lunes, 23 de abril de 2007

CIUDADANÍA, DERECHOS HUMANOS Y LUCHA POR LA MEMORIA











Gonzalo Gamio Gehri


1.- Justicia transicional y esclarecimiento de la memoria[1].

De acuerdo con una de las intuiciones prácticas más arraigadas en las democracias constitucionales, la cultura de los Derechos Humanos constituye el corazón mismo de nuestro lenguaje moral y político contemporáneo. Esto se pone de manifiesto incluso en lugares del mundo occidental en donde tales derechos se violan o conculcan – por ejemplo, en nuestras frágiles sociedades latinoamericanas, que padecen regímenes políticos precarios o sucumben ante tenebrosas ofertas autoritarias –, los grupos armados o los gobiernos que perpetran tales crímenes tienden a dirigir su discurso y acciones a negar la existencia de tales delitos, ocultar las evidencias y a “demostrar” que “en realidad” la vida y las libertades de las personas sí se respetan en los espacios que se hallan bajo su jurisdicción e influencia. Intentar tapar cobardemente el sol con un dedo ha sido una práctica común entre los perpetradores y quienes los encubren: alguna vez una ex congresista, devota de la dictadura a la que servía, llegó al extremo de sugerir que los estudiantes salvajemente asesinados por paramilitares se habrían “autosecuestrado”. Aún la práctica de la “guerra sucia” y los mecanismos de control político re-velan un cierto sentido de trasgresión que sólo puede resultar inteligible desde el reconocimiento (instrumental o no) del poder espiritual de la cultura de los Derechos Humanos en nuestro mundo.

Entre todos los instrumentos – incluidos los violentos y los “políticos” – que los perpetradores de crímenes de lesa humanidad utilizan para encubrir sus delitos, ninguno es tan perversamente “eficaz” como el control sobre la memoria. No se trata ya de atentar contra los testigos de violaciones de Derechos Humanos, o a desacreditarlos ante la opinión pública desde medios de comunicación digitados por quienes ejercen la violencia, o someterlos a investigaciones realizadas desde los sistemas de inteligencia adictos a las dictaduras. Se trata de la construcción de una “historia oficial” que elimine los rastros de las desapariciones, las torturas, el abuso de poder. Una historia que guarde silencio sobre las víctimas, que las convierta en invisibles o incluso en presuntamente “irreales”. A lo largo de las últimas semanas hemos asistido a una nueva y penosa campaña mediática contra la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) – urdida por sectores conservadores en la “clase política” y las Fuerzas Armadas – orientada a desautorizar las proyecciones estadísticas a través de las cuales (en consonancia con investigaciones similares en torno a conflictos armados) se precisaba la cifra de muertos y desaparecidos en el período del terror y la represión. Más allá de las consideraciones técnicas del caso, la sociedad peruana pudo asistir al patético espectáculo de reconocer a ciertos directores periodísticos, congresistas y militares en retiro regateando el número de víctimas, como si el hecho que fuesen treinta mil o setenta mil los muertos marcase la diferencia frente al escándalo de la crueldad, el desamparo y la indolencia en el contexto de la violencia dirigida en contra de nuestros compatriotas. Diríase que la lucha de quienes apuestan por el esclarecimiento de la tragedia vivida consiste ya no tanto en mostrar que miles y miles de peruanos murieron miserablemente a manos de la insania terrorista o la represión militar y policial en un clima de indiferencia de parte de las autoridades y los ciudadanos; se trata ahora de demostrar que esos millares de víctimas existieron alguna vez, vieron la luz del día, formaron sus hogares y trabajaron la tierra, para luego desaparecer en circunstancias de extrema violencia e injusticia.

En este sentido, el esclarecimiento de la memoria constituye la actividad básica en la defensa propiamente ética y política de los Derechos Humanos. Escuchar la voz de las víctimas, desenterrar las fosas comunes, reconstruir aquella historia dolorosa que los perpetradores de un lado y del otro pretenden acallar por la fuerza o maquillando los hechos del pasado. La recuperación de la memoria del sufrimiento es un proyecto que involucra la participación del ciudadano y que pone a prueba la fortaleza de sus vínculos de lealtad para con la comunidad que habita. Sin una ética cívica las políticas del recuerdo son imposibles: las comisiones de la verdad le dan un primer impulso al camino de desocultamiento del daño social padecido – ellas remueven el suelo de las historias oficiales – pero el proceso de recuperación de la memoria es una tarea pública. Investigaciones como la realizada por la CVR ofrecen a la ciudadanía un documento riguroso que sirve de insumo al trabajo de interpretación y deliberación al interior de los espacios abiertos de la sociedad civil y del Estado con el fin de conocer las causas y las consecuencias del conflicto armado, castigar a los culpables y sentar los cimientos de la reconciliación social y política.

Las políticas de la memoria (y de la reconciliación[2]) constituyen un elemento medular de los procesos de justicia transicional, vale decir, el proyecto político que conscientemente asumen ciertas sociedades que han padecido regímenes dictatoriales funestos, o que han afrontado conflictos armados desgarradores, y que - una vez recuperado el orden constitucional y el imperio de la ley - deciden examinar la tragedia vivida y asignar responsabilidades de diverso cuño entre los protagonistas de la violencia, los sectores dirigentes y la ciudadanía en general. Con frecuencia son los gobiernos de transición quienes recogen de la sociedad civil organizada y de los ciudadanos la necesidad incondicional de verdad, justicia y reparación. Como sabemos en virtud de lo vivido en el país, el compromiso con la justicia transicional implica con frecuencia la dura tarea de enfrentar una serie de resistencias singularmente poderosas: el encono y la hostilidad de grupos de interés social y político muy influyentes – para empezar, los propios perpetradores, así como parte de la autodenominada “clase política” comprometida abiertamente con la impunidad y el silencio -, la desidia de las autoridades gubernamentales, incluso la indiferencia de un sector de la población, seducida por los afanes del día a día o quizás sumida en el desencanto político más visceral. No obstante, esta clase de trabajo crítico constituye un momento imprescindible para la concreción de un proceso efectivo de reconstrucción democrática y de reestructuración de los lazos sociales.

2.- La amenaza de la injusticia pasiva.

La recuperación pública de la memoria es una tarea democrática – democratizadora– en dos sentidos éticamente relevantes. En primer lugar, porque el examen colectivo del pasado violento permite reconocer las fracturas sociales y formas de exclusión que produjeron las condiciones estructurales de los conflictos armados y de la autocracia (por ejemplo, las múltiples formas de injusticia distributiva imperantes, así como la práctica del autoritarismo en la educación escolar). Tal examen contribuye a la formación crítica del juicio de los agentes políticos respecto de su propia responsabilidad frente a la violencia y al imperativo de fortalecer las instituciones y el cuerpo legal, así como las prácticas sociales que protegen los derechos de las personas e instituciones que componen la sociedad. En esta línea de reflexión, la reconstrucción hermenéutica de esta historia de sufrimiento sirve de impulso a un proceso de refundación de la res pública, de modo que los hechos de violencia no se repitan jamás. La revisión consciente del pasado hace posible que las heridas cicatricen y la sociedad pueda afrontar un tiempo nuevo, en el contexto del ejercicio de las libertades ciudadanas y la regulación pacífica de sus conflictos.

El segundo sentido alude al diseño de políticas de inclusión que permitan restituirles a las víctimas la condición de ciudadanos que les había sido arrebatada en virtud de la lesión de sus derechos. La recuperación de la memoria, la acción de la justicia y de la reparación permiten que las víctimas abandonen la situación de invisibilidad para reasumir su lugar en el espacio público, aquel ámbito que Hannah Arendt señalaba como el “espacio de aparición” de lo propiamente humano, en el cual los agentes pueden actuar con otros, así como contar (y compartir) una historia que los presente como tales[3]. El hecho terrible de la exclusión y la violencia convirtió a decenas de miles de compatriotas – ante los ojos del “Perú oficial” y desde la historia que éste compone - en socialmente insignificantes (en tanto no hispanohablantes, campesinos, indocumentados) y por lo tanto en víctimas invisibles de crímenes cuya existencia se niega o no se registra en los anales de la historia oficial y en sus proyecciones estadísticas. Sólo el trabajo ético – político del recuerdo puede sacar a la luz lo que se pretende dejar oculto e impune. Escuchar la narración de lo vivido por las víctimas y hacer nuestro su dolor para acoger sus demandas de justicia constituye el primer paso para construir una república de ciudadanos, libres e iguales ante la ley.

Pero hay una serie de escollos que la recuperación pública de la memoria debe afrontar en el contexto de su lucha cívica. Ya hemos mencionado la promoción de “políticas” de silencio u olvido de parte de aquellos sectores de poder de alguna forma comprometidos con la causa de la impunidad (la ley de amnistía constituye un buen ejemplo de esta funesta actitud); no obstante, el silencio frente a la historia del sufrimiento tiene múltiples aliados, algunos de un singular comportamiento sutil. Vivimos en un tiempo que valora especialmente la fluidez de la información pero que no aprecia particularmente la narración de experiencias particulares que sean fuente de significación moral, menos aun la que nos echa en cara nuestra insensibilidad o nuestra condescendencia frente al crimen; los medios de comunicación de masas (en sentido estricto, empresas de la información) prefieren sumergirse en la inmediatez de la novedad y la exploración de la coyuntura, en la excitación cutánea del escándalo que asegure ventas. “La información”, escribe Walter Benjamin, “cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse a él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo”[4]. Cuando la tragedia deja de ser noticia, se torna virtualmente irrelevante, y se la condena sin ningún escrúpulo a salir de la escena mediática.

Pero si buscamos al mayor enemigo de la memoria crítica, sin duda lo encontraremos en nosotros mismos. No existe medida institucional u oficial en pro del silencio que pueda prosperar sin contar con la complicidad de los propios individuos. La indiferencia frente a las violaciones de los Derechos Humanos va de la mano con la falta de fe respecto de nuestras capacidades para la acción cívica. Cicerón ha señalado en Sobre los Oficios que el ciudadano común puede actuar de manera pasivamente injusta cuando consiente en apañar el delito o la violencia ejercida sobre sus semejantes, o cuando permite que los gobernantes o sus conciudadanos lesionen el Estado de derecho y concentren el poder en pocas manos[5]; esta actitud se pone de manifiesto cuando, ante el penoso espectáculo del crimen y el dolor ajeno, el agente prefiere mirar hacia otro lado y concentrarse en sus preocupaciones personales, refugiándose en el limitado escenario de la vida privada: “nadie de mi entorno inmediato ha padecido violencia, no he atentado yo contra los derechos de otros, estas violaciones no me conciernen”, piensa para sí. La consecuencia de esta actitud es la (tácita) renuncia al ejercicio de la ciudadanía.

El repliegue del individuo hacia sus asuntos privados, así como su creciente desinterés por lo político, conspira en favor de la violencia y la tentación autoritaria – que tanto ha estado presente en nuestra historia -, y abona el terreno para el imperio del silencio frente a los delitos de lesa humanidad. La injusticia pasiva mina la posibilidad de afirmación del ethos democrático y la defensa de los Derechos Humanos. En una sociedad libre en la que sus ciudadanos están bien dispuestos a participar activamente en los asuntos que interesan a las comunidades – por ejemplo, en formas de vigilancia cívica desde la sociedad civil -, el peligro de la violencia y la impunidad puede ser prevenido o combatido con éxito. El poder democrático radica básicamente en la capacidad de los ciudadanos de actuar en coordinación[6] - a través de la deliberación pública y la movilización común -, influir en las políticas públicas y participar en el diseño de la agenda política. En contraste, la injusticia pasiva fortalece las conductas totalitarias, promoviendo el aislamiento y el sentimiento de impotencia entre las personas, de modo que la toma de decisiones termina siendo monopolizada por una cúpula de gobierno o por una ‘élite de dirigentes’[7]; nada de esto puede suceder sin la complicidad de los individuos y de las comunidades civiles. No existe señor sin siervo.

La retirada de la acción política conlleva la pérdida de libertades y derechos básicos, el desinterés frente a la memoria de la violencia promueve el silencio y la impunidad (ya ni siquiera el olvido: ¿cómo podría pretender olvidarse aquello que permanece invisible – vale decir, inexistente desde un punto de vista social y político – para la conciencia y la opinión pública?). No podemos hablar de un régimen democrático allí donde sus usuarios se muestran indiferentes frente al destino de sus compatriotas, sus deudos, sus cuerpos; no podemos evocar la vigencia de la legalidad allí donde sólo los miembros de un cierto sector minoritario en lo étnico, cultural y socioeconómico son reconocidos como los únicos titulares de derechos, en contraste con la mayoría de habitantes del ande, la amazonía o las zonas periféricas de las ciudades, que han sido de antemano excluidos de la protección de la ley y del acceso a la esfera pública, incluso para llorar a sus muertos.

3.- Un reto decisivo para la ética cívica.

En estas páginas he querido mostrar a) que la recuperación crítica de la historia de la violencia y de la injusticia constituye una condición esencial para la defensa de los Derechos Humanos; b) que esta es una tarea eminentemente política en el mejor sentido de esta expresión (el de la participación directa del ciudadano en la vida pública); c) que la desidia frente a la acción cívica constituye la principal fuente de corrosión de cualquier proyecto vinculado a la constitución de la democracia y las políticas de memoria: ella prepara la mesa para el nuevo e inminente festín autoritario[8] y bien puede ahogar las esperanzas de la justicia y la reparación. Creo que es importante insistir hoy en este último punto, dadas las nuevas ofertas de “mano dura” provenientes de cierto militarismo, por un lado, y las viejas promesas de restauración de aquella propuesta dictatorial que padecimos en la década de los noventa, por el otro. Constituye una exigencia para la ciudadanía defender desde los espacios públicos con que contamos, el vulnerable proceso de transición política iniciado hace tan pocos años.

No es en absoluto evidente que la preocupación por la reconstrucción pública de la memoria se abra camino en el Perú de hoy. El importante tema de las recomendaciones y las reformas institucionales propuestas por el Informe Final de la CVR prácticamente ha desaparecido de la agenda de debate para casi la totalidad de los partidos políticos y los medios de comunicación. Basta echar una mirada al diseño de las planchas presidenciales en las últimas elecciones para constatar (acaso con alguna excepción) la nula atención a las exigencias de la memoria e incluso el rechazo explícito de los trabajos de justicia transicional en el país; incluso un conocido congresista se atrevió hace un tiempo a proponer una “nueva amnistía” para garantizar la impunidad de militares procesados por crímenes de lesa humanidad. La constante es la apuesta por un “gobierno fuerte” que incluso cuenta, en las diversas formulas electorales, con no pocos adversarios confesos de las políticas de Derechos Humanos en los años más oscuros de la guerra sucia.

Son las instituciones de la sociedad civil los grupos y asociaciones que han acogido con mayor entusiasmo y rigor analítico los retos de la justicia transicional y la causa de las víctimas: algunas universidades e instituciones de educación e investigación, colegios profesionales, organizaciones no gubernamentales, así como ciertas comunidades religiosas progresistas – evangélicas y católicas – de clara vocación democrática. En el grueso de la sociedad peruana, particularmente los jóvenes han asumido el compromiso con el ejercicio de la ciudadanía y con el imperativo de la justicia. La conformidad de facto de los políticos y la “clase dirigente” frente al silencio y la historia oficial de la violencia ha puesto de manifiesto ante la juventud que, si el futuro que queremos está vinculado estrechamente con la reconstrucción democrática y el proyecto de reconciliación, sólo puede confiarse en las capacidades del ciudadano común para la movilización, la conversación cívica y la acción común. No existe otra alternativa para las políticas de memoria e inclusión.

Los desafíos planteados por la lucha cívica por los Derechos Humanos y la democracia nos confronta con un dilema crucial que pone a prueba nuestra disposición para la ciudadanía efectiva. Ante la precariedad del régimen político y el porvenir incierto de la transición y las medidas de justicia para las víctimas de la violencia, podemos asumir el rol de espectadores, situarnos en una posición externa respecto de aquello que sucede en la “escena política”; cuyos únicos protagonistas son nuestros “representantes”. En este caso, si las cosas salen mal, podemos quejarnos amargamente de la conducta de “los políticos” (a quienes hemos elegido y a quienes hemos entregado sin reparos nuestra ‘voluntad política’), e incluso renegar a nuestras anchas del “sistema”: de este modo, hemos proyectado sobre otros el peso de lo que acontezca con nuestra comunidad y sus miembros. Pero contamos con una segunda posición posible. Podemos asumir la perspectiva del agente político – por cierto complementaria de los procedimientos democráticos de representación –, el enfoque del sujeto práctico involucrado activamente con sus conciudadanos en los problemas de la vida pública, y por tanto responsable de sus eventuales consecuencias sociales. No creo que exista una tercera opción para estos asuntos, de manera que tenemos que elegir entre las dos la actitud que asumiremos frente al complejo predicamento ético – político que nos toca afrontar. En un sentido fundamental, el futuro y la viabilidad de nuestras instituciones dependen de nuestra decisión.







[1] Texto redactado a principios de 2006. Sirvió de base para un ensayo mayor que será publicado en Cuestión de Estado.
[2] La dimensión de la ‘reconciliación’ fue introducida agudamente por el proyecto de la CVR. Me he ocupado del tema de las política de la reconciliación en Gamio, Gonzalo “Ética cívica y políticas transicionales” en: IDEHPUCP, El incierto camino de la transición: a dos años del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación Documento de Trabajo Serie Reconciliación Nº 1 Lima, IDEHPUCP 2005 pp. 61 – 75 y en “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” en: Derecho & Sociedad Nº 24 pp. 378 – 389.

[3] Arendt, Hannah La condición humana Madrid, Seix Barral 1976 p. 262 y ss.
[4] Benjamin, Walter “El narrador” en: Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV Madrid, Taurus 1991 pp.117 -118.
[5] Cfr. Cicerón Los oficios, Madrid, Espasa – Calpe Libro primero, capítulo VII; véase asimismo Shklar, Judith N. The Faces of Injustice, New Haven and London, Yale University Press, 1988, pp. 40 – 50.
[6] Cfr. Arendt, Hannah La condición humana op.cit., p. 264.
[7] Véase Tocqueville, Alexis de, La democracia en América, Madrid, Guadarrama 1969 p.259.

[8] He desarrollado este tema más directamente en Gamio, Gonzalo “La política de la inclusión. Justicia transicional, espacios comunicativos y sociedad civil en el Perú” en: Miscelánea Comillas Nº 62 Madrid, UPCO 2004 pp. 243 - 271.

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