Gonzalo Gamio Gehri
Un mundo feliz[1] (1931) de Aldous Huxley es probablemente la novela que presenta de manera más dramática y persuasiva la pobreza espiritual de una sociedad para la cual el mecanicismo se ha convertido en el gran relato unificador de vidas, reglas sociales e instituciones. Un mundo social y político en el que la pobreza o la guerra hubiesen desaparecido por completo no sería un mundo carente de problemas: otras formas más sutiles de exclusión y violencia brotarían ineludiblemente de la galopante mediación tecnológica de las relaciones humanas.
Se trata de una advertencia con una larga tradición: ya un siglo antes, Thomas Carlyle había señalado que lo que caracterizaba a la “era mecánica” era la progresiva cosificación e instrumentalización de las relaciones sociales, actitud que habría penetrado “en la mente y el corazón” del hombre moderno. El texto de Huxley, más que mostrar alguna intención predictiva en sentido estricto, intenta bosquejar lo que sería una realidad posible si se llevase a sus más radicales consecuencias ciertas tendencias morales presentes en el occidente moderno en lo que respecta al énfasis en el consumo, la competencia económica, y en los métodos de manipulación psicológica a través de medios audiovisuales. El Londres de Huxley es sólo un ejemplo de cómo funcionaría un orden mundial – curiosamente "globalizado" – en donde los ideales de Ford, Freud y Pavlov se han realizado con creces de la mano de una metafísica mecanicista. La fabricación en serie, la programación de la conducta, la experimentación genética y la abolición de toda represión de los deseos se convierten en las columnas de una sociedad que se pretende "racionalizada".
La Utopía descrita por Huxley es una sociedad basada en el trabajo industrial y en el diseño de la propia fuerza de trabajo en sofisticados laboratorios genéticos. Gracias a que los científicos han perfeccionado las técnicas de fecundación in vitro a gran escala, los programadores sociales están en capacidad de determinar cuantos nacimientos tendrán lugar en un tiempo limitado, e incluso predeterminar las habilidades físicas y las disposiciones intelectuales de los embriones, de acuerdo a las necesidades del estado y del mercado. Al mismo tiempo, los inconvenientes que suponen las relaciones psicológicas y sociales de dependencia propias de la maternidad quedan abolidas por obra y gracia de la tecnología. Una gran incubadora se ocupa de velar por el desarrollo fisiológico de los nuevos vivientes, y la autodenominada "comunidad"[2] se ocupará de su educación. La familia como tal deja de existir, así como el amor filial tal y como lo conocemos. El matrimonio y la pareja monogámica han desaparecido del horizonte de las costumbres de los hombres. Todos somos de todos, reza uno de los slogans emblemáticos de la sociedad mecánica, fórmula que los miembros de la gran máquina social asumirán sin cuestionamiento alguno a fuerza del condicionamiento hipnopédico.
La sociedad programada de Un mundo feliz combina paradójicamente, en su estructura y fines, los rasgos distintivos propios del capitalismo y del comunismo: Huxley estaba particularmente interesado en desentrañar la matriz totalitaria de las principales doctrinas sociales de su tiempo. Por un lado, el acceso al bienestar estaba garantizado, así como una equilibrada proporción entre trabajo y ocio; por el otro, las delicias del consumo y del confort material son fundamentales para los individuos del estado mundial de 632 d.f.: cada uno de ellos es un eslabón en la gran cadena productiva, si no tienen una vida tranquila y placentera, trabajarán de manera deficiente, y la máquina social no funcionará como debe. El discurso de la 'Calidad total' - tan celebrado en nuestro tiempo en el mundo de la empresa y aún en el de la política - llevado a su paroxismo, convierte a los hombres en sofisticados engranajes de la sociedad de consumo.
La manipulación genética de los embriones ha hecho posible que la utopía tecnológica esté organizada a partir de una sociedad de castas, cuyos "estamentos" están configurados por los "tipos humanos" desarrollados a través de la ciencia. Alphas, Betas, gammas, deltas y epsilones han sido programados según sus niveles de excelencia en lo que respecta a los cánones de capacidad intelectual y de perfección física, cualidades que los convierten en sujetos que pueden dedicarse a la investigación tecnocientífica, el trabajo con máquinas o las diferentes tareas de servicio, de acuerdo con su condición y capacidades. Cada uno de estos grupos ha sido adiestrado para amar su propia condición y a sentir recelo y menosprecio por los miembros de otros grupos: la movilidad social es imposible y absolutamente indeseable. Se trata de una sociedad jerárquica en donde el orden social funciona bien si cada uno cumple con el rol que le toca realizar según su "naturaleza". Como la enfermedad, la escasez e incluso la vejez han sido derrotadas por los avances de la tecnología, el estado puede garantizar que cada trabajador puede rendir a plenitud en su puesto a lo largo de toda su vida.
En tanto este orden de cosas promueve la eficacia - esto es la capacidad de obtener óptimos resultados en la realización de los objetivos trazados, en este caso, al interior de este peculiar esquema social - como el primero de los valores humanos a promover, es preciso que la programación estatal asegure a los individuos una vida sin sobresaltos y sin dilemas existenciales que conmuevan su carácter, pongan en cuestión sus proyectos vitales o le fuercen a replantear sus modos de pensarse a sí mismos como agentes en el mundo. Resulta imperativo proteger a los miembros de Utopía de desgarramientos espirituales, de la angustia y del conflicto. Para ello los científicos fordianos han creado el soma, una droga que ha sido tratada químicamente para no presentar los efectos letales de los estimulantes del siglo XX, pero sí preservar sus efectos alucinógenos y evasivos de la realidad. El uso del soma es estimulado en todos los niveles de la sociedad como una especie de calmante espiritual - ideal para evitar las reacciones fuertes y los sentimientos intensos - o si la dosis es mayor, como una plácida retirada temporal de las exigencias típicas de la vida ordinaria, como una huida momentánea al país de los sueños. "Siempre hay soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos" señala burlonamente Mustafá Mond, uno de los Supremos Interventores Mundiales "en el pasado, tales cosas sólo podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos años de duro entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas de medio gramo, y listo. Actualmente cualquiera puede ser virtuoso. Uno puede al menos llevar la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un frasco."[3]
Un mundo feliz es una novela trágica, desesperanzada. Nos habla de la impotencia de la creatividad, la pasión y la reflexión humanas para transformar la realidad una vez que la eficacia, la estabilidad y el control instrumental frente a los asuntos humanos se han erigido como únicos valores racionales. Es una advertencia contra el avance progresivo de la tecnociencia como único discurso con sentido para organizar el saber humano y para diseñar las relaciones sociales. Llama la atención acerca de los peligros del denominado “pensamiento único”: cuando nos precipitamos a ungir alguna concepción antropológica o metafísica como la única verdad – un discurso erigido a priori como la incuestionada y “sana doctrina” - terminamos atentando contra la libertad y el pluralismo razonable basado en el ejercicio del diálogo y la crítica. De manera muy especial, nos previene acerca del progresivo olvido y debilitamiento de los lazos sustanciales generados por las diferentes formas de contacto humano en nombre de las relaciones instrumentales. Huxley señala enfáticamente que si la tecnología y la lógica costo – beneficio se convierten en el eje medular del gran relato de la vida social, entonces la humanidad no tiene salida: va camino a su segura autodestrucción, a la manera de nuestro desesperanzado Salvaje, que acaba suicidándose.
Desde luego, la autodestrucción no puede ser una alternativa razonable para nosotros, hombres del siglo XXI, que ya conocemos y hemos experimentado el potencial deshumanizante y corrosivo de la tecnociencia para la ecología, la justicia económica y la política, cuando esta se convierte en una suerte de “espíritu absoluto” para la sociedad moderna. Sabemos también que es muy alto el precio a pagar por la intolerancia y la estrechez de miras de las diversas formas religiosas y seculares de fundamentalismo ideológico, así como la facilidad con la que se deslizan hacia tenebrosos espirales de violencia y exclusión, cuando no pueden ver en otras creencias o sistemas de pensamiento otra cosa que error y confusión: cerrarse al diálogo y a la fusión de horizontes es una manera de atentar contra el contacto humano y la racionalidad práctica. Nuestro tiempo conoce las patologías del monismo y el rechazo de la diversidad. El pluralismo – la situación de irreductible heterogeneidad y potencial conflictividad de los valores humanos en las circunstancias de la vida – puede no ser simplemente un lamentable elemento de contingencia que haya que mirar con resignación desde una supuesta atalaya epistemológica; más bien parece ser un rasgo importante de la condición de nuestra racionalidad práctica y de la experiencia más básica de nuestra humanidad. Treinta años después de la publicación de su novela, el propio Huxley volvió con ojos críticos sobre la dramática historia de John, Bernard y Helmholtz en un nuevo Prólogo en el que tomaba distancia de su obra de juventud pero a la vez renunciaba a la tentación de alterar el texto. En aquel escrito lamenta sobre todo el carácter irresoluble del dilema del Salvaje, que encubre la incapacidad de transformar el mundo de Mustafá Mond (el Supremo Interventor de Utopía) en un mundo realmente humano. “Al salvaje” - comenta el autor – “se le ofrecen sólo dos alternativas: una vida insensata en Utopía, o la vida de un primitivo en un poblado indio, una vida más humana en muchos aspectos, pero en otros casi igualmente extravagante y anormal. En la época en que este libro fue escrito, esta idea de que a los hombres se les ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y la insania de la otra, se me antojaba divertida y la consideraba posiblemente cierta (…). Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible.”[5]
El sentido de justicia y la esperanza razonable por modificar estos temibles males hacen que la terrible decisión de John constituya una alternativa recusable, un fatal acto defensivo. Acaso la idea de la posibilidad efectiva de que llegue existir un mundo social cuyo potencial deshumanizador fuese prácticamente irreversible sea contraria al sano sentido común y al ejercicio de la phrónesis. Si bien la exacerbación del mercado y la violencia hoy en día constituyen un peligro para la paz y la justicia en el mundo moderno, disponemos de los recursos culturales para desarrollar la crítica y la denuncia; el amor, el contacto humano, la fe y el discernimiento práctico constituyen valores tan decisivos y dignos de adhesión como el cultivo de la tecnología y la eficacia. Obras como Un mundo feliz nos recuerdan que ese pluralismo y acaso esa tensión valorativa no deben perderse, so pena de deslizarnos progresivamente hacia el agudo trance que, a modo de advertencia, describe agudamente la novela.
Un mundo feliz[1] (1931) de Aldous Huxley es probablemente la novela que presenta de manera más dramática y persuasiva la pobreza espiritual de una sociedad para la cual el mecanicismo se ha convertido en el gran relato unificador de vidas, reglas sociales e instituciones. Un mundo social y político en el que la pobreza o la guerra hubiesen desaparecido por completo no sería un mundo carente de problemas: otras formas más sutiles de exclusión y violencia brotarían ineludiblemente de la galopante mediación tecnológica de las relaciones humanas.
Se trata de una advertencia con una larga tradición: ya un siglo antes, Thomas Carlyle había señalado que lo que caracterizaba a la “era mecánica” era la progresiva cosificación e instrumentalización de las relaciones sociales, actitud que habría penetrado “en la mente y el corazón” del hombre moderno. El texto de Huxley, más que mostrar alguna intención predictiva en sentido estricto, intenta bosquejar lo que sería una realidad posible si se llevase a sus más radicales consecuencias ciertas tendencias morales presentes en el occidente moderno en lo que respecta al énfasis en el consumo, la competencia económica, y en los métodos de manipulación psicológica a través de medios audiovisuales. El Londres de Huxley es sólo un ejemplo de cómo funcionaría un orden mundial – curiosamente "globalizado" – en donde los ideales de Ford, Freud y Pavlov se han realizado con creces de la mano de una metafísica mecanicista. La fabricación en serie, la programación de la conducta, la experimentación genética y la abolición de toda represión de los deseos se convierten en las columnas de una sociedad que se pretende "racionalizada".
La Utopía descrita por Huxley es una sociedad basada en el trabajo industrial y en el diseño de la propia fuerza de trabajo en sofisticados laboratorios genéticos. Gracias a que los científicos han perfeccionado las técnicas de fecundación in vitro a gran escala, los programadores sociales están en capacidad de determinar cuantos nacimientos tendrán lugar en un tiempo limitado, e incluso predeterminar las habilidades físicas y las disposiciones intelectuales de los embriones, de acuerdo a las necesidades del estado y del mercado. Al mismo tiempo, los inconvenientes que suponen las relaciones psicológicas y sociales de dependencia propias de la maternidad quedan abolidas por obra y gracia de la tecnología. Una gran incubadora se ocupa de velar por el desarrollo fisiológico de los nuevos vivientes, y la autodenominada "comunidad"[2] se ocupará de su educación. La familia como tal deja de existir, así como el amor filial tal y como lo conocemos. El matrimonio y la pareja monogámica han desaparecido del horizonte de las costumbres de los hombres. Todos somos de todos, reza uno de los slogans emblemáticos de la sociedad mecánica, fórmula que los miembros de la gran máquina social asumirán sin cuestionamiento alguno a fuerza del condicionamiento hipnopédico.
La sociedad programada de Un mundo feliz combina paradójicamente, en su estructura y fines, los rasgos distintivos propios del capitalismo y del comunismo: Huxley estaba particularmente interesado en desentrañar la matriz totalitaria de las principales doctrinas sociales de su tiempo. Por un lado, el acceso al bienestar estaba garantizado, así como una equilibrada proporción entre trabajo y ocio; por el otro, las delicias del consumo y del confort material son fundamentales para los individuos del estado mundial de 632 d.f.: cada uno de ellos es un eslabón en la gran cadena productiva, si no tienen una vida tranquila y placentera, trabajarán de manera deficiente, y la máquina social no funcionará como debe. El discurso de la 'Calidad total' - tan celebrado en nuestro tiempo en el mundo de la empresa y aún en el de la política - llevado a su paroxismo, convierte a los hombres en sofisticados engranajes de la sociedad de consumo.
La manipulación genética de los embriones ha hecho posible que la utopía tecnológica esté organizada a partir de una sociedad de castas, cuyos "estamentos" están configurados por los "tipos humanos" desarrollados a través de la ciencia. Alphas, Betas, gammas, deltas y epsilones han sido programados según sus niveles de excelencia en lo que respecta a los cánones de capacidad intelectual y de perfección física, cualidades que los convierten en sujetos que pueden dedicarse a la investigación tecnocientífica, el trabajo con máquinas o las diferentes tareas de servicio, de acuerdo con su condición y capacidades. Cada uno de estos grupos ha sido adiestrado para amar su propia condición y a sentir recelo y menosprecio por los miembros de otros grupos: la movilidad social es imposible y absolutamente indeseable. Se trata de una sociedad jerárquica en donde el orden social funciona bien si cada uno cumple con el rol que le toca realizar según su "naturaleza". Como la enfermedad, la escasez e incluso la vejez han sido derrotadas por los avances de la tecnología, el estado puede garantizar que cada trabajador puede rendir a plenitud en su puesto a lo largo de toda su vida.
En tanto este orden de cosas promueve la eficacia - esto es la capacidad de obtener óptimos resultados en la realización de los objetivos trazados, en este caso, al interior de este peculiar esquema social - como el primero de los valores humanos a promover, es preciso que la programación estatal asegure a los individuos una vida sin sobresaltos y sin dilemas existenciales que conmuevan su carácter, pongan en cuestión sus proyectos vitales o le fuercen a replantear sus modos de pensarse a sí mismos como agentes en el mundo. Resulta imperativo proteger a los miembros de Utopía de desgarramientos espirituales, de la angustia y del conflicto. Para ello los científicos fordianos han creado el soma, una droga que ha sido tratada químicamente para no presentar los efectos letales de los estimulantes del siglo XX, pero sí preservar sus efectos alucinógenos y evasivos de la realidad. El uso del soma es estimulado en todos los niveles de la sociedad como una especie de calmante espiritual - ideal para evitar las reacciones fuertes y los sentimientos intensos - o si la dosis es mayor, como una plácida retirada temporal de las exigencias típicas de la vida ordinaria, como una huida momentánea al país de los sueños. "Siempre hay soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos" señala burlonamente Mustafá Mond, uno de los Supremos Interventores Mundiales "en el pasado, tales cosas sólo podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos años de duro entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas de medio gramo, y listo. Actualmente cualquiera puede ser virtuoso. Uno puede al menos llevar la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un frasco."[3]
Un mundo feliz es una novela trágica, desesperanzada. Nos habla de la impotencia de la creatividad, la pasión y la reflexión humanas para transformar la realidad una vez que la eficacia, la estabilidad y el control instrumental frente a los asuntos humanos se han erigido como únicos valores racionales. Es una advertencia contra el avance progresivo de la tecnociencia como único discurso con sentido para organizar el saber humano y para diseñar las relaciones sociales. Llama la atención acerca de los peligros del denominado “pensamiento único”: cuando nos precipitamos a ungir alguna concepción antropológica o metafísica como la única verdad – un discurso erigido a priori como la incuestionada y “sana doctrina” - terminamos atentando contra la libertad y el pluralismo razonable basado en el ejercicio del diálogo y la crítica. De manera muy especial, nos previene acerca del progresivo olvido y debilitamiento de los lazos sustanciales generados por las diferentes formas de contacto humano en nombre de las relaciones instrumentales. Huxley señala enfáticamente que si la tecnología y la lógica costo – beneficio se convierten en el eje medular del gran relato de la vida social, entonces la humanidad no tiene salida: va camino a su segura autodestrucción, a la manera de nuestro desesperanzado Salvaje, que acaba suicidándose.
Desde luego, la autodestrucción no puede ser una alternativa razonable para nosotros, hombres del siglo XXI, que ya conocemos y hemos experimentado el potencial deshumanizante y corrosivo de la tecnociencia para la ecología, la justicia económica y la política, cuando esta se convierte en una suerte de “espíritu absoluto” para la sociedad moderna. Sabemos también que es muy alto el precio a pagar por la intolerancia y la estrechez de miras de las diversas formas religiosas y seculares de fundamentalismo ideológico, así como la facilidad con la que se deslizan hacia tenebrosos espirales de violencia y exclusión, cuando no pueden ver en otras creencias o sistemas de pensamiento otra cosa que error y confusión: cerrarse al diálogo y a la fusión de horizontes es una manera de atentar contra el contacto humano y la racionalidad práctica. Nuestro tiempo conoce las patologías del monismo y el rechazo de la diversidad. El pluralismo – la situación de irreductible heterogeneidad y potencial conflictividad de los valores humanos en las circunstancias de la vida – puede no ser simplemente un lamentable elemento de contingencia que haya que mirar con resignación desde una supuesta atalaya epistemológica; más bien parece ser un rasgo importante de la condición de nuestra racionalidad práctica y de la experiencia más básica de nuestra humanidad. Treinta años después de la publicación de su novela, el propio Huxley volvió con ojos críticos sobre la dramática historia de John, Bernard y Helmholtz en un nuevo Prólogo en el que tomaba distancia de su obra de juventud pero a la vez renunciaba a la tentación de alterar el texto. En aquel escrito lamenta sobre todo el carácter irresoluble del dilema del Salvaje, que encubre la incapacidad de transformar el mundo de Mustafá Mond (el Supremo Interventor de Utopía) en un mundo realmente humano. “Al salvaje” - comenta el autor – “se le ofrecen sólo dos alternativas: una vida insensata en Utopía, o la vida de un primitivo en un poblado indio, una vida más humana en muchos aspectos, pero en otros casi igualmente extravagante y anormal. En la época en que este libro fue escrito, esta idea de que a los hombres se les ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y la insania de la otra, se me antojaba divertida y la consideraba posiblemente cierta (…). Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible.”[5]
El sentido de justicia y la esperanza razonable por modificar estos temibles males hacen que la terrible decisión de John constituya una alternativa recusable, un fatal acto defensivo. Acaso la idea de la posibilidad efectiva de que llegue existir un mundo social cuyo potencial deshumanizador fuese prácticamente irreversible sea contraria al sano sentido común y al ejercicio de la phrónesis. Si bien la exacerbación del mercado y la violencia hoy en día constituyen un peligro para la paz y la justicia en el mundo moderno, disponemos de los recursos culturales para desarrollar la crítica y la denuncia; el amor, el contacto humano, la fe y el discernimiento práctico constituyen valores tan decisivos y dignos de adhesión como el cultivo de la tecnología y la eficacia. Obras como Un mundo feliz nos recuerdan que ese pluralismo y acaso esa tensión valorativa no deben perderse, so pena de deslizarnos progresivamente hacia el agudo trance que, a modo de advertencia, describe agudamente la novela.
[1]Huxley, Aldous Un mundo feliz Barcelona, Plaza & Janés 1969.
[2] Es obvio que una sociedad basada en la mutua utilidad y el condicionamiento manipulatorio de las necesidades y los deseos no puede ser considerada en modo alguno como una comunidad, instancia ético - política que requiere vínculos de pertenencia y deliberación acerca de lo que sea una vida buena. He discutido acerca de la noción de comunidad, así como sus posibilidades en la teoría política moderna en Gamio, Gonzalo "La sustancia ética. Vida buena, libertad subjetiva y sociedad moderna" en Santuc, V., Gamio, G. y Chamberlain, F. Democracia, sociedad civil y solidaridad Lima, CEP 1999 pp. 55 - 88.
[3]Huxley, Aldous Un mundo feliz op.cit. p. 187.
[4] He utilizado la imagen del Mundo Feliz para cuestionar otro gran relato autoritario de corte schmittiano y straussiano, en boga en ciertos círculos académicos en el Perú bajo el fujimorismo. Véase Gamio, Gonzalo “¿Pensando peligrosamente?” en: Pensamiento constitucional Año VIII, N· 8 pp. 465 -85.
[5] Huxley, Aldous ”Prólogo” en: Un mundo feliz op.cit. p. 10.
Siempre me ha gustado la narrativa inglesa. De hecho, si me siento liberal es en parte por haber bebido de ella en mi adolescencia. "Rebelión en la granja" es la cura contra el comunismo. Luego leí justamente "Un Mundo Feliz" que te da una actitud crítica sobre cualquier totalitarismo. Por último también leí "La Naranja Mecánica" (que conviene leer porque la película omite la última parte)te explica como la libertad es un bien que conlleva un riesgo siempre. Y sin embargo es mejor correr ese riesgo antes que imponer alguna idea de bien artificial. Es una buena trilogía como para empezar en el liberalismo, creo.
ResponderEliminarPS. Creía que para estas novelas se usaba el término distopía.
Yo agregaria a la lista de Renato la novela "1984" de Orwell: otro buen ejemplo literario de totalitarismo
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