martes, 22 de mayo de 2007

ÉTICA DE LA MEMORIA Y CRISTIANISMO



REFLEXIONES FILOSÓFICAS SOBRE EL INFORME DE LA CVR Y EL LEGADO DE LA TEOLOGÍA POLÍTICA


Gonzalo Gamio Gehri




"Incluso decirlo me es doloroso, pero callar es un dolor, una desgracia, de todas
formas."

(Esquilo, Prometeo encadenado
198-99)

"Reconstruye el Señor Jerusalén, reúne a los exiliados de
Israel, sana los corazones destrozados y venda sus
heridas."


(Salmo 147, 2-3)



¿Qué posición ética asume el cristianismo frente a la violencia y la injusticia social y política? ¿Qué puede decirse desde el pensamiento religioso cristiano acerca de la aguda crisis que vive nuestro país en relación con el proceso de violencia vivido y la preocupante fragilidad de nuestras instituciones? Estas preguntas nos ubican en el centro mismo del debate público en torno a las exigencias de verdad y justicia en el contexto del trabajo de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación (CVR), exigencias que interpelan a quienes se describen a sí mismos desde la doble condición de ciudadanos y cristianos. Para muchos, resulta problemático afirmar que el compromiso consciente con la Iglesia pasa por asumir una posición ética y política específica frente al conflicto armado interno y sus víctimas inocentes; para algunos, esto supone “descender al ámbito social”, y así “descuidar lo realmente trascendente”. Confío en que esta suposición es una trampa abstracta, en el mejor de los casos, y una insensible e insensata evasiva, en el peor. La tesis que quiero defender aquí – en diálogo crítico con autores como G. Gutiérrez, J.B. Metz, y L. Kolakowski y, por supuesto, con el Informe Final de la CVR ante los ojos – es que el ejercicio de la ética cristiana (y sin duda también la realización del ethos democrático) implica necesariamente la suscripción de un compromiso vital con la recuperación de la memoria colectiva.

Este ensayo es también – de alguna forma - una confesión de parte. Intento desarrollar aquí una reflexión filosófica sobre la ética de la memoria en estrecho diálogo con mis creencias religiosas católicas, que considero están radicalmente comprometidas con el trabajo de la crítica y la libertad de pensamiento propios de un espíritu más bien ‘liberal’, que acusa la influencia fundamental del pluralismo y la apertura del Concilio Vaticano II. Puede reconocerse aquí, asimismo, la presencia de ese renovado interés por el pensamiento democrático-social y el cultivo del humanismo cívico que ha resultado decisivo en el proceso de recuperación de la institucionalidad política en el Perú (un proceso todavía inconcluso y bajo constante amenaza). Sé que suele ser común entre los filósofos el cultivo de un lenguaje universalista y neutral para las cuestiones éticas. No obstante, no es esa mi opción; pienso – con la mente puesta en la tesis hegeliana acerca del vínculo conceptual entre la filosofía y su contexto – que una cosa es la necesaria búsqueda de rigor conceptual, imprescindible en el trabajo intelectual auténtico, y otra la vocación por el desarraigo. Considero difícil e incluso artificial abstraer mi condición de ciudadano o desvincularme de mis creencias cívicas y religiosas cuando escribo sobre el mundo social en el que vivo. Más aun cuando se trata de bosquejar una aproximación ética a la tragedia vivida durante el conflicto armado interno en mi propio país.

El objetivo de este ensayo es defender en clave filosófico – teológica la tesis de que la recuperación pública de la memoria constituye una condición indispensable para lograr la reconstrucción de los lazos sociales que han sido dañados sistemáticamente en el país. Quiero mostrar que esta perspectiva es también cristiana, además de liberal y republicana; por ello voy a desarrollar mi propio análisis de la opción profética por la razón anamnética en una estrecha comunicación con la teología política de Metz y con la teología de la liberación de Gutiérrez. Por supuesto, lo que voy a sostener aquí constituye una aproximación particular y tentativa al problema señalado. No pretendo salir del marco de la saludable dóxa. No existe una sola vía para justificar la necesidad de la ética de la memoria y la justicia transicional en una sociedad fracturada como la nuestra - la vía teológica cristiana es sólo una de ellas[1] -; esto constituye un alivio para quienes defendemos (incluso desde nuestras concepciones religiosas) la necesidad de un Estado laico, tolerante y pluralista, para garantizar la coexistencia y la cooperación en una sociedad multicultural y multiconfesional[2]. No cabe duda que el diálogo entre los diversos credos y culturas que coexisten en el Perú contribuirá a combatir la fragmentación y a reconstruir nuestros lazos en un marco de interacción y reconocimiento recíproco. Sin embargo, no es difícil percatarse cuán convergente con el espíritu cristiano es esta exigencia de memoria crítica, katharsis y justicia social y correctiva. De hecho, la tradición judeocristiana constituye – junto con la sabiduría de la poesía griega antigua - una de las principales fuentes de significación de la ética de la memoria. El cristianismo es un modo reflexivo de organización y dirección de la experiencia individual y social – una forma de habitar el mundo y de constituir su sentido, una interpretación particular de la vida buena - que pasa por un compromiso radical con el sufrimiento del inocente y con la memoria de la injusticia.


1.- Injusticia, memoria crítica e historia del sufrimiento.


El cristianismo nos ofrece un conjunto de categorías y disposiciones para la acción que nos permiten interpretar y enfrentar de cierta manera los tiempos de tribulación que nos ha tocado vivir. En esta línea de reflexión, es preciso determinar el horizonte ético – espiritual desde el cual abordar nuestra crisis, de modo que podamos señalar algunas pistas acerca del rol de la ética cristiana en el esclarecimiento y confrontación de los procesos históricos de violencia. Creo que una primera aproximación al problema consiste en saber reconocer que el daño sufrido por las víctimas – muertes, desapariciones forzadas, torturas, entre otras formas de trato cruel, humillante y destructivo – ha sido provocado por acciones y no por simples eventos[3]. Tales situaciones indignas deben ser entendidas en términos del lenguaje de la injusticia y no en el de la fatalidad. La distinción entre ambas formas de catástrofe (y el sufrimiento que provocan) resulta crucial para considerar nuestras posibles reacciones frente a tales adversidades.

El desarrollo crítico de esta distinción conceptual nos remite a la ya célebre obra de la filósofa norteamericana Judith N. Shklar, The Faces of injustice (1988), texto dedicado a la descripción fenomenológica de las formas de injusticia social y política[4]. El análisis de Shklar es tan riguroso como revelador, y tiene la virtud de nutrirse de los horizontes de las experiencias cotidianas del daño. Los desastres naturales obedecen generalmente a fuerzas externas a nosotros, de modo que frente a aquellas circunstancias no cabe la indignación, tan sólo dolerse y resignarse ante la mala fortuna: en el mejor de los casos, podemos intentar prevenir tales acontecimientos aprestándonos a enfrentarlos de la manera más eficaz que podamos[5]. Las injusticias, por su parte, provocan la ira y la decepción de las víctimas y los testigos, puesto que se trata de acciones intencionales que son objeto de discernimiento y elección practicados por agentes humanos concretos. Las fatalidades escapan en cierta medida a nuestras capacidades de control racional y previsión: corresponden claramente al ámbito que los griegos llamaban tyché, la “fortuna”. Las injusticias constituyen situaciones que pertenecen al dominio del espacio y del tiempo de las relaciones humanas; por tanto pueden ser evitadas o transformadas a través de acciones coordinadas. Es posible esclarecer las injusticias identificando móviles y asignando responsabilidades y determinando sanciones; también es posible reconocer sus causas para procurar evitar que vuelvan a generarse en nuestras comunidades. La violencia – por ejemplo - es un hecho social: “utilizamos la palabra ‘violencia’”, sostiene Leszek Kolakowski, sólo con relación a las personas; sólo las personas pueden ejercer y sufrir la violencia”[6]. Sólo los agentes humanos podemos crear o intentar erradicar las condiciones puntuales de la violencia.

Esta distinción es de profunda importancia para la filosofía práctica. Ella nos dice algo importante acerca de nuestra condición humana a la vez que pone de manifiesto la posibilidad de construir mundos diferentes donde vivir. Las injusticias pueden – y deben - ser reconocidas, nombradas, denunciadas y combatidas, de una forma que es imposible en el caso de los eventos puramente fatales; la política es el modo concertado de conjurar la injusticia. Al mismo tiempo, esta distinción nos revela no pocos ángulos de la actitud de los defensores del silencio frente al sufrimiento de las víctimas de la exclusión y el daño social; también contribuye al esclarecimiento del problema –más hondo - de la violencia, destacando elementos que de otro modo pasarían inadvertidos. Para algunos enfoques ideológicos (a veces denominados “neoliberales”), los mecanismos del mercado obedecen a leyes incuestionables – “fatales”, en determinadas circunstancias -, análogas a aquellas que rigen a la naturaleza: para muchos economistas y planificadores sociales, la racionalidad estratégico – instrumental, propia de la economía de mercado constituye el único esquema teórico que permite explicar y administrar los conflictos entre las fuerzas productivas y sociales. El altamente cuestionable reduccionismo económico que subyace a diversos desarrollos del marxismo ortodoxo reproduce un esquema dogmático de similares pretensiones. Desde una perspectiva ‘epistémica’ que toma una distancia absoluta del ámbito de los azares y las penurias humanas, el fenómeno del dolor y el daño pierden sustancialidad, se convierten en meros “costos contingentes”, que a veces es preciso pagar en nombre de la “eficacia”, el “desarrollo” o la “dicha futura de las mayorías”.

Esta perversión ideológica suele prosperar en situaciones de expresa violencia. Resulta evidente en el caso de las organizaciones terroristas; recordemos que Abimael Guzmán solicitaba al pueblo peruano “una cuota de sangre” como “precio ineludible” a pagar por la “revolución” e incluso señaló la “necesidad de “inducir al genocidio” como estrategia[7]; ello lo llevó a ordenar y justificar una serie de crímenes de lesa humanidad sin el menor escrúpulo; en su delirante visión del conflicto observaba desde el prisma de la fatalidad lo que es realmente una injusticia (la muerte de inocentes a manos de sus huestes). Para el líder de esta organización delictiva, las víctimas de asesinato y desaparición son solamente instrumentos, piezas que pueden ser sacrificadas en el juego de ajedrez de su pretendida “guerra popular”. La evidente desvinculación ética de este enfoque constituye una invitación a la más absoluta barbarie y a la manipulación ideológica. El informe Final de la CVR señala con claridad las razones que demuestran que Sendero Luminoso fue el principal responsable de la tragedia vivida y sus secuelas (así como mayor perpetrador de violaciones de Derechos Humanos), e indica claramente que el fanatismo y el autoritarismo de sus convicciones ideológicas fueron determinantes respecto de la crueldad extrema de sus métodos.

Resulta extraño que quienes se declaran enemigos de las políticas de justicia transicional recurran a argumentos asombrosamente similares a los que esbozan los enemigos del Estado, pues intentan justificar como “situaciones desafortunadas” los delitos contra la vida si es que estos son cometidos por quienes defienden la “causa correcta”, en este caso, la preservación del orden público; cuando lo que está en juego es la “seguridad del Estado” o la “estabilidad del país”, entonces conviene mirar hacia otro lado, y acallar las denuncias. Los supuestos cultores de la Realpolitik consideran que los actos de barbarie y las violaciones de derechos son inevitables en el contexto de los enfrentamientos armados; en esas terribles circunstancias, sostienen que la búsqueda de la eficacia militar implica con frecuencia asumir estrategias de “guerra sucia” como la formación de comandos clandestinos de exterminio o la conversión de las violaciones de derechos humanos en delitos de función, “excesos” que simplemente hay que lamentar. En tales casos, cuando se trata de juzgar a los agentes del Estado, –de acuerdo con esta postura – el fin justifica los medios, y la moral y la justicia no tienen mucho que decir[8].

Este es un argumento que penosamente ha sido esgrimido por cierta prensa autoritaria en el contexto del debate público sobre el trabajo de la CVR. Según algunos de sus exponentes, frente a las fuerzas del orden que defendieron la sociedad en contra de un enemigo imprevisto, fundamentalista y cruel, no cabe sino “la gloria o el silencio”, para citar un lamentable comentario editorial del diario fujimorista La Razón. Importa poco si en determinados casos incurrieron en crímenes de lesa humanidad, en los que muchas de sus víctimas fueron pobladores civiles indefensos, completamente ajenos al conflicto. Aquí se asume la tesis inaceptable de que existen personas que pueden actuar impunemente al margen de la ley, a la vez que se confunde dos cosas muy diferentes: el reconocimiento debido a los miles de heroicos oficiales que defendieron con honor al Estado – cuya memoria honra la CVR en la conclusión Nº 53 de su Informe Final -, y la censura y el castigo que merecen quienes degradaron su misión y el uniforme violando la ley. Los partidarios de la impunidad suponen erróneamente que nuestro inequívoco agradecimiento por la victoria del Estado sobre el terror implica asumir una cierta condescendencia frente al mal llamado “costo social” y a los “daños colaterales” de dicho triunfo. Hay que celebrar el triunfo sobre el terror, pero hay que rechazar la hipótesis falsa de que el único modo de salvar al Estado implica atentar contra el sistema de derechos cuya observancia sostiene al propio Estado. “Era imposible hacer las cosas de otra manera, era necesario combatir a los criminales con sus propias armas”, nos dicen los suscriptores del silencio. Ante sus ojos, a pérdida de vidas inocentes constituye en tales casos un hecho lamentable, pero un hecho frecuente en medio de “la realidad de la guerra”; no se trata en sentido estricto de una injusticia a la que pudiese corresponder algún castigo en materia judicial. El lenguaje que suele emplearse para referirse a tales situaciones es el de la fatalidad.

Este es un viejo argumento maquiavélico: la “guerra sucia” se justifica en situaciones de emergencia, cuando la supervivencia del Estado está en peligro. Por supuesto, suele ser el ‘príncipe’ (en buen castellano, el gobierno o los políticos), autoproclamado como el infalible augur que interpreta de manera “objetiva” las condiciones que permiten combatir el fuego con fuego, y olvidarse de quienes simplemente padecieron la violencia sin saber con claridad qué es lo que estaba sucediendo realmente. No podremos consolidar nuestra institucionalidad política y jurídica en tanto sigamos pensando que el brazo de la justicia no debe alcanzar y castigar determinados crímenes. La ley debe ser imparcial y debe ser observada por todos: es este un principio de civilización y de racionalidad pública elemental. Para el punto de vista contrario a la ética de la memoria – defendido por buena parte de nuestra “clase dirigente”, políticos, empresarios y algunas autoridades sociales, además de algunos grupos de militares en retiro –, es preciso que se imponga una “política de silencio” frente a la tragedia nacional; se sugiere que volteemos la página y no miremos atrás. Este no es un fenómeno nuevo en la historia, a menudo el poder busca acallar el dolor, suprimir la memoria[9].

Como bien saben quienes han padecido la opresión de Estados totalitarios, el silencio puede imperar bajo dos formas. La primera, erradicando de la escena pública las demandas de justicia y reparación que invocan las víctimas. Se trataría en este caso de promover las ya mencionadas medidas de “punto final” – muchos de los personajes que hoy invocan la “política” del silencio apoyaron en su día la polémica Ley de Amnistía –, el esfuerzo por que detengan las investigaciones y mantengan cerradas las fosas comunes. La segunda, dirigiendo la “voluntad política” de los gobiernos y los grupos de poder a socavar cualquier intento de cuestionamiento a la “historia oficial”[10], la crónica que ha precisado de manera definitiva el número de muertos, así como las causas y consecuencias de la violencia; se trataría aquí de imponer una memoria falsa o distorsionada de lo sucedido. Paradójicamente, muchos de los suscriptores de estas posiciones en los fueros parlamentarios o desde los medios de comunicación se reconocían a sí mismos como activistas católicos, fieles a la Iglesia ¿Es posible reconocer como compatibles la defensa de la ética cristiana y la promoción del olvido o del silencio frente al sufrimiento del inocente?

No es posible. El cristianismo en tanto narrativa ético – espiritual está profundamente comprometido con la recuperación de la memoria, con la escucha del dolor de la víctima, del excluido, del suplicante, del gran ausente en las grandes gestas de la historia proclamadas desde posiciones de poder político y económico. La ética cristiana asume la perspectiva del que sufre. El cristianismo comprende cabalmente que el curso de la historia que juzga relevante no está regulado por la competencia por el poder, por el logro de los triunfos militares o por el sutil imperio sobre las fuerzas productivas que organizan la economía de los pueblos. El cristianismo – y también su ética – concentra su atención y su energía crítica en la antihistoria, el relato del sufrimiento del inocente y la injusticia que lo provoca, una narración que invoca nuestra acción moral (y política) para transformar el mundo que habitamos. El centro de gravedad de la historia se desplaza así hacia aquellos individuos y grupos que los poderosos y encumbrados consideran seres “desechables” e “insignificantes” – o incluso “costos sociales” para la reconstrucción de la Historia Universal y sus instituciones. El propio Jesús lo señala con claridad de acuerdo con un pasaje del evangelio de Mateo:

“¿No han leído cierta Escritura? Dice así: la piedra que los constructores
desecharon llegó a ser la piedra principal del edificio: esa fue la obra del
Señor y nos dejo maravillados”
[11]

La ética cristiana, señala J.B. Metz, “nos obliga a contemplar el theatrum mundi no sólo partiendo de quienes han logrado sus objetivos, sino también desde el punto de vista de los vencidos y de las víctimas”[12]. Es una ética de la memoria, puesto que se nutre del re-cuerdo del daño provocado al prójimo, tanto como una ética de la empatía, en cuanto la experiencia del dolor ajeno nos exige asumir – a través de los recursos de la deliberación práctica y la imaginación – la situación del otro, sentir con él y actuar en su favor[13]. En este sentido, el cristianismo va decididamente a contracorriente del espíritu de la política moderna, de clara inspiración maquiavélica. El anhelo de control instrumental sobre los hombres y sobre las instituciones encuentra resistencias en una visión de la vida que tiene en el respeto de la dignidad humana el corazón de su matriz normativa.

Este enfoque nos plantea importantes retos respecto de la situación social y eclesial peruana. Frente a un presente político que – tanto en la esfera del Estado, los partidos e incluso en sectores importantes de la propia sociedad civil – se esfuerza por negar la realidad del sufrimiento de miles de personas (dolor que pervive en la indiferencia de nuestros representantes y en la tibieza de tantos ciudadanos), los cristianos evocan el recuerdo de Jesús Crucificado, insultado y lacerado en medio del desprecio de la multitud y el abandono de sus propios discípulos. Es éste el sufrimiento de un inocente cuya memoria nos impulsa a ver ineludiblemente su rostro en el de los actuales sufrientes. Aquí la imagen de Jesús no actúa en nosotros como un “Dios tapahuecos”[14] – generador de un precipitado consuelo existencial, de ‘conciencia infeliz’ – sino como fuente de un compromiso incondicional con las víctimas, con la justicia y el amor[15]. En tiempos de la tan celebrada civilización de la eficacia, del confort y del mercado, el Cristo nos invita a reconocernos en quienes son considerados inútiles e insignificantes.

Según Metz, el recuerdo de la Crucifixión constituye el ejemplo por excelencia del potencial transformador de la memoria crítica cristiana. La recuperación de la experiencia de la muerte de Jesús provoca el impulso del creyente a ponerse en el lugar del excluido y a actuar en su favor hasta las últimas consecuencias en nombre del amor y la paz. Jesús fue vejado y golpeado, siendo obligado a salir de las fronteras de la comunidad con la cruz sobre sus hombros, a la vez herramienta de tortura y humillación. La clase sacerdotal lo consideraba un blasfemo y un hereje, los gobernantes locales asumieron una actitud indiferente frente a su condena, y terminaron entregándolo a sus verdugos para impedir posteriores e indeseables convulsiones sociales: “no tenía otra cosa qué hacer”, pensaba Pilatos, luego de entregar a Jesús a la crucifixión. Despreciado por las autoridades civiles y religiosas de la localidad y rechazado por quienes le recibieron triunfalmente en Jerusalén poco tiempo atrás, muere siendo negado por el primero de sus amigos. En una línea similar, los pobladores del ande y de la selva padecieron tortura y muerte, siendo privados de los derechos básicos que usualmente brinda la condición ciudadana, siendo ignorados por los políticos que decían representarlos.

“Contempla en mis ojos el llanto; estoy postrada ante tus rodillas
para conseguir una tumba para los míos”
[16]

Aquello que guía nuestra solidaridad con las víctimas es asimismo la imagen consciente de un futuro cercano en el que la liberación de la violencia y el logro de la reconstrucción de la comunidad sean una realidad. Se trata del contraste entre el pasado injusto y la perspectiva de un futuro abierto y prometido - aun en construcción –marcado por la presencia de una comunidad de seres libres, el Reino de Dios. “En este sentido”, indica Metz, “la memoria cristiana insiste en que la historia del sufrimiento no es algo perteneciente a la prehistoria de la libertad, sino es y sigue siendo un momento interno de la historia de la libertad. La imaginación de la libertad futura se alimenta del memorial del sufrimiento”[17]. La experiencia anamnética de la cruz y de la redención tiene un efecto transfigurador sobre nuestros patrones de significación, un efecto que provoca una inversión de la conciencia y señala un tiempo de reconciliación (expresado muy claramente en la memoria resurrectionis). Con Jesús se inaugura una nueva época, un tiempo de fraternidad que hace añicos las antiguas estructuras y jerarquías: antes se nos llamaba siervos, ahora amigos[18]. El propio madero, viejo instrumento de tormento y deshonra, se convierte a partir de la Muerte de Dios en un signo de amor y reconciliación, en el símbolo por excelencia de la victoria de la vida sobre la muerte.

Como señalé al principio, el compromiso con la memoria colectiva – en el caso concreto de los efectos del conflicto armado interno en el Perú - apela por igual a nuestra fe como a nuestra conciencia cívica; nos señala la necesidad de luchar tanto por la construcción del Reino como con la recuperación de las instituciones democráticas. Probablemente se trate de dos dimensiones de una misma tarea profética. La memoria requiere la configuración de un lenguaje que explicite los sentidos de su dolor y pérdida, así como los múltiples caminos de la purificación ética a partir de la palabra y de la acción política. Sólo ese movimiento de verbalización y justicia puede sanar a los sujetos prácticos, sean personas o comunidades. En esa clave hermenéutica puede interpretarse aquella breve conversación que entabla Macbeth con el médico real – cuando el destino comienza a serle adverso a causa de sus crímenes -, acerca del estado de salud espiritual de la esposa del tirano, presa de la desesperación y de la culpa.


“MACBETH - ¿Acaso no podéis curar un espíritu enfermo, arrancar de
su memoria un dolor arraigado, borrar el pesar escrito en su cerebro, y con
algún dulce antídoto que permita olvidar, liberar su agobiado pecho de todo el
veneno que le oprime el corazón?

MÉDICO – En tales casos, el paciente debe ser su propio médico.”
[19]

El ejercicio de la memoria pone de manifiesto ante la comunidad el daño padecido (o infligido a otros) como una realidad cuya percepción y examen esclarece las exigencias éticas del presente. Se trata de una pérdida que se vive colectivamente. En cada viernes santo (y en cada celebración de la Eucaristía) los cristianos recuerdan – y por lo tanto re-viven - el sacrificio de Jesús como una víctima inocente: esa evocación nos exige asumir una toma de posición frente aquella injusticia. La reciente conmemoración de los horrores de Auschwitz apunta a esa misma dirección: reconocer qué somos capaces de hacer los seres humanos en plena era de la razón. El dolor de las víctimas de la shoáh y de Ayacucho no desaparecerá promoviendo el olvido: debemos hacer nuestro el dolor de las víctimas – acompañarlas en el proceso de duelo[20] – y fundamentalmente, aprender de estas tragedias, para prevenirlas en el futuro. El silencio y la impunidad ni curan ni liberan: sólo la memoria crítica puede hacerlo, bajo la forma de la justicia.


2.- Verdad encarnada y ética de la memoria.


La relación entre la verdad y la recuperación de la memoria es antigua. En la tradición griega – especialmente en el caso del pensamiento premetafísico, aunque los ecos de esta concepción alcanzan algunos aspectos de la filosofías de la praxis de Platón y de Aristóteles - verdad es alétheia, “descubrimiento”, un movimiento que evoca la acción de echar luces sobre aquello que está inicialmente oculto, aquello que está sumido en el olvido (Lethe es precisamente “olvido”), o que ha sido encubierto de forma intencionada. Rememorar es esclarecer aquello en lo que no reparábamos en una forma previa de conciencia o convicción. Poeta es aquel que, inspirado por el dios o las musas, recuerda el origen de lo existente o quizá des-oculta el sentido originario de las relaciones humanas, como en el caso de Hesiodo. El canto mayor (aunque profundamente desgarrado) de esta interpretación poético - trágica de la alétheia es el Edipo Rey de Sófocles, obra en la que la investigación anamnética llevada a cabo por el impetuoso Edipo logra despojar progresivamente los velos que ocultan su auténtica identidad, su condición de parricida e incestuoso. La tardía conciencia de la profunda hybris en la que incurre Edipo va a devenir en el drama - a través del diálogo con los personajes involucrados con su nacimiento y juventud - en la visión sin misterios de la terrible realidad que le toca afrontar. Y esa será la última visión de su vida, la que lo llevará a herirse los ojos.

En la tradición judía, la verdad (emeth), alude a la fidelidad y a la lealtad frente a una promesa o acuerdo[21]. Como en el caso de la poesía griega, el concepto hebreo de verdad nos remite al plano de la ética, no al de la epistemología o la metafísica: el sentido de emeth “nos coloca en el ámbito de una relación entre personas”, escribe Gustavo Gutiérrez, “y no entre personas y conceptos”[22]. Se trata de la evocación histórico – narrativa de un acto fundacional que da forma a una comunidad espiritual; en este caso, el re-cuerdo de la Alianza de Dios con el pueblo de Israel. En ese sentido, la memoria de aquel Pacto se convierte - para el que se reconoce en sus preceptos - en una fuente de liberación del mal y de la opresión. El suscriptor de la Ley de Moisés trata de mantener el curso de la propia vida en el marco de lo estipulado por la Alianza, confiando en la veracidad de la promesa divina. El mensaje de Yahvé aparece así como digno de fe: no importa qué suceda, el Señor de Israel (“su Roca”) mantendrá su Palabra.

Cuando Jesús proclama ser “el camino, la verdad y la vida”, lo que destaca es que con Él están cumpliéndose las promesas del Padre a su Pueblo: la verdad se pone de manifiesto como acontecimiento. El Nazareno no está tratando de fundar un nuevo discurso metafísico. La pregunta “¿Que es la verdad?”, formulada por Pilatos (Juan 18, 38) ante Jesús no obtiene como respuesta un enunciado teórico, por ejemplo, al modo de la típica definición escolástica en términos de la adequatio rei et intellectus. La respuesta es el silencio. Esta actitud revela los sentidos de la verdad en clave judeocristiana: la verdad no es una doctrina epistemológica o teológica, es eminentemente una forma de vida, un modo de configurar un nosotros a partir del cultivo del ágape y la justicia. La teoría tiende a cosificar la corriente de la vida, a convertirla en un objeto de contemplación, despojándola de su carácter dinámico y social, momificándola sin remedio[23]. La episteme – incluso teológica – ontifica innecesariamente lo interhumano.

Tanto el pensamiento griego pre-clásico como la tradición hebrea conciben la verdad como un proceso anamnético de esclarecimiento ético – existencial (desde luego, estas concepciones no constituyen las únicas posiciones sobre la noción de verdad; existen otras tradiciones culturales que han tejido diferentes conceptos de verdad que podrían ser traídos al debate y sometidos a examen – no tenemos en occidente el monopolio sobre estas preocupaciones -, mas ello nos alejaría demasiado de la discusión presente sobre el sentido ético de la memoria crítica cristiana). Este proceso está radicalmente abierto a la reflexión crítica y persigue la encarnación práctica como su figura concreta. En el caso de la tradición judeocristiana, honrar la promesa, la Alianza; de hecho, Jesús busca transformar la alianza contractual veterotestamentaria en alianza de amor[24]. Pueden desarrollarse reflexiones similares en una clave secular (siguiendo la estela neohegeliana contemporánea), si nos referimos al ‘pacto social’ expresado en el cuerpo legal y político democrático que procura establecerse en el país – en medio de tantas dificultades -, un sistema de normas e instituciones que tiene su telón de fondo hermenéutico – social en la cultura de los derechos humanos. Lo que estas fuentes espirituales buscan destacar es que la ‘verdad ética’ no es abstracta, está encarnada en relaciones intersubjetivas y formas históricas de vida. Ella echa luces sobre el sentido – o los sentidos posibles - de nuestras acciones y modos de vivir. El reconocimiento de la verdad puede ser un ejercicio doloroso o incómodo, puede revelarnos la incoherencia al interior de nuestras creencias y prácticas, señalar su distorsión o manipulación. El movimiento del desocultamiento sacude nuestros pre-juicios y pone de manifiesto modos diferentes de pensar y de actuar[25].

La Vida, Pasión y Muerte de Jesús constituye el acto fundacional de las comunidades cristianas, desde la época de los apóstoles hasta el presente. Recordar ese sacrificio y ese hecho de violencia constituye no sólo la evocación de las raíces del relato cristiano, básicamente consiste en la remisión de la vida misma a un nuevo horizonte de reflexión, percepción y acción. El sufrimiento inocente, los hechos de opresión y exclusión aparecen como signos, como figuras encarnadas del escándalo de la cruz. En esta perspectiva, cada vida inocente sacrificada en los altares del poder, del dinero o de la ‘doctrina correcta’ nos recuerda la muerte injusta del propio Cristo. Asumir una actitud indiferente frente al dolor de los asháninkas asesinados y sometidos por Sendero Luminoso o proclamar la impunidad de los agentes del Estado que formaron comandos paramilitares de exterminio implica no solamente tomar una posición complaciente respecto del homicidio del Hijo del Viñador - para utilizar una imagen proveniente del Evangelio de Mateo –; quien reacciona de ese modo frente al abuso y la muerte participa de alguna forma de aquel festín de barbarie y odio[26]. El Dios bíblico insiste una y otra vez en ponerse en el lugar de los pequeños y desvalidos: “en verdad les digo que, cuando lo hicieron con algunos de los más pequeños de estos mis hermanos, me lo hicieron a mí”[27] . La indolencia y la crueldad expresadas en el anhelo de supresión de la memoria mutilan el mundo espiritual de las víctimas; su aspiración a la justicia y a la redención, su capacidad de volver a amar y a confiar en las personas y en las instituciones. Asignarles a las víctimas un destino inhumano equivale a condenarlas a la muerte social y a la autoanulación: como sostiene agudamente N. Schiffers, “la perspectiva de quien sufre sin esperanza es la nada”[28].

El relato del pasado reciente puede otorgarles el lugar que se merece a las víctimas, escuchar su dolor, atender a los testimonios de todos los implicados en los períodos de violencia, para contrastar críticamente sus descripciones de lo vivido. Este ejercicio ético – político supone – además – el esfuerzo por enmarcar estas vivencias y conceptos en una interpretación mayor que eche luces sobre las ‘causas’ y los ‘sentidos’ de este proceso histórico, de modo que puedan ser puestos al servicio de la justicia[29]. La reconstrucción narrativa de la memoria esta expuesta, con todo, al autoengaño y a la manipulación. Esta ha sido con frecuencia una práctica común entre las “élites” políticas y académicas en el Perú: a pesar de que numerosos estudios sociales – incluido el Informe Final de la CVR – han advertido acerca de las fracturas que vive nuestro país motivadas por una total ausencia de reconocimiento de su diversidad cultural, lingüística y confesional[30], sectores importantes de nuestra intelectualidad conservadora insisten en identificar al Perú como una nación que se define apaciblemente como “mestiza y católica” (la célebre y escasamente discutida ‘síntesis viviente’), vindicando el ideal de una identidad monolítica, y desconociendo el factum de la diversidad en nuestro país. Esta peculiar forma de ceguera conceptual reproduce los viejos esquemas de violencia e irrespeto que impiden el logro de una auténtica reconciliación social y la configuración de un sistema político inclusivo, pluralista y democrático: resulta claro que cualquier proceso real de reconstrucción social pasa por el encuentro dialógico de los diversos modos - seculares y religiosos - de comprender y vivir la vida que se practican en nuestros pueblos.

Por supuesto, la memoria puede reescribirse de diversas formas. La injusticia y la impunidad siempre constituyen una opción – una opción infame y deplorable, está claro – para los individuos y las instituciones. La memoria de los conflictos violentos puede convertirse en una caricatura grotesca, una gesta épica triunfal, una historia heroica en la que no existen criminales ni violaciones a la dignidad humana; la historia vivida puede tergiversarse y asumir la forma de un relato sin conmociones ni pérdidas significativas ni quiebras de la legalidad. Lo que es evidente es que un montaje como ese no puede constituirse en fuente de aprendizaje moral y político: sobre esa base no puede edificarse un nuevo orden público, ni gestarse nuevas formas de vida comunitaria. La escritura de la historia – cuando es puesta en manos de unos pocos – deviene en panfleto. Es por eso que he insistido en el carácter colectivo y deliberativo de ese proceso anamnético. Esta reconstrucción está abierta - debe estarlo – a la crítica de los miembros de la comunidad, particularmente quienes han padecido estas injusticias. Damos razón de la memoria a través del debate y la interacción social.

Son cerca de 70,000 los peruanos y peruanas muertos y desaparecidos
en esos años. Buena parte de ellos han estado ausentes de la memoria nacional,
han sido peruanos olvidados, hechos a un lado por el Estado y la sociedad
oficial, personas a las que hoy también – incluso fallecidas – se quiere hacer
de lado exigiéndoles como prueba de su paso por el mundo y de su muerte, una
documentación oficial que probablemente nunca tuvieron. Será necesario,
entonces, frente a ese escepticismo, iniciar prontamente el penoso trabajo por
el cual se pueda extraer de más de 2,200 sitios de entierros debidamente
verificados los restos de esos compatriotas que esperan digna
sepultura.”
[31]

Desde luego, el creyente y promotor de las políticas de “punto final” puede intentar defenderse alegando que estas reflexiones confunden sin más el “plano religioso”, con las meras “cuestiones sociales”, reduciendo la perspectiva cristiana al nivel de las “ideologías políticas”. El cristiano conservador– a la sazón objetor de la ética de la memoria – puede luchar por mantener separadas la ‘historia sagrada’ y la ‘historia profana’, de modo que pueda verse opacado – e incluso bloqueado - el vínculo ético – espiritual entre el sufrimiento del inocente Jesús y el dolor de las víctimas concretas de la violencia en la historia humana, incluido las del presente. Con frecuencia se invoca esta separación (de raíces platónicas, no hebreas) para legitimar el silencio y la impunidad. Sin embargo, acontecimientos como la vida de Cristo, la celebración de la Eucaristía o el Pentecostés evidencian que el Espíritu ama encarnarse. Mantener separada ambas historias implica mantener separados a Dios y a sus hijos. Predicar la Buena Nueva pero a la vez la supresión de la memoria constituye una dramática y perversa contradicción. No podemos ser cristianos y al mismo tiempo desestimar las determinaciones de la encarnación; ello equivaldría a rechazar el Emmanuel, el “Dios – con – nosotros”. El cristianismo es la unidad articulada (histórico – hermenéutica) de lo sagrado y lo profano.

“Si uno dice “yo amo a Dios”, y odia a su hermano, es un mentiroso.
Si no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no
ve”
[32].

Lo que recomiendan estos creyentes antiprofanos es el ‘refugio’ en el “castillo interior”. Lo curioso es que, precisamente, uno podría argumentar al revés: quien defiende la impunidad de los perpetradores acaso está tratando de legitimar “teológicamente” – si se puede usar tal expresión para tales innobles subterfugios, puesto que no se trata realmente de una apelación a la genuina contemplatio – la pura y dura política de la evasión y del olvido, en otras palabras, el temor a la verdad. Cuales sean los recursos exteriores que emplee y el teatro de las apariencias que despliegue para justificar su actitud es un asunto que carece de importancia. La apelación a su fe no es suficiente, pues esta puede constituir una máscara más para encubrir sus reales convicciones. Un cristianismo basado estrictamente en el cumplimiento del ritual y del culto, y en exclusiva la prédica dogmática no sería otra cosa que una religión formal y sin sustancia – puramente “positiva”, en términos del joven Hegel –, carente de espíritu. Esta es, en parte, la crítica de Cristo a los fariseos de su tiempo: a través de ella resuenan también las palabras del profeta: “¿Saben cuál es el ayuno que me agrada? Romper las cadenas injustas, desatar las amarras del yugo, dejar libres a los oprimidos y romper toda clase de yugo.”[33]. La realidad efectiva del culto es el ejercicio de la justicia y la misericordia. Ya el apóstol Santiago había señalado que en esta disposición ético - espiritual radica la sustancia de nuestras creencias:

“La religión verdadera y perfecta ante Dios nuestro Padre, consiste
en esto: ayudar a los huérfanos y a las viudas en sus necesidades y no
contaminarse con la corrupción de este mundo.”
[34]

3.- Mirar desde la cruz. Política y profecía.

Desde un punto de vista ético, el cristianismo nos sitúa de una manera peculiar en el mundo de las relaciones humanas[35]. Concentra nuestra atención en aquellos agentes humanos que sistemáticamente han sido privados de voz y han sido tratados como meros objetos: en ese sentido, se trata de un relato liberador que camina a contracorriente del imperio del “sistema”, vale decir – en los términos de Jurgen Habermas – el conjunto de estructuras sociales que regulan instrumentalmente la vida en función del poder y el dinero. Por supuesto, se trata de un relato que se nutre del ejercicio compartido de la crítica racional que procura esclarecer la experiencia de fe y el compromiso comunitario con la antihistoria. A pesar de que esta exigencia se nutre del corazón mismo de la ética bíblica, estas aspiraciones no siempre son bien recibidas en ciertos círculos teológicos; es lamentable que muchas veces tendamos a olvidar con suma facilidad que “Iglesia” significa “asamblea”, un ‘espacio sinagogal’ para la comunión, la interacción y el diálogo[36].

La visión cristiana del mundo configura una actitud radical frente al poder. El énfasis en la recuperación pública de la memoria acerca de la injusticia y la violencia implica una decidida resistencia ante el control “político” sobre la historia y los modos de evocarla institucionalmente; la “historia oficial” está diseñada para poner la percepción del pasado al servicio de la preservación del status quo. “Historia enseñada, historia aprendida“, asevera Ricoeur, “pero también historia celebrada. A la memorización forzada se añaden las conmemoraciones convenidas”.[37] En aquella historia manipulada, las víctimas, las fosas y los comandos de exterminio han sido borrados de los anales del pasado, permanecen invisibles, mientras que los criminales continúan en sus puestos o viven un retiro tranquilo. Privada del llanto de las víctimas y de las exigencias de justicia y reparación, la historia se convierte en la crónica ficticia de las gestas guerreras, de las transformaciones políticas, en la narrativa de la emergencia y supremacía de una cultura o de una clase sobre las demás. La historia se torna así en el espacio del cálculo de intereses y de la competencia por el poder. El cristianismo no puede sino reaccionar ante este intento por asignar a una élite de iniciados el protagonismo de la historia: los políticos, los príncipes o los proletarios no conducen ni deciden el devenir de las sociedades, a pesar de sus aspiraciones; de igual modo, según la tesis del propio Metz, el clero tampoco es el sujeto de esta historia, ese rol corresponde a la humanidad entera[38]. La ética de la memoria lucha por desmitificar – en términos de nuestro autor – estas pretensiones excluyentes e incluso “idolátricas” de dominio sobre los asuntos humanos.[39]

El otro peligro vinculado a la instrumentalización de la memoria es la ‘victimización’, esto es, la conversión de quienes han padecido injusticia – culturas, grupos sociales o sexuales, etc. - en víctimas permanentes, acreedores vitalicios de reparación[40]. Asumir indefinidamente el rol de víctima constituye una mórbida tentación, que nos sumerge ilimitadamente en el círculo de la autocompasión y el menosprecio social. Es por ello que la ética de la memoria apunta a la acción transformadora de la justicia, no trata de elaborar una rememoración literal que nos atrape y congele en el pasado: la memoria crítica persigue la construcción de una futura comunidad inclusiva y reconciliada consigo misma. El ejercicio anamnético tiene su razón de ser en la purificación del juicio ético - político y en la reparación pública de las heridas infligidas. Lo que se busca con estas acciones es que las víctimas recuperen - a través del debate y la interacción, del trabajo del recuerdo y del duelo, la asignación de responsabilidades, la puesta en marcha de reformas institucionales y políticas redistributivas – su condición de ciudadanos, que se conciban (nuevamente) a sí mismos como agentes políticos capaces de invocar sus derechos fundamentales y participar en los espacios públicos en pos de la constitución de un destino común de vida. La historia pasará a ser, una vez lograda la reconciliación, un referente empírico y hermenéutico que permitirá persuadirnos de que estos crímenes e iniquidades sociales no vuelvan a repetirse jamás.

La ética cristiana exige combatir toda forma de violencia, sea estructural o manifiesta en nombre de una cultura centrada en la práctica del ágape. Antes que erradicar los conflictos de nuestra vida, la perspectiva de Jesús busca desterrar la violencia como “método” de resolución de los conflictos. El énfasis cristiano en la memoria y la justicia promueve la búsqueda del encuentro fraterno y tolerante con el otro, la exploración de todas las vías pacíficas para lograr el entendimiento común[41]. Cualquier ideología y cuerpo de doctrina que le otorga a la violencia un lugar central en la generación de formas sociales cede – desde un punto de vista cristiano – a las tentaciones del mal y a la irracionalidad. Ninguna clase de amor o solidaridad real puede extraerse de la exaltación de la muerte como medio para generar el orden justo o la libertad. El cristianismo rechaza radicalmente la violencia en todas sus formas.

Los fundamentalismos religiosos y seculares – incluyendo a la ortodoxia ideológica marxista -, en contraste, le han otorgado a la violencia un lugar central en sus en la transmisión y ejecución de idearios. “Un individuo educado de esa manera”, advierte Kolakowski, “llega a la convicción general de que es imposible regular las relaciones entre los hombres por otro medio que por la violencia (...), y forja una cosmovisión infantil que eleva al rango de una burda filosofía de la historia, y se enorgullece de ella hasta el punto de afirmar de que es ‘realista’ o que ‘se ha liberado de ilusiones’”[42]. La defensa cristiana de la no violencia en la vida humana constituye un giro fundamental en la concepción occidental de la historia y su sentido. Es cierto que, con frecuencia, las instituciones cristianas predicaron las “guerras santas” y el uso de la violencia como método de control ideológico y “político”, pero este modo de actuar constituyó (y constituye) evidentemente una flagrante transgresión de la doctrina originaria de Jesús de Nazareth.

Es necesario preguntarnos qué es posible hacer como Iglesia respecto de este crucial desafío ético - social en un mundo en crisis[43]. Me refiero a la “Iglesia” en sentido literal, a saber, como las asambleas del Pueblo de Dios, comunidades observantes de su fe como del encuentro dialógico entre las culturas y los credos. Primero que nada, es preciso destacar lo ya dicho, que la mirada desde la cruz - desde el sacrificio de Jesús, el inocente (y desde su resurrección como signo de reconciliación[44]) – supone un compromiso incondicional con la ética de la memoria, en tanto encarna la fidelidad al acto fundacional de la comunidad cristiana. Este compromiso implica dirigir la atención a los terribles signos de la violencia, para actuar en nombre de la justicia y la paz: la Iglesia y la sociedad en general precisan estar pendientes fundamentalmente de lo que sucede en el mundo, un mundo que puede ser transformado a través de la Palabra y la acción, un mundo humano que requiere solidaridad, ternura y libertad, más que mero adoctrinamiento. Hoy en día se discute mucho acerca de la llamada “crisis del cristianismo” en términos de una especie de ‘retirada voluntaria de la creencia religiosa’; no obstante, el hecho que cristianos convictos y confesos – desde la escena pública o parlamentaria – pugnen por evitar que se esclarezca el proceso de violencia, se aborten los planes de reparaciones sociales o luchen con entusiasmo en pro de la impunidad de los perpetradores de crímenes de lesa humanidad evidencia que dicha crisis es mucho más grave que lo que solemos pensar. Estas actitudes crueles e indolentes atacan el mismo corazón de las Iglesias. ‘Evangelizar’ equivale a anunciar el Reino de Dios, lo que significa fundamentalmente - entre otras cosas, por supuesto – convertirnos en sujetos corresponsables de la configuración de una comunidad de seres libres e iguales.

“La palabra de Dios convoca, y se encarna en la comunidad de fe que
se entrega al servicio de todos los hombres. El concilio Vaticano II ha
reafirmado con fuerza la idea de una iglesia de servicio y no de poder, y que no
“se encuentra” sino cuando “se pierde”, cuando vive “las alegrías y esperanzas,
las tristezas y las angustias de los hombres en nuestro tiempo” (GS 1)”
[45].


En buena medida, este encuentro con el otro, con su mundo vivo, con las circunstancias de la justicia y de la injusticia nos exige la recuperación de la actitud profética, y de la reconstrucción de su lenguaje de fidelidad, crítica y liberación. Creo que la acción ética que esta época de crisis y decisiones está vinculada a este tipo de espíritu de profecía, tanto al interior de las Iglesias como en la propia comunidad política. Los profetas nos recuerdan - o más bien, recuerdan con nosotros – aquellas valoraciones, prácticas sociales y formas de adhesión y cuestionamiento implícitas en la Alianza establecida con Dios en ambos Testamentos (o, en clave secular, valoraciones y prácticas implícitas en el pacto social encarnado en el sistema político y en la cultura de los Derechos Humanos), a las que es preciso ser leales en tanto miembros de la comunidad. Ellos llaman nuestra atención acerca de nuestra suscripción libre y consciente de aquellos principios y de aquellas formas de pertenencia. Estas fuentes constituyen un horizonte crítico que interpela nuestro estado de letargo frente a lo que sucede, nuestras prácticas cotidianas de injusticia y nuestra clamorosa condescendencia frente a las arbitrariedades de los poderosos, siempre que nosotros no seamos afectados por esa conducta.

La denuncia profética nos impele a despertar, a arrancarnos de esa convivencia indulgente con la violencia y con el sufrimiento del inocente. Ella grita en el desierto, con la voz de Juan el Bautista, “metanoieite” esto es, “cambien su modo de pensar y de sentir” según la versión original de Mateo 3, 2 ( y no simplemente “haced penitencia”, como las traducciones modernas, herederas remotas del latín por lo general consignan en aquel pasaje[46]). El grito de Juan nos exige salir de la inconsciencia y superar la red de apariencias que supone considerar la tibieza, el desinterés por la situación del otro y el desdén respecto de la vita activa en las diversas esferas de la vida comunitaria. La profecía constituye una invitación al ejercicio de la libertad de pensamiento y al cultivo de la innovación crítica desde y en el ethos; no hay asomo aquí del espíritu de sumisión o de un silencioso tradicionalismo. El profeta es a la vez intérprete y crítico de su comunidad[47].

Evidentemente, hay algo de marginalidad y de contraculturalidad en la intensa invocación de Juan en el desierto. Anima la actitud profética una especie de convicción acerca de la imposible coexistencia del espíritu con la concentración del poder. El espíritu de la profecía tiende a distribuir el poder, y a velar por que su distribución sea justa: vigila ante todo que nadie usurpe el lugar de Dios, generando idolatría y control sobre los hombres, particularmente sobre los más débiles. Los profetas - y Juan y el propio Jesús siguen esta senda - son quienes cuestionan severamente la opresión que sobre las conciencias y los corazones ejercen las autoridades civiles y religiosas de su tiempo; el caso de la relación de Jesucristo con los fariseos es emblemático en este punto. Frente a su hipocresía e indolencia, la conducta solidaria de aquellos que los sacerdotes juzgan como impuros e infieles (los samaritanos, los publicanos, las prostitutas) resulta ejemplar e inspiradora. Nuevamente se revela la antihistoria como núcleo crítico del profetismo. A la luz de su crítica, la mayoría de los fariseos y los maestros de la ley se concentran en el aspecto formal de la Ley de Moisés, no en su espíritu; se comportan como ‘funcionarios de la verdad’, pero no son capaces de vivir en la verdad, y de servir a su pueblo desde ella; se ocupan de dirigir el culto, pero no practican la compasión, y no creen realmente en los principios vinculados a la defensa de la dignidad humana.

El profeta evoca la promesa de Dios a su pueblo – y en ese sentido proyecta su interpretación hacia el pasado - a la vez que testimonia con su voz el hecho que el Señor no olvida el compromiso con la comunidad y honra su Palabra: no abandona a los suyos, a pesar que las tribus de Israel (o las comunidades cristianas) le hayan traicionado repetidamente. Asimismo, la profecía anticipa – anuncia – un mundo futuro, que sólo puede bosquejar de manera tentativa: es este un futuro prefigurado por las Alianzas y sostenido por las prácticas comunitarias del presente. No es una nebulosa utopía, presuntamente epistémica, que existe en tanto abstracción (como era el caso del fatalista ideario marxista); se trata del esfuerzo por el Reino que – de acuerdo con el Evangelio – no es un mero ‘más allá’, sino algo que va gestándose aquí y ahora, un modo de vivir cuya configuración depende en una medida importante de nosotros[48]. Este Reino de Dios – cualesquiera que sea nuestra representación finita de él – no excluye a priori absolutamente a nadie por razones de fe, cultura, status social o género. Está claro que en un mundo plural como el que habitamos requiere que pensemos en clave ecuménica y en clave secular este reto – no puedo desarrollar este punto aquí, solo dejar constancia de su relevancia teórica y práctica – de modo que pueda tomar forma en el lenguaje y la cultura de los Derechos Humanos[49].

Nuestra anticipación del Reino de Dios no proviene de algún saber “objetivo” acerca de las “leyes” que rigen la historia. Esta protensión se sostiene en el ejercicio de la memoria, en el recuerdo de determinados “momentos fundantes” de la Iglesia como comunidad inclusiva – el trabajo de los profetas, la convivencia de Jesús y los apóstoles, las primeras comunidades cristianas, la creación de ‘comunidades de base’, etc. – y también la evocación de la lucha contra la exclusión y la crueldad, propia y ajena. Construyendo y reconstruyendo la historia es como cooperamos con el establecimiento del Reino que – según la Escritura – está entre nosotros, y no únicamente en un trasmundo abstracto, esencial, accesible solamente después de la muerte. El advenimiento del Reino de Dios tampoco es un “hecho” o un “objeto”, es un estado de cosas que va configurándose y está aun por hacer. No puede ser “predicho” en el sentido de las utopías ‘epistémicas’ de los siglos XVIII y XIX; los logros sociales y seculares del esfuerzo por el Reino no pueden ser concebidos como si estos fuesen eventos externos a nuestra voluntad y ajenos a nuestro poder de decisión. Volvemos así al primer punto de nuestra reflexión: mientras las filosofías de la historia del viejo Hegel y de Marx son sistemas de necesidad o fatalidad, el cristianismo crítico nos devuelve al horizonte de las cuestiones de justicia. Como ha señalado recientemente Fidel Tubino, el trasfondo espiritual de la fe no es la certeza, sino la esperanza[50]. La esperanza se funda (al menos en parte) en la percepción de la vulnerabilidad de los asuntos humanos y en el compromiso con los que sufren; la esperanza se nutre de la disposición ética a incorporar a los “insignificantes de la historia” dentro de nuestros vínculos de lealtad y pertenencia. Edificar nuestra casa – y nuestra ciudad - con las piedras que los constructores desecharon, de eso se trata.






NOTAS



[1] Es posible remitirse a otras fuentes de reflexión – convergentes con el ethos judeocristiano en más de un punto., por ejemplo, el rechazo liberal de la crueldad (Montaigne, Montesquieu, Shklar), la reflexión trágica sobre la katharsis y la injusticia, la temática de la violencia y la discriminación en la novela indigenista en el Perú.
[2] Mantener la práctica democrática de separar lo específicamente político - estatal de lo religioso no implica privatizar la fe. Consúltese al respecto González Faus, José I. La difícil laicidad Barcelona, Cristianisme i Justicia 2005.
[3]Véase Rizo-Patrón, Rosemary “Compasión, indignación e imaginación” en PALESTRA (http://palestra.pucp.edu.pe/index.php?id=64).
[4] Cfr. Shklar, Judith N. The faces of injustice New Haven and London, Yale University Press 1988.
[5] Ibid. p. 1. Recientemente Gustavo Gutiérrez ha discutido una distinción semejante desde la teología en su artículo “Pobreza y teología”, publicado en “Pobreza y Teología”, publicado en el número 191 de Páginas.
[6] Kolakowski, Leszek “De la violencia” en: Libertad, fortuna, mentira y traición Barcelona, Paidós 2001 p. 65.
[7] Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación Tomo VII, Lima CVR p. 742.
[8] Una crítica de esta perspectiva puede encontrarse en Walzer, Michael Guerras justas e injustas Barcelona, Paidós 2001, capítulo 1.
[9]Véase Adorno, Th. W. “La educación después de Aschwitz” en: Consignas Buenos Aires 1993 pp. 80 - 96. Cfr. Todorov, Tzvetan Los abusos de la memoria Barcelona, Paidós 2000.
[10] He discutido este tema en contra de aquella posición en Gamio, Gonzalo “La política de la inclusión. Justicia transicional, espacios comunicativos y sociedad civil en el Perú” en: Miscelánea Comillas Nº 62 Madrid, UPCo 2004 pp. 243 - 271.
[11] Mateo 21, 42.
[12] Metz, J.B. ”El futuro a la luz de la Pasión” en: Concilium N° 76 (junio 72) p. 321.
[13] Véase Rizo-Patrón, Rosemary “Compasión, indignación e imaginación” op.cit. p. 2.
[14]Cfr. Metz, J.B. ”El futuro a la luz de la Pasión” op.cit. p. 322.
[15] Utilizo “víctimas” – en la línea de Metz - para hablar de todo el que sufre violencia y exclusión para evitar centrar la ética de la memoria en algún grupo social en particular (por ejemplo, los pobres, o los usuarios de determinada cultura y religión) sino para abarcar una serie de formas de injusticia cultural, socio/económica, política o de género, que definitivamente suelen cruzarse en las situaciones históricas concretas.
[16] Eurípides, Suplicantes (Semicoro B, v. 284 -5.
[17] Ibid. p. 327.
[18] Ver el esclarecedor tratamiento de esta afirmación evangélica en el pensamiento filosófico - religioso de Gianni Vattimo. Cfr.Vattimo, Gianni Creer que se cree Barcelona Paidós 1998.
[19] Macbeth Acto V, escena tercera.
[20] Consúltese Caviglia, Alessandro “¿Podemos los cristianos no estar comprometidos con la memoria? en Pastores del Nuevo Milenio N 6 pp. 71 - 80.
[21] Cfr. Gutiérrez, Gustavo La verdad los hará libres Lima, CEP 2004 pp. 130 - 1. Esta es. Asimismo, una de las concepciones centrales de la teoria buberiana de lo interhumano. Cfr. Buber, Martin Eclipse de Dios México, FCE 1995.
[22]Ibid..p. 131
[23] He discutido este tema en Gamio, Gonzalo “Ética y eclipse de Dios” en: Sal Térrae Nº 91, Julio – Agosto 2003 pp. 559 – 575.
[24] Kolakowski, Leszek “Jesucristo: profeta y reformador” en: Vigencia y caducidad de las tradiciones cristianas Buenos Aires, Amorrortu 1971 pp. 17 - 40.
[25] He desarrollado este punto en Gamio, Gonzalo “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” en Derecho & Sociedad Nº 24 pp. 378 – 389.
[26] “Oyeron que se dijo no matarás… pero yo les digo en cambio que el se enoje contra su hermano comparecerá igualmente ante el tribunal…y el que le diga renegado comparecerá para la gehena” (Mateo 5, 21y ss).
[27] Mateo 25,40.
[28] Schiffers, N. “Las huellas del sufrimiento en la historia y la Huella de Dios” en: Concilium N° 76 (junio 72) p. 348.
[29] Cfr. Sobre este punto Lerner, Salomón “La prensa y la verdad” en: La rebelión de la memoria Lima, IDEHPUCP-CNDDHH-CEP 2004 pp. 53 y ss.
[30] Cfr. Degregori, Carlos Iván “Perú: Identidad, nación y diversidad cultural” en: Heise María (ed) Interculturalidad. Programa FORTE-PE/ Ministerio de Educación: Lima, 2001.
[31] Lerner, Salomón “Entrega del Informe Final en Ayacucho” en: La rebelión de la memoria op.cit. p. 166.
[32] 1 - Juan 4, 20.
[33] Isaias 58, 6.
[34] Santiago 1, 27.
[35] Eduardo Arens señala agudamente que no tiene sentido sustrerse evasivamente al sentido político de importantes textos de la propia Escritura. Indica que “la interpretación política de la Biblia tiene sus raíces en la Biblia misma”. Cfr. Arens, Eduardo La Biblia sin mitos Lima, Paulinas – CEP 2004 p. 330.
[36] Consúltese sobre el tema eclesiológico Gutiérrez, Gustavo “La koinonía eclesial” en: Páginas Nº 200 Agosto 2006 pp. 18 – 35.
[37] Ricoeur, Paul La memoria, la historia, el olvido Madrid, Trotta 2003 p. 117.
[38] Cfr. Metz, J.B. “El futuro a la luz de la Pasión” op.cit. p. 333.
[39] Ibid.
[40] Cfr. Todorov, Tzvetan Los abusos de la memoria op.cit.
[41] Es cierto que es en la cultura griega en donde esa búsqueda de comunidad adquiere un rostro propiamente político.
[42] Kolakowski, Leszek “Jesucristo: profeta y reformador” op.cit. p. 34.
[43] Mucho podría decirse al respecto, mucho de lo cual resulta discutible (aunque ciertamente discutir respecto de esto es ya avanzar como comunidad dialógante, dado que algunos sectores teológicos conservadores no solamente son reacios a dialogar, sino que desestima el diálogo mismo como camino de acceso a la verdad).
[44] Metz recuerda que la memoria de la Pasión es evocada por la anámnesis cristiana al lado de la memoria de la Resurrección.
[45] Gutiérrez, Gustavo Teología de la liberación Lima, CEP 1987 pp. 23 –24 (las cursivas son mías).
[46] He desarrollado brevemente el sentido filosófico – con una mención al pasaje bíblico citado - de la expresión griega metánoia en Gamio, Gonzalo “La filosofía como preparación para la muerte. metánoia, escepticismo y fundamentalismo” (inédito). El hebreo shub – de acuerdo con las indicaciones de Eduardo Arens, con quien he discutido la primera versión de este texto, especialmente respecto de la tradición profética y su proyección en los evangelios – tiene en los libros proféticos un sentido similar al verbo griego metanoo. Shub alude al acto de remontar el camino equivocado para seguir el correcto.
[47] Cfr. Walzer, Michael Interpretación y crítica social Buenos Aires, E. Nueva Visión 1993.
[48] Cfr. Theunissen, Michael Der Andere Berlin 1977 p. 505 citado en: Habermas, Jürgen Israel o Atenas Madrid, Trotta 2001 p. 140.
[49] De algún modo este proyecto ha sido planteado – en el nivel teórico - claramente desde el Natán de Lessing. Cfr. Lessing, E.G. Natán el sabio Madrid, Espasa – Calpe 1985.
[50] Véase la entrevista realizada a Fidel Tubino en el Boletín En Alta Voz N` 1, p. 3.

Este texto ha sido publicado en en la revista Foro Jurídico. Es sabido que muchos de los detractores de la CVR se han refugiado en una cierta versión del conservadurismo religioso para rechazar la exigencia de la memoria crítica. Textos ideológicos y clamorosamente falaces, del tipo de El trigo y la cizaña y otros, siguen esa estela de falsa espiritualidad con el objeto de avalar impunidades y silencios de quienes vistieron el uniforme o desempeñaron una función pública y no estuvieron a la altura de su mandato constitucional: defender los derechos humanos y respetar la democracia. Quisiera mostrar con este texto que esa actitud nada tiene que ver con el cristianismo. Que el lector juzgue por sí mismo si esto es así o no.

No hay comentarios:

Publicar un comentario