Gonzalo Gamio Gehri
1.-
Sobre el concepto de diálogo[i].
Los agudos
conflictos sociales que enfrentan diferentes zonas del país, el litigio que afronta
una importante universidad del país en el contexto de la defensa de su
autonomía, los desafíos que plantea la recuperación de la memoria en nuestra
sociedad, han puesto sobre el tapete la necesidad de dialogar, bajo la premisa
de que el diálogo constituye un vehículo de entendimiento y de soluciones
pacíficas a los numerosos desencuentros que experimentamos en diferentes
espacios de la vida nacional. La filosofía puede resultarnos útil para
aproximarnos con cierto rigor a este concepto (y a su práctica).
Diálogos
es un término griego que a menudo se traduce como “conversación” o “discusión”.
Proviene de las voces diá (a través
de), y lógos (discurso, lenguaje,
razón, entre otros sentidos). No alude a “dos” tal y como se cree
cotidianamente. Se trata de una forma básica de actividad humana en la que la
razón es protagonista. Con ella se trata de arribar a acuerdos de diferente
naturaleza, o, en todo caso, si los acuerdos no llegan a lograrse, ella nos
permite comprender y evaluar el carácter y los alcances de nuestros
desacuerdos; de este modo, el diálogo convierte estas situaciones de inevitable
discrepancia en provechosas y aleccionadoras para quienes participan en él.
Cuando el propósito del diálogo es la verdad, lo describimos como una
“investigación”. Cuando el objetivo trazado es elegir conscientemente un curso
de acción que consideramos valioso o correcto en el diseño de un proyecto de
vida, lo describimos como “deliberación”. Cuando la meta establecida es
construir alguna forma de arreglo social basado en la convergencia legítima de
intereses particulares hablamos de “negociación”. Todas estas formas de
interacción comunicativa son expresiones de diálogo; cuando se llevan a cabo
sin distorsión, están animadas por el ejercicio del lógos. La práctica del diálogo se contrapone al mero uso de la
fuerza.
2.- Falibilismo e interlocución.
El cultivo del
diálogo requiere de los interlocutores un compromiso estricto con el libre
intercambio de razones. Quien dialoga se muestra atento a los argumentos del
otro tanto como a la elaboración de los propios. En contraste, la violencia –
advierte Hannah Arendt – permanece sorda y muda. La atención a los argumentos
del interlocutor no sólo nos remite a la dinámica propia de la acción recíproca
de ofrecer razones, si no que pone de manifiesto la exigencia de una
determinada actitud de parte de los participantes, que ha sido descrita como
una disposición falibilista. Para que
el diálogo sea genuino, nosotros tenemos que suponer que podríamos estar
equivocados, y que las razones del otro podrían contribuir a esclarecer nuestro
eventual error o a despejar nuestra confusión. Por supuesto, tendríamos que
esperar que los participantes asuman una disposición análoga a la nuestra. No
dialogamos realmente cuando suponemos
que contamos con toda la razón de nuestro lado, y nos declaramos absolutamente invulnerables
ante el discurso de los otros.
Esta vindicación de
la actitud propia del falibilismo cuestiona severamente la afirmación
conservadora “diálogo sí, pero con verdad”. A veces pienso que esta posición
incurre en el burdo error de confundir la “verdad” con la simple “veracidad”,
la disposición a no mentir, dar cuenta de lo que se sabe, poner los propios
intereses y aspiraciones sobre la mesa, etc. Resulta bastante claro que toda
forma de investigación, deliberación común y negociación exige veracidad,
consistencia en el discurso y en la acción y transparencia; la ausencia de
tales condiciones vicia el diálogo y lesiona la posibilidad de cualquier forma
de entendimiento. Pero esta declaración conservadora parece entrañar más que
estas consideraciones elementales. Parece indicar que hemos de participar en el
diálogo esgrimiendo (toda) la verdad, puesto que ella nos pertenece. Esta
presuposición confunde toda forma de diálogo con la investigación, pero además
asume que la verdad es el punto de partida y no el punto de llegada de la
investigación. Convierte así en superflua la actividad de dialogar, pues asume
que la verdad es algo que se posee de antemano. No cabe, en esa perspectiva
integrista, el falibilismo ni la apertura hacia el otro. De hecho, esta
posición considera que el diálogo constituye una innecesaria e impertinente
concesión al error.
Esta actitud
fundamentalista malinterpreta seriamente el significado del diálogo y lesiona
su ejercicio. Sobre la base de esta presuposición no es posible que prospere
forma alguna de deliberación, negociación o investigación. Quien asegura estar
en posesión absoluta de la verdad o en posesión de los criterios de corrección
de la acción o de los arreglos sociales no está dispuesto a admitir las
interpretaciones de otros o a ceder posiciones con el propósito de arribar a
acuerdos que nos permitan resolver conflictos difíciles. El integrista exige
del otro silencio y sumisión, capitulación y resignación. Adhesión inmediata
sin crítica ni réplica, anuencia frente al solemne monólogo del iluminado. El
intercambio de razones se torna en imposición o en un burdo adoctrinamiento.
3.- La tabla flotante. Entre la realidad histórica y las
consideraciones normativas.
El ejercicio del
diálogo transita otras rutas. Toma en serio la necesidad de construir consensos
en torno a interpretaciones, acciones comunes e intereses. Valora la capacidad
de examinar las propias posiciones y estar dispuesto a abandonarlas si es que
existen buenas razones para ello. La apertura dialógica está reñida con
cualquier versión del dogmatismo. Cuando intentamos silenciar las preguntas que
podrían perturbar nuestras creencias más básicas – cuando declaramos nuestro
ideario como invulnerable a la crítica – simplemente aniquilamos la posibilidad
de conversar y de forjar acuerdos racionales que orienten nuestras prácticas
sociales.
Alguien podría
objetar que hasta aquí no he hecho otra cosa que discutir exclusivamente las condiciones ideales del diálogo – consideraciones
normativas implícitas en el nivel de la práctica y en el de las actitudes -,
pero que no he considerado que en nuestros conflictos reales el ejercicio del lógos casi nunca aparece de esta forma
“pura”; los agentes reales nos presentamos en los procesos de deliberación,
negociación e investigación cargados de presuposiciones ideológicas, propósitos
no revelados y juegos de poder bajo la mesa. Todo ello es cierto. Incluso es
evidente que, en la mayoría de los casos de negociación política, la situación
de los interlocutores dista mucho de ser equitativa, de modo que la práctica de
la argumentación corre el peligro de ser sustituida por diferentes formas de
presión que arrinconan irremediablemente a la parte más débil.
Esta es una
realidad que observamos en los arreglos políticos del día a día, e incluso en
las transacciones más cotidianas al interior de las instituciones más modestas.
Muchos actores políticos y “líderes de
opinión” exigen del gobierno el uso de la fuerza y no la negociación con las
autoridades regionales que se declaran contrarias a determinadas formas de
explotación minera en las zonas de su jurisdicción. Que en nuestras
interacciones ordinarias la razón esté sistemáticamente amenazada no significa
que tengamos que abandonar – en nombre de una cruda y desencarnada Realpolitik – los principios que regulan
la práctica dialógica: el reconocimiento de tales principios nos permite
identificar las situaciones en las que el diálogo se ve perturbado o lesionado,
se le parodia o se convierte en un mero disfraz para la manipulación o la
extorsión. Habermas compara el recurso a la razón como una tabla que se ve
sacudida por el mar de las contingencias; se la zarandea de aquí para allá,
pero siempre permanece a flote. La realidad echa sus cartas, pero el cuidado
del lógos nos permite interpelarla y
establecer sendas posibles de acción.
Hola Gonzalo.
ResponderEliminarMe parece muy interesante tu reflexión sobre el concepto de diálogo. Justamento estoy haciendo una investigación a cerca del concepto para una asignatura de teatro social. Tus ideas son muy interesantes y me gustaría saber si la reflexión es tuya o te has basado en algún filósofo/s o autores. Si es así me gustaría saber cuales para leerlos y si el concepto es tuyo me gustaría saber si lo tienes publicado y donde para seguir investigando.
Muchas gracias.
Hola
ResponderEliminarEscribí un comentario antes y no sé si se ha llegado a subir. Si consigues leerlo me podrías contestar a mi correo: ruben.ajo.garcia@gmail.com gracias
Hola Ra G:
ResponderEliminarLa hipótesis de este ensayo es mía, aunque he evocado a Gadamer, Arendt, Habermas y los pragmatistas como fuente de inspiración. lo del falibilismo es una célebre idea pragmatista, que hoy han discutido a su manera Appiah y Bernstein.
El texto ha sido publicado en la revista Intercambio.
Saludos,
Gonzalo.
27 de octubre de 2012 06:58