tercer candidato -a votar "en limpio"- sin evaluar las consecuencias políticas de esa iniciativa no sólo es expresión de falta de lucidez respecto de las circunstancias, a la vez que de un cierto aristocratismo intelectual; también es un síntoma de una auténtica falta de madurez moral y evidentemente una acción irresponsable. Es curioso que Álvaro Vargas Llosa afirme que examinar detenidamente las conexiones políticas de su decisión ética (abandonar las filas de Perú Posible y liderar esta nueva opción) implicaría "desnaturalizar el carácter moral de tal elección personal".
Como si la ética fuese un compartimento estanco, totalmente aislado de la política; como si el sentido de las decisiones éticas sólo debiera ser consultado con la propia conciencia sin confrontarlo con el espacio ciudadano; curioso destino de una decisión que pretende ser acogida por la opinión pública como una alternativa "orientada por valores civiles". ¿No es acaso la desvinculación entre la ética y la política precisamente una de las fuentes primarias de la profunda crisis moral e institucional que estamos viviendo?
Un diagnóstico valorativo de la propuesta del voto en blanco tiene que ser inevitablemente complejo. Tomado desde un punto de vista general y abstracto, se trata de una opción legítima, una posibilidad prevista por la ley. Tenemos el derecho de no votar por nadie. Concebido a priori, es una forma de compromiso electoral. En situaciones de estabilidad política y fortaleza institucional, votar en blanco o viciar el voto son formas legítimas y poderosas de protestar frente a la coyuntura, o incluso de ejercer un cierto derecho a la indiferencia política.
En tiempos de tribulación, como los que vivimos, un estadío de tránsito entre el abandono de una dictadura despiadada y el todavía incierto camino hacia la reconstitución de la institucionalidad democrática, la indiferencia ante las alternativas existentes puede ser un lujo que no podemos permitirnos. El desdén frente a las opciones reales de continuidad democrática -un olímpico "que otros se ensucien las manos, que decidan por mí"- podría ser interpretado como una expresión de cobardía, de renuencia a reconocer el entramado de valores, propósitos compartidos y consecuencias ético-políticas que nuestro contexto vital pone de manifiesto ante los ciudadanos. Una manera intimista y sofisticada de patear el tablero. La posición de este peculiar moralista podría evidenciarse como una actitud oscilante entre el narcisismo y la evasión.
Resulta desconcertante que uno de los gestores de esta invocación argumente que lo que se trata de defender es una posición "cívica". En sus términos, esta forma de compromiso moral políticamente neutral buscaría poner en marcha una suerte de "vigilancia ciudadana" frente a la conducta y gestión pública del próximo equipo de gobierno; de modo que un elevado porcentaje de votos en blanco constituiría un contundente mensaje al próximo presidente del país y a su partido: no hay un cheque en blanco para ustedes, los ciudadanos del Perú estamos alertas, saldremos a las calles y presentaremos una batalla democrática ante el menor gesto de autoritarismo y corrupción. Votar en blanco no genera por sí mismo el efecto de construir alguna forma de ciudadanía activa, en absoluto. La movilización de las instituciones de la sociedad civil, la configuración de corrientes de opinión pública, la expresión ciudadana de indignación o de solidaridad frente a las políticas públicas, son expresiones de compromiso cívico y de actividad política que requieren, para hacerse efectivas, la capacidad de deliberar y evaluar críticamente situaciones complejas; e incluso elegir entre opciones no del todo deseables, pero que buscan-a pesar de ello- la supervivencia de las reglas de juego democráticas.
Nada de esto elimina, por supuesto, la dificultad e incluso el dolor que puede suscitar el elegir entre dos opciones que uno podría reconocer como no deseables (o eventualmente entre dos opciones deseables que no pueden realizarse simultáneamente). Esto es lo que se llama un conflicto práctico, un fenómeno común a la experiencia cotidiana en la ética y la política (cuya tematización es tan antigua como la "Ética" de Aristóteles o aún las tragedias griegas). En ocasiones tales conflictos se dan sin que podamos evitarlo, y se hace necesario afrontarlos con lucidez y valentía: nuestra indiferencia moral o nuestra inacción política suponen un alto costo para la sociedad que queremos construir, pues conspiran contra el ejercicio pleno de la ciudadanía. El revestir esta actitud con los ropajes de la pureza moral tan sólo agrava nuestra crisis institucional, pues nos ofrece razones aparentemente espirituales para renunciar precisamente a nuestra condición de agentes políticos, de coautores de nuestro destino en tanto comunidad política.
En las últimas semanas, dos personajes públicos -célebres cultores de un cierto esnobismo periodístico y de la literatura postmoderna-han emprendido la aventura de fortalecer una iniciativa que ya había sido postulada y difundida en Internet: votar en blanco (o viciar el voto) en el próximo proceso electoral. Lo novedoso de la segunda fase de esta campaña es la peculiar lectura de sus recientes protagonistas, la interpretación de esta tercera opción como fruto de una decisión ética: "vota limpio, vota en blanco".
Lo que sugieren los defensores de esta tesis es que, dada la insatisfacción (o la decepción) de muchos ciudadanos respecto del temperamento y las propuestas de los dos candidatos que han pasado a la segunda vuelta, el voto en blanco expresaría un importante rechazo al escenario político configurado por las elecciones del 8 de abril. Invitan a quienes no votaron por Toledo o por García, o a quienes se hubieran "desencantado" de sus campañas, a no "mancharse las manos" comprometiéndose de mala gana con alguna de estas opciones y a no elegir el "mal menor" una vez más. Si no existe el candidato idóneo, más vale apoyar al tercer candidato, supuestamente el más limpio de todos.
Lo preocupante del caso es que se trataría del candidato más limpio porque precisamente no se trata de nadie en particular. Invocar la adhesión ciudadana al tercer candidato -a votar "en limpio"- sin evaluar las consecuencias políticas de esa iniciativa no sólo es expresión de falta de lucidez respecto de las circunstancias, a la vez que de un cierto aristocratismo intelectual; también es un síntoma de una auténtica falta de madurez moral y evidentemente una acción irresponsable. Es curioso que Álvaro Vargas Llosa afirme que examinar detenidamente las conexiones políticas de su decisión ética (abandonar las filas de Perú Posible y liderar esta nueva opción) implicaría "desnaturalizar el carácter moral de tal elección personal".
Como si la ética fuese un compartimento estanco, totalmente aislado de la política; como si el sentido de las decisiones éticas sólo debiera ser consultado con la propia conciencia sin confrontarlo con el espacio ciudadano; curioso destino de una decisión que pretende ser acogida por la opinión pública como una alternativa "orientada por valores civiles". ¿No es acaso la desvinculación entre la ética y la política precisamente una de las fuentes primarias de la profunda crisis moral e institucional que estamos viviendo?
Un diagnóstico valorativo de la propuesta del voto en blanco tiene que ser inevitablemente complejo. Tomado desde un punto de vista general y abstracto, se trata de una opción legítima, una posibilidad prevista por la ley. Tenemos el derecho de no votar por nadie. Concebido a priori, es una forma de compromiso electoral. En situaciones de estabilidad política y fortaleza institucional, votar en blanco o viciar el voto son formas legítimas y poderosas de protestar frente a la coyuntura, o incluso de ejercer un cierto derecho a la indiferencia política.
En tiempos de tribulación, como los que vivimos, un estadío de tránsito entre el abandono de una dictadura despiadada y el todavía incierto camino hacia la reconstitución de la institucionalidad democrática, la indiferencia ante las alternativas existentes puede ser un lujo que no podemos permitirnos. El desdén frente a las opciones reales de continuidad democrática -un olímpico "que otros se ensucien las manos, que decidan por mí"- podría ser interpretado como una expresión de cobardía, de renuencia a reconocer el entramado de valores, propósitos compartidos y consecuencias ético-políticas que nuestro contexto vital pone de manifiesto ante los ciudadanos. Una manera intimista y sofisticada de patear el tablero. La posición de este peculiar moralista podría evidenciarse como una actitud oscilante entre el narcisismo y la evasión.
Resulta desconcertante que uno de los gestores de esta invocación argumente que lo que se trata de defender es una posición "cívica". En sus términos, esta forma de compromiso moral políticamente neutral buscaría poner en marcha una suerte de "vigilancia ciudadana" frente a la conducta y gestión pública del próximo equipo de gobierno; de modo que un elevado porcentaje de votos en blanco constituiría un contundente mensaje al próximo presidente del país y a su partido: no hay un cheque en blanco para ustedes, los ciudadanos del Perú estamos alertas, saldremos a las calles y presentaremos una batalla democrática ante el menor gesto de autoritarismo y corrupción. Votar en blanco no genera por sí mismo el efecto de construir alguna forma de ciudadanía activa, en absoluto. La movilización de las instituciones de la sociedad civil, la configuración de corrientes de opinión pública, la expresión ciudadana de indignación o de solidaridad frente a las políticas públicas, son expresiones de compromiso cívico y de actividad política que requieren, para hacerse efectivas, la capacidad de deliberar y evaluar críticamente situaciones complejas; e incluso elegir entre opciones no del todo deseables, pero que buscan-a pesar de ello- la supervivencia de las reglas de juego democráticas.
Nada de esto elimina, por supuesto, la dificultad e incluso el dolor que puede suscitar el elegir entre dos opciones que uno podría reconocer como no deseables (o eventualmente entre dos opciones deseables que no pueden realizarse simultáneamente). Esto es lo que se llama un conflicto práctico, un fenómeno común a la experiencia cotidiana en la ética y la política (cuya tematización es tan antigua como la "Ética" de Aristóteles o aún las tragedias griegas). En ocasiones tales conflictos se dan sin que podamos evitarlo, y se hace necesario afrontarlos con lucidez y valentía: nuestra indiferencia moral o nuestra inacción política suponen un alto costo para la sociedad que queremos construir, pues conspiran contra el ejercicio pleno de la ciudadanía. El revestir esta actitud con los ropajes de la pureza moral tan sólo agrava nuestra crisis institucional, pues nos ofrece razones aparentemente espirituales para renunciar precisamente a nuestra condición de agentes políticos, de coautores de nuestro destino en tanto comunidad política.
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