Gonzalo Gamio Gehri
Un viejo político británico solía
decir que “la democracia es el peor sistema de
gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás”.
Winston Churchill era famoso por sus declaraciones sesudas y llenas de
sarcasmo. Su juicio sobre la democracia entraña una lúcida lección. Se trata de
una herramienta algo precaria – pues su estabilidad requiere de un sentido
fuerte de ciudadanía y (por consiguiente) de instituciones sólidas respaldadas por
los ciudadanos -, pero potencialmente eficaz para plantear y resolver
conflictos al interior de la sociedad.
Churchill tiene razón cuando
plantea su reflexión en un sentido comparativo. La democracia es un régimen
político que se propone organizar el ejercicio del poder a partir de la
vigencia de un sistema de derechos y libertades individuales, que incluyen la
toma de decisiones basada en la deliberación pública y la alternancia de
quienes desempeñan funciones de Estado. Aspira con ello a realizar nuestras
expectativas de autonomía, de justicia y de bienestar. Los otros modelos que
compiten con ella – el ya derrotado
fascismo y el comunismo – se han revelado totalitarios; ellos pretenden
organizar la vida de los individuos sin el concurso de su propia opinión, a
partir de un régimen de partido único o de Estado corporativista, sin espacio
alguno para la discrepancia o la expresión del pensamiento. La sombra de Hitler
y Stalin todavía rondaban el mundo, y el gobierno de Franco todavía ejercía su
poder en España. Observar las potenciales debilidades de la democracia liberal
suponía observar en detalle a sus rivales.
Tiene sentido sin duda apreciar
una forma de vida política basada en las acciones coordinadas de sus usuarios –
los ciudadanos – y en el reconocimiento de los derechos universales de cada uno
de ellos. Un régimen que no se reclama producido por la voluntad de Dios, por
la decisión de un grupo de individuos que comparten un linaje ancestral que ellos mismos juzgan especial, o
por la intervención de una clase social racionalmente iluminada que dice
conocer las leyes objetivas de la historia. Un sistema político en el que
existen modos de fiscalizar la conducta pública de los funcionarios, y de
incorporar temas nuevos en la agenda pública, que sean de interés ciudadano.
Una cultura política felizmente
antropocéntrica está a la base de los programas democráticos que conocemos. No
nos desconcierta que sean los viejos partidarios de las teocracias, las rancias
aristocracias de origen feudal y las más anacrónicas visiones epistémicas de la
historia las que pretendan condenar los intentos de cimentar el régimen democrático
entre nosotros. Y pretenden hacerlo en nombre de un extraño saber cuyos
fundamentos no saben sostener.
La democracia busca encontrar
mediaciones que ponderen – no anulen – la tensión política entre las exigencias
de la justicia y las demandas de la libertad individual. Se plantea el
necesario diseño de reglas e instituciones que establezcan contrapesos en el
uso del poder. Con frecuencia, estos ideales enfrentan obstáculos poderosos –
gobiernos con pretensiones autoritarias, la presión de corporaciones y grupos
de poder económico o de otro tipo, presencia de corrupción, etc. -, de forma
tal que el proyecto democrático tienda a debilitarse, incluso en medio de la
incredulidad de los propios ciudadanos. Pese a todo, la democracia constituye
una meta política por la que vale la pena vivir. La nutren antiguos e
importantes valores públicos a cuyo logro no podemos renunciar.
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