Gonzalo Gamio Gehri
Recordar no siempre es fácil, pero a veces hacerlo constituye un imperativo moral de singular poder. A ocho años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la verdad y reconciliación (CVR), podemos constatar que las exigencias de justicia y reparación planteadas por las víctimas del conflicto armado interno no han sido rigurosamente tomadas en consideración por quienes detentan el poder u ocupan cargos de responsabilidad en el Estado. No ha podido concluirse con la elaboración del Registro Único de Víctimas, el Consejo de Reparaciones no cuenta hasta hoy con un presupuesto razonable, el proyecto de edificación de un Lugar de Memoria en el Perú sólo vio la luz del día gracias a la presión internacional y a la posición crítica de Mario Vargas Llosa frente a la indolencia de las autoridades. Deben librarse todavía numerosas batallas – políticas y académicas – para concretar el anhelo de recuperación de la memoria en torno a la violencia vivida.
Escuchamos múltiples voces provenientes de la arena política (y de los sectores empresariales, e incluso de algunos círculos religiosos) que nos invitan a mirar hacia adelante, y a dejar el pasado atrás. Evitar “reabrir heridas”. Resulta natural que algunos actores políticos orienten su mirada hacia el futuro, incluso si no tienen un interés especial en predicar la amnesia cívica (un interés por demás extendido en nuestra autodenominada “clase política”). Se argumenta que el pasado no es – ha sido – y que es preciso atender los problemas del presente, de cara a la construcción de un futuro marcado por la presencia de la libertad y el bienestar (el “crecimiento”). No obstante, esta actitud revela una grave miopía conceptual y moral, al no tomar en cuenta que una genuina sociedad democrática se edifica haciendo justicia y reparando a las víctimas de un pasado doloroso. Los ciudadanos de una democracia comprenden que para las víctimas de la violencia ese pasado permanece presente.
Nuestra indolencia agrava su condición. Bajo el imperio de la impunidad y el silencio, hemos convertido a los afectados por la violencia en invisibles, personas que no cuentan en el proyecto político (y socioeconómico) de nuestra comunidad nacional. No hemos prestado oídos – no lo suficiente – a sus historias, a su dolor, a su anhelo de justicia y de reconocimiento. Primitivo Quispe nos dice en su testimonio que él y los pobladores de su comunidad fueron tratados como “pueblos ajenos dentro del Perú”. Muchos peruanos consideraron a estos compatriotas que sufrieron asesinato, tortura o desaparición forzada – 75% no era hispanohablante, 90% era habitante del campo – parte del “costo social” de una guerra no declarada por el Estado, si no por sus enemigos. Muchos peruanos prefirieron mirar hacia otro lado cuando tantas personas murieron a manos de las huestes terroristas o de las fuerzas del orden; muchos ciudadanos creían que ese era el precio a pagar en nombre del cumplimiento de las presuntas “leyes de la historia” o de las exigencias de la pacificación.
Cuando se refería a las tensiones entre la memoria y la historia, Walter Benjamin solía evocar la famosa pintura de Paul Klee, Angelus Novus. Se trata de un ángel que vuela inexorablemente hacia adelante (hacia el futuro), pero que dirige su mirada siempre hacia atrás, con dirección al pasado, o hacia los restos del pasado. Su rostro expresa el horror que provoca en él la visión de las ruinas y los cadáveres amontonados que deja la ‘marcha de la historia’, el supuesto camino hacia el “progreso” (llámese a la meta por cumplir “desarrollo”, “orden”, “Reino de la libertad”, etc.). La mirada del historiador atiende por lo general a las “realizaciones histórico-políticas” o “histórico-económicas”, en desmedro de los pequeños relatos que se ocupan de las acciones o las circunstancias puntuales de las personas y los grupos; se concentra en los grandes procesos, en sus resultados, en el logro o la persecución de lo universal. La memoria, en contraste, enfoca su atención en el testimonio concreto de quien sufre violencia, de quien es doblegado por el uso de la fuerza, de quien yace en los márgenes de la historia. Se trata de una vindicación de lo particular, de la perspectiva del in-significante, de la víctima que procura hacer sentir su voz y clama justicia desde las sombras.
*Pasajes iniciales de un artículo elaborado para el Boletín A-foro Jurídico.
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