(REFLEXIONES DESDE EL PENSAMIENTO DE MARTIN BUBER)
Gonzalo Gamio Gehri
Nos hemos referido varias veces a la estructura narrativa de la vida como una dimensión fundamental de la reflexión ética y el contacto humano. La narrativa vital hace explícita una historia de interlocuciones. y vínculos intersubjetivos de largo alcance. Incorpora un amplio conjunto de elementos que hacen patente la fragilidad y la apertura constitutivas de lo humano. Los avances tecnocientíficos pueden incrementar nuestro conocimiento del mundo, incluso convertir nuestro hábitat en un mejor lugar dónde vivir, pero no puede con ello eliminarse la ineludible vulnerabilidad de la vida, la presencia del poder misterioso de aquello que está fuera de nuestro control. Sólo es posible convertirnos en agentes finitos más lúcidos si reconocemos que la imagen de autosuficiencia es falsa. La conciencia de nuestra vulnerabilidad nos hace sensibles a los bienes de la interdependencia, y acaso, a través de ellos, a los bienes de la trascendencia.
La conexión ética Yo – Tú nos remite a una relación en donde la ilusión de poder y las expectativas de inmunidad frente a la alteridad no tienen lugar: una vida completamente autosuficiente no sería en absoluto una vida auténticamente humana. Sólo podemos situarnos en una posición de control frente al otro desde el punto de vista de la abstracción, cuando el otro deja de ser para nosotros un ser con una historia que contar, con un cuerpo que reacciona gestualmente ante el contacto humano, un agente con una red de sentimientos, valoraciones, necesidades, modos de ser y de pensar que pone en juego en contacto conmigo; sólo entonces queda convertido en un objeto que puedo usar de diferentes maneras. Sólo cuando el otro – y su entorno vital – ha devenido ello, es que la ilusión de invulnerabilidad se pone en marcha. La desvinculación del yo supone un movimiento existencial de repliegue sobre sí mismo, de cerrazón frente a toda esfera de encuentro con el otro (y frente a un horizonte compartido al que al fin y al cabo niega toda existencia).
En contraste, la condición de posibilidad de una auténtica relación humana es la renuncia al deseo de ejercer ese poder sobre el otro. En el contexto del contacto interhumano el agente sale de sí hacia el encuentro con el otro, con su acervo de experiencias, sus pre –juicios y sus afectos y creencias; en esa salida hacia el otro – en la que propiamente y de manera genuina puede decir “Tú” – expone “su mundo personal”, su vida entera, ante el otro, y con ello se expone a sí mismo. No es que simplemente cada uno “comparta” sin más su esfera personal, con el otro; lo que tiene lugar aquí es el ingreso a un mundo común, a un horizonte significativo que es nuestro, en definitiva al mundo concreto, puesto que éste nos precede y nos constituye como agentes finitos y relacionales; en él y desde él adquirimos un lenguaje y nuestra forma de vida. Esta situación de apertura, de auténtica entrada y entrega recíproca hacia un horizonte compartido, supone el abandono de cualquier posición de protección frente a la acción de lo Otro.
Es en este movimiento de encuentro que el yo se hace explícitamente persona - un Yo–para-un Tú –y, por tanto, un ser libre. La personalidad requiere este juego de reciprocidad, de mutua apertura y de interacción comunicativa. En efecto, el yo de la relación Yo – Ello es más un sujeto de contemplación y de configuración y uso de objetos que un agente de interacción. El yo se constituye en la relación interpersonal, en la que cada uno de los interlocutores se ve afectado por el otro, así como por el horizonte de sentido que los circunda. Es en este contexto en donde la vida se plenifica, se hace significativamente humana. Buber es categórico en señalar en ese sentido que “toda vida verdadera es encuentro”[1]. El diálogo es el ámbito de la efectiva espiritualización de lo humano, el paso del yo al nosotros.
Este movimiento supone la caída de toda máscara, de toda impostura extraña. La careta de ello sobre el rostro del Tú. La careta del espectador privilegiado sobre el rostro del agente encarnado. La máscara del yo infinito y autosuficiente sobre el rostro de la criatura finita, sensible a los avatares de la tyché y al contacto con los otros. En la perspectiva dialógica, es justamente esa condición de desprotección y finitud lo que hace posible un encuentro verdadero y la construcción de un mundo humano común. El contacto con el Tú del otro hombre hace posible encontrar el camino hacia el contacto con el Tú divino, el acceso al Principio y Fundamento de Ignacio de Loyola, así como el cultivo concreto del ágape. Desde la experiencia religiosa, se trata de descubrir la presencia del Tú divino en el Tú humano, la condición de criatura, el sello de Dios en el otro concreto. La actitud de repliegue, la hipertrofia del yo, conduce tan sólo al autoengaño, a la existencia inauténtica, y a la posibilidad de la injusticia y la exclusión. Una de las interpretaciones posibles de las palabras de Jesús: “el que quiera asegurar su vida la perderá; pero el que pierda su vida....la hallará” (Mateo 16, 25), podría seguir esta dirección. Cerrarse en el mero yo atomizado – renunciar al encuentro – conduce al achatamiento y la degradación de la vida humana.
Estas determinaciones concilian la actitud escéptica frente a las certezas propias de la racionalidad desvinculada y la ética de lo interhumano. La relación encarnada entre el Tú y el Yo implica la eliminación de cualquier actitud cosificadora encubierta, y, en el plano de la crítica desplegada desde la ética, el desmontaje de las imágenes sociales instrumentalistas. En el plano de la praxis, el compromiso libre con los otros, la configuración de una comunidad cívica articulada en la entrega mutua y en la renuncia a la dominación, apunta a la humanización de las relaciones sociales y el ejercicio de la justicia. Si seguimos la pista señalada por Michael Theunissen (y con él, Jürgen Habermas)[2], esta actitud ético - social anticipa el advenimiento inminente del Reino de Dios: “No se va a decir: está aquí o está acá. Y sepan que el Reino de Dios está en medio de ustedes” (Lucas 17, 21). La entrega dialógica al otro y la construcción social de un mundo libre configurado entre nosotros constituye el “esfuerzo por el Reino de Dios”[3], la lucha por remontar el Eclipse espiritual, la libre disposición a actuar en concierto para construir el futuro en el horizonte mismo del presente.
La conexión ética Yo – Tú nos remite a una relación en donde la ilusión de poder y las expectativas de inmunidad frente a la alteridad no tienen lugar: una vida completamente autosuficiente no sería en absoluto una vida auténticamente humana. Sólo podemos situarnos en una posición de control frente al otro desde el punto de vista de la abstracción, cuando el otro deja de ser para nosotros un ser con una historia que contar, con un cuerpo que reacciona gestualmente ante el contacto humano, un agente con una red de sentimientos, valoraciones, necesidades, modos de ser y de pensar que pone en juego en contacto conmigo; sólo entonces queda convertido en un objeto que puedo usar de diferentes maneras. Sólo cuando el otro – y su entorno vital – ha devenido ello, es que la ilusión de invulnerabilidad se pone en marcha. La desvinculación del yo supone un movimiento existencial de repliegue sobre sí mismo, de cerrazón frente a toda esfera de encuentro con el otro (y frente a un horizonte compartido al que al fin y al cabo niega toda existencia).
En contraste, la condición de posibilidad de una auténtica relación humana es la renuncia al deseo de ejercer ese poder sobre el otro. En el contexto del contacto interhumano el agente sale de sí hacia el encuentro con el otro, con su acervo de experiencias, sus pre –juicios y sus afectos y creencias; en esa salida hacia el otro – en la que propiamente y de manera genuina puede decir “Tú” – expone “su mundo personal”, su vida entera, ante el otro, y con ello se expone a sí mismo. No es que simplemente cada uno “comparta” sin más su esfera personal, con el otro; lo que tiene lugar aquí es el ingreso a un mundo común, a un horizonte significativo que es nuestro, en definitiva al mundo concreto, puesto que éste nos precede y nos constituye como agentes finitos y relacionales; en él y desde él adquirimos un lenguaje y nuestra forma de vida. Esta situación de apertura, de auténtica entrada y entrega recíproca hacia un horizonte compartido, supone el abandono de cualquier posición de protección frente a la acción de lo Otro.
Es en este movimiento de encuentro que el yo se hace explícitamente persona - un Yo–para-un Tú –y, por tanto, un ser libre. La personalidad requiere este juego de reciprocidad, de mutua apertura y de interacción comunicativa. En efecto, el yo de la relación Yo – Ello es más un sujeto de contemplación y de configuración y uso de objetos que un agente de interacción. El yo se constituye en la relación interpersonal, en la que cada uno de los interlocutores se ve afectado por el otro, así como por el horizonte de sentido que los circunda. Es en este contexto en donde la vida se plenifica, se hace significativamente humana. Buber es categórico en señalar en ese sentido que “toda vida verdadera es encuentro”[1]. El diálogo es el ámbito de la efectiva espiritualización de lo humano, el paso del yo al nosotros.
Este movimiento supone la caída de toda máscara, de toda impostura extraña. La careta de ello sobre el rostro del Tú. La careta del espectador privilegiado sobre el rostro del agente encarnado. La máscara del yo infinito y autosuficiente sobre el rostro de la criatura finita, sensible a los avatares de la tyché y al contacto con los otros. En la perspectiva dialógica, es justamente esa condición de desprotección y finitud lo que hace posible un encuentro verdadero y la construcción de un mundo humano común. El contacto con el Tú del otro hombre hace posible encontrar el camino hacia el contacto con el Tú divino, el acceso al Principio y Fundamento de Ignacio de Loyola, así como el cultivo concreto del ágape. Desde la experiencia religiosa, se trata de descubrir la presencia del Tú divino en el Tú humano, la condición de criatura, el sello de Dios en el otro concreto. La actitud de repliegue, la hipertrofia del yo, conduce tan sólo al autoengaño, a la existencia inauténtica, y a la posibilidad de la injusticia y la exclusión. Una de las interpretaciones posibles de las palabras de Jesús: “el que quiera asegurar su vida la perderá; pero el que pierda su vida....la hallará” (Mateo 16, 25), podría seguir esta dirección. Cerrarse en el mero yo atomizado – renunciar al encuentro – conduce al achatamiento y la degradación de la vida humana.
Estas determinaciones concilian la actitud escéptica frente a las certezas propias de la racionalidad desvinculada y la ética de lo interhumano. La relación encarnada entre el Tú y el Yo implica la eliminación de cualquier actitud cosificadora encubierta, y, en el plano de la crítica desplegada desde la ética, el desmontaje de las imágenes sociales instrumentalistas. En el plano de la praxis, el compromiso libre con los otros, la configuración de una comunidad cívica articulada en la entrega mutua y en la renuncia a la dominación, apunta a la humanización de las relaciones sociales y el ejercicio de la justicia. Si seguimos la pista señalada por Michael Theunissen (y con él, Jürgen Habermas)[2], esta actitud ético - social anticipa el advenimiento inminente del Reino de Dios: “No se va a decir: está aquí o está acá. Y sepan que el Reino de Dios está en medio de ustedes” (Lucas 17, 21). La entrega dialógica al otro y la construcción social de un mundo libre configurado entre nosotros constituye el “esfuerzo por el Reino de Dios”[3], la lucha por remontar el Eclipse espiritual, la libre disposición a actuar en concierto para construir el futuro en el horizonte mismo del presente.
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