Gonzalo Gamio Gehri
1.- Identidad narrativa.
Quizás sea un lugar
común en filosofía destacar el ineludible lugar de las otras personas en la
formación de la identidad individual. Con todo, no perdemos nada repitiéndolo o
reforzando esta idea. Por doquier, la sociedad contemporánea – acusando la
poderosa influencia del individualismo,así como las mentalidades basadas en la
competencia económica y el razonamiento estratégico – predica y difunde la
tesis de que te construyes a ti mismo, que el éxito genuino consiste en lograr
tus metas a punta de esfuerzo y sin deberle nada a nadie. “Cada cual cuenta por
uno, nadie por más de uno”, reza una antigua fórmula utilitarista. Esta clase
de pensamientos presupone a su vez que la única libertad que cuenta es aquella
que se concibe como ausencia de impedimentos externos.
Pero esta
suposición ideológica no se condice con los hechos. Si atendemos a cómo
construimos nuestra identidad – el sentido de quiénes somos, así como la
percepción de nuestro lugar y dirección en el espacio y el tiempo de las
relaciones humanas – caeremos en la cuenta que nuestros propósitos más
valorados, nuestras actividades vocacionales y nuestro estilo de vida no son
una mera creación individual. Son producto de un proceso de formación y
elección que se constituye en el curso mismo de nuestra vida. En este proceso
intervienen diferentes personas, a través de cuyo contacto descubrimos y
configuramos aquello que puede otorgarle sentido a nuestra existencia. Parientes,
maestros, amigos, amantes o conciudadanos contribuyen a hacer de nuestra vida
un auténtico espacio de realización humana.
La manera más
estricta de dar cuenta del curso de mi vida es la composición de una narración[1].
Un relato que pueda hacer explícito quién soy a partir de las decisiones que he
tenido que tomar, los conflictos sobre los que he tenido que discernir, el tipo
de ser humano que he elegido ser, lidiando con diferentes situaciones
biográficas concretas. Esta historia se elabora de manera retrospectiva, de
modo que se reconstruyen las vivencias pasadas a la luz de las presentes:
aquello que hemos experimentado constituye el horizonte del tipo de persona que
somos. El que esta narración ponga de manifiesto un hilo conductor consistente
a pesar de las circunstancias de crisis que ella describe en determinados
episodios de la vida, permite preservar la unidad del yo, cuya existencia se
cuenta a otros y pretende ser esclarecida a través del relato mismo. Esta
estructura narrativa hace posible que el narrador – uno mismo – y sus
interlocutores puedan identificar (y discutir) los pasos que el agente sigue
para afrontar dilemas, deliberar y elegir cursos de acción alternativos en
situaciones complejas.
Como resulta
evidente, nosotros somos los protagonistas de nuestra propia narrativa vital.
Sin embargo, ese relato acusa la presencia de personajes principales y
secundarios, que intervienen en nuestra vida e introducen giros – a menudo
imprevistos – en el relato. Ellos le brindan suspenso, o situaciones cómicas,
conmovedoras o conflictivas. Para que el relato sea consistente y fidedigno, es
preciso que incorporemos esos giros en la narración, y que nos tomemos el
tiempo de interpretar y discutir con otros su significado para la totalidad del
curso de nuestra vida. Alasdair MacIntyre sostiene que, si intentáramos
deliberadamente omitir de la historia de nuestra vida la presencia y el impacto
en ella de quienes han influido severamente en nuestra existencia,
condenaríamos nuestra narrativa vital a la incoherencia y la inteligibilidad.
Nuestras vidas tienen una estructura narrativa, y toda narrativa vital tiene la
forma de la conversación. “La mitología, en su sentido originario”, concluye MacIntyre, “está en
el centro de las cosas”[2].
Estas reflexiones –
de claras resonancias clásicas - evocan uno de los sucesos más conmovedores en
la literatura occidental: la revelación de la identidad de Ulises ante el cantodel aedo Demódoco en la corte de Alcinoo, tal y como es contado en Odisea VIII. Se trata de una expresión
muy peculiar (y hasta controvertida) de anagnórisis, de reconocimiento de la identidad del personaje a partir
de elementos que se des-cubren a través de sucesos no expresamente provocados
por el propio agente. Para Paul Ricoeur,
estos pasajes destacan el carácter narrativo de la construcción del sentido de
la identidad, pues aquí es el propio Ulises el que se reconoce a sí mismo en el
relato hilvando por Demódoco.
2.-
Deliberación práctica y realidad circundante.
Las consideraciones sobre la estructura narrativa
de la vida destacan la innegable importancia de los otros en la formación de la
identidad personal, pero en ningún modo absolutizan dicha relevancia. No
podemos elaborar de manera inteligible el relato de nuestra vida sin evocar la
presencia de los demás en él, cómo los otros se involucran en nuestro proceso
de crecimiento y búsqueda de sentido. Cómo enriquecen nuestra vida y aportan
modos de pensar y de sentir que son por sí mismos valiosos. Ellos nos
acompañan, nos cuestionan, incluso colaboran con la composición del relato. Nos
ayudan a afrontar escenarios adversos y nos invitan a extraer lecciones de las
victorias y los fracasos del camino. No obstante, al propio agente corresponde
la tarea de discernir en torno a las direcciones posibles que puede tomar la
propia vida, así como evaluar críticamente la calidad del intercambio que
mantiene con las otras personas. Somos seres finitos que no tenemos un férreo
control sobre las situaciones que debemos enfrentar a diario; del mismo modo, somos
vulnerables a las decisiones de otros, y a las consecuencias de sus acciones en
nuestra existencia. Sin embargo, podemos encontrar un espacio para el
discernimiento y la elección, sobre la base de la realidad que nos circunda y
que no podemos simplemente desconocer.
La vida práctica supone esta compleja
dialéctica de reflexión crítica y facticidad; una narrativa vital resulta
esclarecedora en la medida que en su interior se hace explícito el lugar de
ambos elementos en la vida práctica. Tenemos que estar dispuestos a comprender
rigurosamente aquellas situaciones en las que la realidad “no se ajusta a
nuestras preferencias, deseos o hipótesis”. Esa es una gran lección de la vida
ordinaria y un principio básico para la ética. Recurrimos a él, por ejemplo,
cuando meditamos nuestro voto en los procesos electorales, o cuando elegimos
una profesión; también lo invocamos cuando tenemos que decidir si mantener o no
nuestras creencias religiosas, o cuando meditamos acerca de si es pertinente
preservar nuestros vínculos con determinadas asociaciones. El mundo circundante suele ser más amplio que
lo que nuestros esquemas sugieren: parte del trabajo de la reconstrucción de
narrativas consiste en desmontar y reformular nuestras interpretaciones y
herramientas conceptuales cuándo éstas sucumben ante la complejidad de la ‘cosa
misma’. No obstante, este sensato sentido de realidad no nos exime del
compromiso con lo que Platón describía como una “vida examinada”, una vida
entregada al trabajo de la crítica. Todo lo contrario, la comprensión lúcida de
lo real implica la práctica del discernimiento y la indagación intelectual.
Por supuesto, nada de esto tiene lugar en completa ausencia de los
demás. La deliberación práctica y la investigación son actividades que también
tienen la forma de la conversación. Se trata de poner énfasis que el valor de
la conversación en ningún caso anula la responsabilidad del agente de poner en
juego la reflexión propia como elemento fundamental en la configuración del
sentido del yo. Las otras voces que participan de la comunicación no pueden
acallar la propia voz sin sacrificar irremediablemente la idea misma de
identidad. Ulises se conmueve ante el canto del aedo porque los versos de
Demódoco calan en la percepción que tiene de sí mismo y de su propio
predicamento como un ser humano enemistado con los dioses. El fenómeno de la anagnórisis implica que él mismo Ulises
pueda finalmente reconocerse en los versos porque ellos pasan por el escrutinio
del pensamiento. Las imágenes del poeta tocan simultáneamente – por así decirlo
– la mente y el corazón del viajero. Echan luces sobre su condición y a la vez
apelan a su libertad.
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