Gonzalo Gamio Gehri
Los conflictos éticos no son pseudoproblemáticos. Tampoco pueden resolverse abstractamente en una sola dirección. El utilitarismo – como hemos podido señalar anteriormente, en otro post – creyó encontrar en el placer una instancia que pudiese conmensurar las diferentes alternativas para la elección práctica, de manera tal que el agente pudiese calcular entre diferentes expectativas de placer o displacer y decidir en función del más y del menos. Resulta claro que quien procede de esa manera malentiende los bienes, confunde aquellas acciones, sentimientos o actitudes que son objeto de estimación con sus consecuencias o efectos. El agente utilitarista desconoce el carácter eminentemente heterogéneo de los bienes, procurando “traducirlos” al lenguaje uniformizante del placer; sin embargo, al obrar así distorsiona el sentido de tales bienes. Aunque el placer en sí mismo es valioso, con frecuencia elegimos ciertas acciones con independencia de si nos provocan placer o no; en ocasiones, el placer resulta ser un añadido de una acción virtuosa, o incluso puede simplemente estar ausente en las circunstancias examinadas, en aquello que está en juego y en nuestra deliberación. En todo caso no es el único móvil de nuestras elecciones, y no siempre es el móvil más poderoso.
El discernimiento práctico no puede identificarse sin más con el mero cálculo. La tesis (neo) aristotélica acerca de la comprensión de la vida como una totalidad en la que deben estar presentes los múltiples bienes en diferentes proporciones en función de algún bien que rige teleológicamente sobre los demás no puede leerse en clave cuantitativa. La idea del cuidado de las proporciones es más bien metafórica: es en base a las deliberaciones que el agente realiza sobre sus propias creencias y costumbres que determina las diferentes facetas de su vida; dichas evaluaciones suponen enfrentar directamente las zonas de tensión valorativa. La imagen del razonamiento práctico desde el modelo del cálculo nos lleva a suponer que el agente – entendido como un simple sopesador de alternativas – no está cualitativamente involucrado en la deliberación. Elegimos simplemente la opción que comporte una mayor cantidad – expectativa de placer; los desgarros o temores que acometen al elector se convierten en variables de cálculo o incluso rezagos de visiones pre-científicas de la elección (esto último se hace especialmente patente en el ámbito de la economía, donde a menudo el utilitarismo ha sido asumido como una teoría básicamente correcta). En este sentido, el utilitarismo está profundamente comprometido con una lectura desvinculada de la razón práctica.
Si el kantismo niega la posibilidad “teórica” de los conflictos éticos, la perspectiva utilitaria minimiza su poder y gravedad. Los dilemas que plantea la experiencia ética simplemente pueden ser resueltos a partir de un cálculo técnico, de modo que el carácter conflictivo de tales dilemas prácticamente queda diluido. Para Bernard Williams esta posición malentiende profundamente la especificidad de la experiencia moral al desarrollar un retrato no comprometido del agente que elige. Para este autor esta posición no solamente manifiesta una falta de lucidez filosófica respecto de las diferentes determinaciones de la deliberación práctica, sino también asume una actitud moralmente escuálida frente a situaciones complejas o críticas: ”uno puede ciertamente reducir el conflicto, o hacer la vida más simple, reduciendo el rango de las demandas que está dispuesto a tomar en consideración; pero en ciertos casos esto podría ser considerado no como un triunfo de la racionalidad, sino como una evasión cobarde, una negativa a ver lo que hay que ver”[1].
La perspectiva neoaristotélica dispone de un lenguaje moral que permite tanto el reconocimiento como el planteamiento racional de los conflictos. Negarlos o configurar una actitud indolora frente a ellos constituye más bien una especie de mecanismo de defensa: nos ofrece una imagen del agente como un sujeto racional que ejerce un control absoluto sobre sus contextos vitales y aún sobre las posibles consecuencias de sus actos. Esta sin duda es una imagen profundamente incorrecta acerca de lo que significa ser un actor moral, pues considera que el hombre es fundamentalmente inmune a la acción de la tyché[2]. Para un contemporáneo de Esquilo o Sófocles, quien así concibiera la condición humana no sólo carecería del sentido común más elemental – no hablemos ya de sophrosyne (sabiduría práctica) – sino incurriría en una espantosa hybris[3]; renegaría de su ineludible condición de agente finito, empujando más allá de su límite las capacidades propias de la deliberación práctica. En efecto, los conflictos nos exponen al sufrimiento y la pérdida; no obstante, ambas vivencias constituyen dimensiones ineludibles de la experiencia ética ordinaria y representan un elemento sumamente importante para nuestro saber acerca de nuestros modos de estar en el mundo. Como ha señalado agudamente Isaiah Berlin, “la idea misma de una vida moral en la que nunca sea necesario perder o sacrificar nada que tenga valor y en la que todos los deseos racionales (o virtuosos, o legítimos de cualquier otra manera) tengan que poder ser satisfechos de verdad no es solamente una idea utópica, sino también incoherente. La necesidad de elegir y sacrificar unos valores últimos a otros resulta ser una característica permanente de la condición humana”[4]. En esta misma línea de reflexión, el singular énfasis que pone la Ética de Aristóteles en el examen de lo particular (por ejemplo, tanto en la teoría del silogismo práctico como en la tesis acerca de la areté como término medio) como un momento fundamental de la reflexión ética pretende arrojar luces respecto de la fragilidad de las acciones y elecciones.
El discernimiento práctico no puede identificarse sin más con el mero cálculo. La tesis (neo) aristotélica acerca de la comprensión de la vida como una totalidad en la que deben estar presentes los múltiples bienes en diferentes proporciones en función de algún bien que rige teleológicamente sobre los demás no puede leerse en clave cuantitativa. La idea del cuidado de las proporciones es más bien metafórica: es en base a las deliberaciones que el agente realiza sobre sus propias creencias y costumbres que determina las diferentes facetas de su vida; dichas evaluaciones suponen enfrentar directamente las zonas de tensión valorativa. La imagen del razonamiento práctico desde el modelo del cálculo nos lleva a suponer que el agente – entendido como un simple sopesador de alternativas – no está cualitativamente involucrado en la deliberación. Elegimos simplemente la opción que comporte una mayor cantidad – expectativa de placer; los desgarros o temores que acometen al elector se convierten en variables de cálculo o incluso rezagos de visiones pre-científicas de la elección (esto último se hace especialmente patente en el ámbito de la economía, donde a menudo el utilitarismo ha sido asumido como una teoría básicamente correcta). En este sentido, el utilitarismo está profundamente comprometido con una lectura desvinculada de la razón práctica.
Si el kantismo niega la posibilidad “teórica” de los conflictos éticos, la perspectiva utilitaria minimiza su poder y gravedad. Los dilemas que plantea la experiencia ética simplemente pueden ser resueltos a partir de un cálculo técnico, de modo que el carácter conflictivo de tales dilemas prácticamente queda diluido. Para Bernard Williams esta posición malentiende profundamente la especificidad de la experiencia moral al desarrollar un retrato no comprometido del agente que elige. Para este autor esta posición no solamente manifiesta una falta de lucidez filosófica respecto de las diferentes determinaciones de la deliberación práctica, sino también asume una actitud moralmente escuálida frente a situaciones complejas o críticas: ”uno puede ciertamente reducir el conflicto, o hacer la vida más simple, reduciendo el rango de las demandas que está dispuesto a tomar en consideración; pero en ciertos casos esto podría ser considerado no como un triunfo de la racionalidad, sino como una evasión cobarde, una negativa a ver lo que hay que ver”[1].
La perspectiva neoaristotélica dispone de un lenguaje moral que permite tanto el reconocimiento como el planteamiento racional de los conflictos. Negarlos o configurar una actitud indolora frente a ellos constituye más bien una especie de mecanismo de defensa: nos ofrece una imagen del agente como un sujeto racional que ejerce un control absoluto sobre sus contextos vitales y aún sobre las posibles consecuencias de sus actos. Esta sin duda es una imagen profundamente incorrecta acerca de lo que significa ser un actor moral, pues considera que el hombre es fundamentalmente inmune a la acción de la tyché[2]. Para un contemporáneo de Esquilo o Sófocles, quien así concibiera la condición humana no sólo carecería del sentido común más elemental – no hablemos ya de sophrosyne (sabiduría práctica) – sino incurriría en una espantosa hybris[3]; renegaría de su ineludible condición de agente finito, empujando más allá de su límite las capacidades propias de la deliberación práctica. En efecto, los conflictos nos exponen al sufrimiento y la pérdida; no obstante, ambas vivencias constituyen dimensiones ineludibles de la experiencia ética ordinaria y representan un elemento sumamente importante para nuestro saber acerca de nuestros modos de estar en el mundo. Como ha señalado agudamente Isaiah Berlin, “la idea misma de una vida moral en la que nunca sea necesario perder o sacrificar nada que tenga valor y en la que todos los deseos racionales (o virtuosos, o legítimos de cualquier otra manera) tengan que poder ser satisfechos de verdad no es solamente una idea utópica, sino también incoherente. La necesidad de elegir y sacrificar unos valores últimos a otros resulta ser una característica permanente de la condición humana”[4]. En esta misma línea de reflexión, el singular énfasis que pone la Ética de Aristóteles en el examen de lo particular (por ejemplo, tanto en la teoría del silogismo práctico como en la tesis acerca de la areté como término medio) como un momento fundamental de la reflexión ética pretende arrojar luces respecto de la fragilidad de las acciones y elecciones.
[1] Williams, Bernard Introducción a la ética Madrd, Cátedra p. 99.
[2]Cfr. Nussbaum, Martha La fragilidad del bien Madrid, Visor 1995 capítulos 1-2; Williams, Bernard “La fortuna moral” en: La Fortuna moral México, UNAM 1993. pp.35-58.
[3] Los griegos representaban a la diosa Tyché como una niña que juega con una pelota haciéndola botar y saltar decidiendo – a cada bote – la fortuna de los hombres; tal decisión era absolutamente inconsciente y espontánea como el juego mismo. Cuando algún mortal se jactaba de gozar de los favores de Tyché entraba en escena Némesis (la ley debida o incluso la venganza) para castigar al hombre por su imprudencia. Consúltese sobre este tema Graves, Los mitos griegos Madrid, Alianza Editorial 1985; tomo 1, pp.152-8.
[4] Berlin, Isaiah “Introducción” en: Cuatro ensayos sobre la libertad Madrid, Alianza 1993 p. 53. Berlin es un tratadista extraordinario de los conflictos de valores. Berlin es un autor liberal sui generis – un liberal contextualista en una sentido similar a Oakeshott, Rorty y Shklar– cuya concepción de la razón práctica ha recibido la poderosa influencia del aristotelismo viqueano.
"En efecto, los conflictos nos exponen al sufrimiento y la pérdida; no obstante, ambas vivencias constituyen dimensiones ineludibles de la experiencia ética ordinaria y representan un elemento sumamente importante para nuestro saber acerca de nuestros modos de estar en el mundo"
ResponderEliminarMuy bonito.
Estimado Gonzalo,
ResponderEliminarLe escribo desde Holanda. Me gustaría entrar en contacto con Ud. para coordinar una posible entrevista a mediadios de febrero en Lima. Tiene un blog con interesantes aristas sobre los problemas del mundo contemporaneo. Puede escribrime a jcr2e@hotmail.com