Gonzalo Gamio Gehri [2]
1.- Una aproximación filosófico - política al concepto de sociedad civil
Desde los tiempos de la lucha contra la dictadura y la recuperación de la democracia, el concepto de sociedad civil[3] - así como su rol al interior de un régimen republicano - ha cobrado una singular importancia en la discusión pública en el país. En los fueros parlamentarios y ciudadanos, hoy se discute acerca de la necesidad de encontrar alguna forma por la que la sociedad civil pueda estar presente incluso en las comisiones de reforma del Poder Judicial o en la formación de eventuales “consejos de ética” que supervisen la actuación de los medios de comunicación o los poderes del Estado. Por otro lado, se asocia fuertemente el concepto de sociedad civil con los espacios ordinarios de participación directa del ciudadano común en los debates públicos y en el diseño de programas sociales y políticos. Se dice – y creo que con toda razón – que en nuestro tiempo podemos identificar una sociedad como realmente democrática en la medida en que cuente con una sociedad civil organizada.
En la historia de la filosofía política occidental, por “sociedad civil” se ha entendido tres cosas diferentes, que es preciso no confundir (como se ha hecho, por desgracia, muchas veces[4]). Inicialmente, societas civilis constituía la expresión latina para traducir koinonía politiké (“comunidad política”), concepto utilizado por Aristóteles y otros pensadores griegos de la vida pública. Con esta expresión se aludía a la entidad política básica, la comunidad de ciudadanos libres que construyen el bien público a través del debate y el compromiso común. Los autores romanos, Hobbes y Kant utilizaban el término como sinónimos de “Estado” y “estado de sociedad”; en el caso del segundo y el tercero – pensadores individualistas al fin y al cabo – contrastaban la societas civilis con el hipotético “estado natural” previo al “contrato” que en el imaginario ilustrado daba origen al orden social. El primero en distinguir filosóficamente entre el Estado y la sociedad civil fue Hegel, filósofo que, tanto en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas como en sus Principios de filosofía del derecho, procuró hacer justicia a la diversidad de vínculos e instituciones sociales en contra del reduccionismo contractualista de sus predecesores. En su concepción de la Eticidad moderna, Hegel reconoce con claridad tres instancias éticas de interacción humana: aquella en la que la sangre y el afecto mutuo es el fundamento de los vínculos intersubjetivos (la familia); el ámbito de las relaciones socioeconómicas desarrolladas en el mundo del trabajo y del mercado (la sociedad civil) y los espacios de deliberación y decisión políticas (el Estado). Para Hegel y los hegelianos del siglo XIX - en el pensamiento de Marx, la visión hegeliana de la sociedad civil es aplicada sin mayores cambios - se trata del espacio en el que se plantea el conjunto de conflictos de interés y necesidades, y de los vínculos pre-políticos de solidaridad particular (corporaciones) y pública (policía).
El tercer concepto de sociedad civil corresponde la definición actualmente en uso en la filosofía política contemporánea. Es también el enfoque que goza de consenso al interior de las teorías de la democracia y el que subyace a nuestras polémicas cotidianas en la arena pública. En un sentido posthegeliano - republicano o cívico-humanista, cuyo espíritu podemos encontrar en Tocqueville - se llama “sociedad civil” al conjunto de instituciones cívicas y asociaciones voluntarias que median entre los individuos y el Estado. Se trata de organizaciones que se configuran en torno a prácticas de interacción y debate relacionadas con la participación política ciudadana, la investigación, el trabajo y la fe; constituyen por tanto espacios de actuación claramente diferenciados respecto del aparato estatal y del mercado. Las Universidades, los colegios profesionales, las organizaciones no gubernamentales, las comunidades religiosas, etc., son instituciones de la sociedad civil. La función de estas instituciones – desde un punto de vista político – consiste en articular corrientes de opinión pública, de actuación y deliberación ciudadana que permita hacer valer las voces de los ciudadanos ante el Estado en materia de vindicación de derechos y políticas públicas. Ellas buscan configurar espacios públicos de vigilancia contra la concentración ilegal del poder político (y económico).
Al Estado compete la administración del poder, la sociedad civil debe velar porque el Estado no desarrolle políticas autoritarias, respete la legalidad y escuche las voces de los ciudadanos. Por otro lado, la actividad crítica de sus instituciones puede ponerle límites a las pretensiones de lobbies económicos para influir en el ámbito del Estado para imprimir en la legislación y en las medidas del ejecutivo el sello de sus intereses particulares. En un sentido importante, la sociedad civil constituye el lugar propio de la política activa en un sentido clásico, dado que configura el espacio desde el cual los ciudadanos participan – a través de la palabra y la acción – de la construcción de un destino común de vida. A través de sus instituciones – y la mayoría de nosotros pertenece al menos a una de ellas - podemos influir en las decisiones de los políticos y del Estado. La presencia de ciudadanos organizados en las instituciones de la sociedad civil permite que los asuntos públicos no queden exclusivamente en las manos de una cúpula de gobierno o de un grupo de políticos profesionales, partidarizados o “independientes”. La ciudadanía comprometida combate así los brotes autoritarios – sutiles o gruesos, como los de la funesta década de los noventa - implícitos en la lucha partidaria o gubernamental por el poder.
2.- Representación y participación. Crítica de la confusión conservadora
Desde hace algunos años – en una época que coincidía con la lucha contra el fujimorato desplegada desde la propia sociedad civil – los sectores conservadores de la política peruana han cuestionado el rol de la sociedad civil en la política moderna. Desde algunos artículos con pretensiones académicas, hasta columnas de opinión escritas desde las almenas del antiguo Expreso y el inefable La Razón, han intentado una y otra vez simplificar el carácter y alcances de la sociedad civil, así como su relevancia para la reconstrucción de la democracia peruana. En sus escritos identifican sin más la sociedad civil con las diversas organizaciones no gubernamentales que operan en nuestro país (organismos de Derechos Humanos, asociaciones de promoción social y cultural, entre otras instituciones que jamás han gozado de sus simpatías), insinuando su desconexión con el ciudadano “de a pie”. El encono con estas instituciones tiene larga data. En otro tiempo, se sugirió que estas organizaciones podrían representar “los oscuros intereses de ideologías foráneas”. Hoy, se preguntan a quiénes simplemente representan. Mientras los presidentes y parlamentarios hablan en nombre del conjunto de sus electores, los investigadores y activistas de las ONGs – y por extensión, los miembros de la sociedad civil, pues esta es el objetivo real de la crítica – no representan a nadie[5].
No voy a detenerme en el caso específico de las ONGs, que merecería un artículo aparte. Sólo señalaré que es importante resaltar la labor decisiva de muchas de estas organizaciones en la defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos más desfavorecidos en el Perú, especialmente en la época del autoritarismo y en los tiempos de la violencia. Las insinuaciones contra ellas la mayoría de las veces simplemente son fruto del prejuicio y el desconocimiento respecto de su trabajo y estructura programática. No obstante, es preciso señalar que ellas no constituyen la sociedad civil, sólo son una parte de ella. Creo sin embargo que es necesario tomar al toro por las astas y enfrentar la objeción conservadora en contra de la propia sociedad civil, tomarla en serio y responder a ella, a pesar de la mala fe que lleva implícita. En efecto, los conservadores - pienso en Francisco Tudela y en Eduardo Hernando, por ejemplo[6] – se preguntan efectivamente a quién representa la sociedad civil. Considero que la crítica encierra un grave malentendido, que revela la profunda ignorancia que padece este punto de vista respecto de las formas y escenarios de la ciudadanía democrática.
La lógica de las instituciones democráticas no se agota en la representación; ese es tan sólo el caso de las autoridades del gobierno y el de los congresistas. En virtud de los procesos electorales que los erigen como tales, ellos tienen el deber de transmitir en los fueros del Estado las propuestas y preocupaciones de sus votantes, y más allá de ellos, recoger los puntos de vista de otros sectores de la sociedad. Sin embargo, ello no impide que los ciudadanos puedan – y acaso deban – intervenir directamente en la deliberación cívica y en la configuración pública con miras a plantear sus propuestas o a cuestionar las existentes. Ellos tienen derecho a intervenir en la discusión política, a vigilar y criticar la conducta de las instituciones estatales en una democracia constitucional. Algunos políticos e intelectuales nacionales consideran que la “actividad política” se reduce a la labor de los partidos políticos y sus líderes; de modo que al ciudadano común no le quedaría otra cosa que dedicarse a sus deberes laborales y familiares y cruzar los dedos para que los “políticos” hagan “bien” su “trabajo”. Ello contribuye a reproducir prácticas autoritarias veladas, y lentamente alimenta – cuando influye en la gente - el recorte efectivo de libertades cívicas y de la acción ciudadana. Esta es la “servidumbre voluntaria”, noción que Hugo Neira ha reactualizado en uno de sus libros más recientes[7].
Esta actitud es caldo de cultivo de las reacciones autoritarias que han contribuido a desmantelar nuestras instituciones políticas y a mermar las posibilidades de la acción política. El argumento conservador, en la práctica, estimula la falta de fe del ciudadano común en su capacidad de discernimiento, convocatoria y en sus posibilidades como agente de transformación política y social. Más aún, introduce la tesis de que la política es un “arte mayor” para la que sólo es apta una élite de iniciados, conformada por profesionales de la negociación, de la administración del Estado o por “líderes natos, jefes, caudillos”, como sugiere Eduardo Hernando con singular entusiasmo[8]. El resto de los miembros de la sociedad constituye - para esa posición explícitamente antidemocrática[9] – simplemente la “masa”, el conjunto de individuos que se hallan – según palabras del propio Hernando - “demasiado corrompidos para merecer la libertad y por ende ni siquiera saben como usarla”[10]; en esta perspectiva los “políticos” deben “saber guiar” a la “plebe” hacia un “bien común” que desconocen y al que no se hayan preparados para acceder por sí mismos. Resulta increíble que en pleno siglo XXI existan quienes todavía piensen de esta forma. Lo curioso del caso es que para los portavoces de esta concepción, este ideario, más que una pieza extravagante de un museo pre-moderno, es pura y dura Realpolitik; ello dice mucho de su más que cuestionable sentido de la realidad. La “política” según el conservadurismo deviene así en el mero paternalismo respecto de los miembros de la sociedad, que son tratados como súbditos antes que como ciudadanos. El talante totalitario y excluyente de esta visión de la vida pública resulta más que evidente. Lo que predican los conservadores más extremistas (generalmente autodenominados “reaccionarios”) es simplemente la mutilación de la libertad política y la exaltación de la “dictadura comisarial”[11]. Conocemos lamentablemente – a través de la contribución de estos personajes con el régimen de Fujimori en sus brazos político y mediático - sus catastróficas consecuencias para la salud de la institucionalidad política, la cultura de los derechos humanos y la ética pública.
Pero volvamos a nuestra réplica a la crítica conservadora de la sociedad civil. Representación y participación directa son dimensiones necesarias y complementarias en una democracia. La sociedad civil no pretende usurpar la labor de los partidos o de las autoridades, sino ofrecer espacios para la práctica política ciudadana. La pregunta “¿A quién representan los ciudadanos que actúan desde las instituciones de la sociedad civil?”, no es una buena pregunta, en el sentido que no ha sido pensada con rigor, simplemente confunde los modos de actuación y convicción involucrados en los espacios de la sociedad civil. Cuando el ciudadano interviene políticamente, desde o en la sociedad civil, no representa a nadie – no a la manera de los parlamentarios o los partidos – o mejor, se representa a sí mismo en tanto agente político. No necesitamos ser elegidos para actuar como ciudadanos. El saber propio de la política es phrónesis y no epistéme: es un saber implícito en la práctica razonable del diálogo y el compromiso común, fruto de la paideia y no de alguna misteriosa “ciencia”. Corresponde a la sabiduría práctica que los antiguos identificaban con la ética. El ciudadano puede optar por participar en el debate político sin que nadie pretenda hablar por él. Sin el soporte de la praxis cívica, la representación puede derivar en el “tutelaje” de las autoridades estatales, de los partidos políticos o aun de ciertas instituciones sociales (por ejemplo, en el antiguo imaginario social conservador, a las Fuerzas Armadas y a la Iglesia Católica se les había asignado el rol de “instituciones tutelares” de la nación, desde un punto de vista de suyo incompatible tanto con los principios de un Estado de Derecho como con los valores originarios de estos mismos organismos sociales, perfectamente afines al pluralismo democrático[12]). Pero en una democracia ninguna autoridad o institución puede usurpar el lugar que le corresponde al juicio y la deliberación ciudadanas como generadores de legalidad y vida en común.
3.- A modo de conclusión. Construir el propio destino.
Construir “espacios intermedios” entre los la sociedad en general y el Estado – espacios de deliberación y elección de programas sociales y políticos de largo alcance – constituye un paso fundamental en un auténtico proceso de democratización de nuestra sociedad y sus instituciones. Con ello se busca generar escenarios de libertad que pongan límites a las eventuales pretensiones monopólicas del poder estatal y los partidos. En la medida en que el ciudadano ejercite sus derechos políticos actuando en concierto, el poder político podrá descentralizarse efectivamente. La democracia no es algo que pueda realizarse plenamente exclusivamente desde arriba: antes bien, la ausencia de mediaciones públicas (y la desidia ciudadana) empuja a los gobernantes y los políticos a posiciones autoritarias. Las instituciones de la sociedad civil son creación de la ciudadanía activa, no de iniciativas del Estado. Nacen de la necesidad misma de la participación cívica: muchas veces ese nacimiento puede ser conflictivo, puesto que se trata de espacios distributivos del poder que los poderes oficiales no suelen conceder. Se trata de conquistas sociales, no de concesiones gratuitas. No en vano el anhelo de sociedad civil surgió hace unas décadas en el contexto de las demandas de participación política y las protestas ciudadanas contra las dictaduras comunistas de Europa del Este. En el Perú, dichas luchas tuvieron lugar en las movilizaciones cívicas contra el fujimorismo.
En circunstancias como la presente, en la que tenemos que afrontar una precaria transición democrática en medio de una cierta apatía del Estado y los protagonistas políticos tradicionales, la sociedad civil tiene una gran responsabilidad en lo referente a la consecución de políticas exitosas en materia de la lucha anticorrupción y en el seguimiento a las recomendaciones de la de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR). La recuperación pública de la memoria y la vindicación de la justicia en asuntos de Derechos Humanos y ética pública son tareas esenciales para reconstruir nuestras instituciones y los lazos sociales que la violencia y la exclusión se han encargado de fracturar. La voz de las víctimas queda condenada al silencio si su dolor permanece inexpresado, si su historia deja de ser contada. Las investigaciones de la CVR sobre el conflicto armado interno, así como los estudios sobre las causas de la corrupción pública y la cultura autoritaria en el Perú merecen ser tema de discusión al interior de los foros de la sociedad civil[13]. Las universidades, iglesias y organismos sociales – en la persona de los ciudadanos que pertenecen a estas instituciones – definitivamente tendrán algo que decir sobre ellos. Callar, en estos casos, sólo contribuye con el imperio de la impunidad y el despotismo. Esto es patente hoy en cuanto los sectores autoritarios parecen recomponerse y conspiran en contra de la transición política.
Defender el ejercicio de la acción política tiene una especial significación para la configuración de la democracia y de la libertad. Sin foros deliberativos generadores de opinión pública, no podemos hablar de políticas democráticas. Se trata de contar con escenarios para la construcción del propio destino, en los que podamos ser capaces de convertirnos en coautores de la ley y las instituciones que rigen nuestra vida en común. Necesitamos una ética “cívica” – utilizo deliberadamente una expresión que los detractores de la democracia han pretendido denigrar y satirizar, un concepto cuya alta dignidad es preciso restablecer – que, discutida desde la escuela, pueda promover los bienes de la acción ciudadana y el espíritu crítico. El peor enemigo de la vida democrática, y también de la ética, es evidentemente la in-diferencia, la escasa o nula disposición a procurar distinguir entre lo que nos hace libres y lo que no, el tenebroso vacío del “todo da igual”, que tanto beneficia a la concentración del poder y la corrupción y anula el sentido de ciudadanía.
No es difícil percatarse de cuán decisivo para la concreción de las libertades políticas es la existencia de la sociedad civil. Ella configura espacios ciudadanos para la crítica y el compromiso cívico directo. Frente a la vocación administrativa del Estado, y los peligros que ella conlleva - la corrupción y el autoritarismo, por ejemplo - el espíritu vigilante de la sociedad civil constituye un elemento necesario para mantener el aparato estatal y las organizaciones partidarias en el cauce democrático. Esta tesis llama nuestra atención acerca de la importancia fundamental de la disposición del ciudadano común frente a la actividad política. Contrariamente a lo que suele pensarse, su interés por la participación o su renuencia a intervenir en los asuntos públicos genera consecuencias decisivas en lo relativo a la solidez de las instituciones democráticas o en su defecto, al reciclaje de los dictadores corruptos que han lacerado nuestra corta vida republicana. Podemos elegir ser súbditos o ser ciudadanos, atreverse a evaluar críticamente los proyectos y puntos de vista sociopolíticos, o someterse a los designios de nuestros gobernantes o representantes. Elegir no sólo repercute en la adopción de nuestro modo de vida, sino en el sistema entero de instituciones y leyes. Abstenerse de optar implica por sí mismo haber elegido ya. Como tantas veces en la historia, el futuro de la democracia está en las manos de sus ciudadanos y no exclusivamente sobre los hombros de la autodenominada “clase dirigente”. Nuestro reto estriba en elegir o no erigirnos en actores políticos.
[1] Una primera versión de este artículo ha sido publicado en PALESTRA, portal de asuntos públicos de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
[2]Gonzalo Gamio Gehri es Licenciado en filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú y actualmente es candidato al Doctorado por la Universidad Pontificia de Comillas, donde ha obtenido también el Diploma de Estudios Avanzados en filosofía. Es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, en el ISET “Juan XXIII” y en el Instituto Juan Landázuri Ricketts.
[3] Voy a recurrir en este texto a trabajos previos sobre el concepto de sociedad civil que he elaborado para el Glosario de términos desarrollado por el Grupo de Apoyo a la CVR conformado por un equipo de profesores de filosofía de la PUCP.
[4] Confróntese por ejemplo, Hernando, Eduardo ”¿Y ahora quién podrá salvarnos?: ¿la Sociedad Civil ola Sociedad Anónima?” Deconstruyendo la legalidad Lima, PUCP / ADP 2001 pp. 213 – 238. Allí se confunde sistemáticamente el sentido hegeliano – marxista con el concepto republicano, que desarrollaré en un momento.
[5] Esa fue la crítica esbozada por Francisco Tudela en un breve libro editado por el Parlamento al final de la década pasada. Véase Tudela, Francisco Libertad, globalización y políticas nacionales Lima, Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2000.
[6] Véase nuestras dos notas anteriores.
[7] Cfr. Neira, Hugo El mal peruano 1990 – 2000 Lima, SIDEA 2001. Véase la sexta parte.
[8] Hernando, Eduardo “Libertades republicanas para el nuevo nomos peruano ¿Necesitamos realmente más derechos?” en: Ius et Veritas 24 (junio 2002) p. 332. El eco totalitario es manifiesto.
[9] He desarrollado una crítica detallada de esta posición (que es claramente neofascista) en: Gamio, Gonzalo “¿Pensando peligrosamente? La teoría política reaccionaria y el mito del retorno del `Orden Natural´ ” Pensamiento Constitucional Año VIII, N° 8, pp. 465 – 85 2002.
[10] Hernando, Eduardo Pensando peligrosamente: el pensamiento reaccionario y los dilemas de la democracia deliberativa Lima, PUCP 2000 p. 87.
[11] Ibid., véase la cerrada defensa de Schmitt y Donoso desarrollada allí.
[12] Es sabido que algunos sectores (paleo)conservadores – que hicieron del inefable diario La Razón su peculiar tribuna política – procuraron reuperar la tesis decimonónica de ungir a las Fuerzas Armadas y a la Iglesia Católica como instituciones tutelares. Es evidente 1) que esta actitud es incompatible con la democracia, puesto que no existe ninguna autoridad política sobre el poder civil expresado en el discernimiento de los ciudadanos, la ley y las instituciones propias de un estado de derecho y 2) que, en virtud de los principios del Concilo Vaticano II en torno a la libertad religiosa y la relación Iglesia – Estado, así como los principios ético – sociales de la autonomía pública y privada, los católicos no tenemos ninguna razón suscribir esa extraña posición.
[13] He desarrollado el tema de la CVR en mi artículo “La política de la inclusión. Justicia transicional, espacios comunicativos y sociedad civil”, en Pastores del nuevo milenio N° 6, enero – julio 2004 pp. 15 – 43.
Gonzalo
ResponderEliminarTe felcito tu articulo my bueno, me gustaría que se difunda a traves de un libro que esté al alcance las mayorías, para ver si tomamos conciencia y asi ser ptotagonistas defendiendo nuestros derechos.
Excelente
Walter
bueno excelente el articulo en nuestros dias ya no se este tipo de actos no solo publicar el articulo sino tyambien ejecutarlo
ResponderEliminarBuena refrescada de memoria de los conceptos aprendidos en clase, Maestro!!
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