Gonzalo Gamio Gehri
Hemos discutido en más
de una ocasión la aguda descripción que se ha hecho de la nostalgia desde la
literatura. Dante, Goethe, Novalis, Wordsworth y Sábato han sido nuestros
héroes. Todos ellos se han referido al esfuerzo infructuoso de detener el
instante. La pérdida de
quienes queremos, la distancia temporal de aquellas vivencias que percibimos
fundantes genera una herida que no cicatriza sin más. Poetas, místicos y
novelistas han seguido con atención esta clave en la conexión entre la vida y
su temporalidad.
La experiencia de la
retirada del instante y su plenitud, de eso se trata. Quien a mi juicio ha
descrito esta vivencia crucial de manera aún más radical en décadas recientes
es Paul Auster. Su novela corta El país
de las últimas cosas es una descripción esclarecedora no sólo de la
nostalgia, sino de la desestructuración de lo real, si cabe decirlo. Describe
cómo las cosas como tales desaparecen, de modo que ni siquiera cabe volver
sobre los propios pasos. Esa situación genera una feroz lucha por la
supervivencia de quienes no pueden suponer un mundo dado ni estructurado bajo
sus pies como base para su propio actuar. La nostalgia se convierte en una
tarea heróica, pero cuestionable. Las cosas se van desvaneciendo poco a poco –
el recuerdo se convierte en una herramienta sólo discutiblemente útil – la solidez
de la acción y de los vínculos humanos se va desvaneciendo de a pocos.
Esta desestructuración
es lenta pero inexorable y pone a prueba la capacidad de reflexión y percepción
de las personas. Y las cosas que quedan desaparecerán, eso lo saben quienes
moran ese sombrío escenario. La gente comienza a perseguir la muerte como una
forma de escape de esa extraña realidad distópica. Auster describe un mundo en el que se multiplican los suicidas y los asesinos.Se trata de un mundo del que ha guido cualquier atisbo de sentido.
“Lo que realmente me
asombra no es que todo se esté derrumbando, sino la gran cantidad de cosas que
siguen en pie. Se necesita un tiempo muy largo para que un mundo desaparezca”.
Lo que se mantiene como real anuncia su ulterior aniquilación, de modo que nada a la
larga permanece. No hay lugar por tanto para la fe o la esperanza. La
eliminación del pasado desestructura el presente y imposibilita el porvenir. La
protagonista, Anna, deambula perdida en el país de las últimas cosas intentando
hallar a su hermano, contemplando el proceso de destrucción que afronta todo a
su alrededor. Escribe su relato anhelando de que éste pueda dejar algún
registro de realidad en medio del advenimiento de esta negatividad universal.
La escritura, en Auster como en sus insignes predecesores, se convierte en un
intento por desafiar la muerte y el inexorable avance de la anulación de todo. La escritura persigue preservar la presencia de lo que tiende a disolverse en el aire. La palabra se enfrenta así a la reducción de todo al silencio y a la nada.
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