LOS DOS "ESPÍRITUS"
Gonzalo Gamio Gehri
Memoria o silencio, justicia o impunidad, reconciliación o fragmentación: tales parecen ser los dilemas que tenemos que enfrentar en el Perú de hoy. Un lector algo precipitado podría pensar que la victoria de la memoria sobre el silencio ya ha sido lograda en virtud de que el Informe Final de la CVR ya ha sido presentado al Estado y a la sociedad; esta es una victoria aparente, en tanto que el Informe no sea examinado, criticado o asumido críticamente por las instituciones sociales y políticas. Un silencio más peligroso puede cernirse sobre nuestra precaria democracia: el silencio de la inacción, que alimenta la indiferencia y el crírculo vicioso que conecta la injusticia pasiva, la servidumbre voluntaria y el autoritarismo. Estos dilemas exigen una toma de decisión de parte de los ciudadanos. De hecho, no hay modo de evadir esta elección, puesto que permanecer indiferente frente a estos dilemas implica en la práctica haber optado por una de las alternativas, la del silencio. Una de las cosas que creo importante tener claro es que toda actitud del individuo tiene a la larga una repercusión relevante en lo relativo a la distribución efectiva del poder político, vale decir, en lo que respecta a ser ciudadano o siervo.
A estas dos opciones políticas corresponden dos actitudes o – por así decirlo – dos “espíritus”, dos modos de encarar el presente, nuestra crisis, y por tanto – como señalaba al principio – nuestro peculiar kairós ético - político. No pierdo de vista que - al menos en parte - estas reflexiones se dirigen a un público lector que ha asumido un doble compromiso, a saber, con una comunidad política y a la vez con una visión cristiana (pero crítica) de la vida. Yo mismo comparto esa doble apuesta ética. Creo como ustedes que sólo desde la defensa del pluralismo y la buena disposición al diálogo y la crítica es posible ser a la vez auténticos “ciudadanos y cristianos”[1]. Por eso me siento cómodo al hacer uso de una metáfora de origen religioso, pero que quiero reinterpretar desde un punto de vista secular, esencialmente cívico. Estamos, decía, ante dos “espíritus” dos tipos de disposición ética: el espíritu de sumisión y el espíritu profético.
El espíritu de sumisión ha sido el interlocutor central de todos mis post sobre acción política y Derechos Humanos, pues constituye el enemigo más encarnizado de la reconstrucción democrática y la justicia transicional. Se traduce en la renuncia voluntaria del individuo a su rol de ciudadano, agente político y potencial coautor de leyes e instituciones. Esta deserción deja la sociedad a merced del “tutelaje” de sus representantes e “instituciones protectoras”, cuando no de un dictador corrupto; en cualquiera de estos casos, el ejercicio de la libertad política se convierte en ilusoria o inexistente. La actitud frente a la configuración de la memoria y la superación de la violencia a través de la justicia será el de un corrosivo desdén: “lo pasado es pasado ¿Para qué volver sobre él?”. Pero el espíritu de sumisión puede presentarse en otra de sus figuras, que no puedo desarrollar aquí en detalle, sino sólo mencionarla. Se trata del “espíritu de cuerpo”, la disposición de aquellos que pertenecen a algún tipo de organización, fuerza o gremio (por ejemplo, una institución militar, partido político, comunidad religiosa o cultural, asociación empresarial o colegio profesional) a rechazar acríticamente la responsabilidad de algunos de sus miembros frente al proceso de violencia vivido, en nombre de sus vínculos de pertenencia (un penoso ejemplo de ello lo encontramos en el sesgado y folletinesco libro El trigo y la cizaña - escrito por el periodista conservador Federico Prieto Celi -, que he reseñado en otro post (2)). Esa es una tentación recurrente, que es preciso combatir, por el bien de la propia institución, y para observar la coherencia entre los valores que ella busca promover y la acción de sus miembros. Esta actitud no hace más que profundizar la fractura entre estas instituciones y la sociedad en general, en especial las víctimas de la violencia y la exclusión.
El espíritu profético corresponde a la actividad del crítico social y del ciudadano comprometido. La recuperación pública de la memoria constituye un imperativo ético – político, aunque implique asumir una posición crítica respecto de las comunidades y asociaciones a las que uno pertenece. La crítica interna contribuye con la transformación y revitalización de esta clase de comunidades y le recuerda su inscripción en una comunidad mayor, la comunidad política. Ninguna membresía soslaya los vínculos ciudadanos, o pospone o relativiza los compromisos con la verdad y con la justicia. La tarea de cooperar en el logro de la reconciliación social y política es concebida como un fin que nutre los lazos con la pequeña comunidad tanto como con la grande: recuperar la memoria - aun la más dolorosa – de la propia responsabilidad frente al sufrimiento o la exclusión del inocente contribuye a clarificar nuestros juicios acerca del lugar del otro en la esfera de nuestras opciones éticas y cívicas. Se trata de examinar el pasado para poder aprender de él y reconducir el mundo social y político desde un nuevo telos. Ese es el sentido último de reconstruir la memoria. “El pasado está allí”, escribe Gustavo Gutiérrez, “para dar espesor al momento actual del presente”[3].
Este es el desafío que nos plantea la idea misma de justicia transicional en estos tiempos de precariedad y esperanza. Nos exige que desempeñemos o no un papel activo en el proceso de reconstrucción democrática - tan desatendido, cuando no bloqueado, por nuestra "clase política" -, que ocupemos un lugar o no en el espacio público, en los escenarios sociales en los que el sentido de nuestra memoria histórica o la refundación del pacto social pueda ser considerado como tema de discusión. El sufrimiento de tantos miles de inocentes no tuvo lugar sin el concurso de nuestro desinterés o de nuestro silencio frente a lo que estaba sucediendo: el dolor de la víctima no es simplemente fruto del infortunio, o la “fatalidad social”, en el sentido de los neoliberales (y los viejos marxistas). Esas son burdas trampas retóricas. La violencia y la exclusión se deben a hechos sociales, a acciones que son obra de la voluntad humana. No suceden sin nuestro consentimiento; antes bien, pueden ser combatidas a través de la acción ciudadana. No es posible saber si al final, el camino de la transición política nos lleve a edificar una república realmente inclusiva o si la tentación autoritaria termine recuperando el terreno social que tanto costó arrebatarle hace unos años. Lo único que puede ser afirmado con algún grado de “certeza” es que, sea cual sea la actitud que asuma cada peruano en este tiempo crítico, ella no será irrelevante para decidir el curso que tomará la historia de nuestra institucionalidad política.
A estas dos opciones políticas corresponden dos actitudes o – por así decirlo – dos “espíritus”, dos modos de encarar el presente, nuestra crisis, y por tanto – como señalaba al principio – nuestro peculiar kairós ético - político. No pierdo de vista que - al menos en parte - estas reflexiones se dirigen a un público lector que ha asumido un doble compromiso, a saber, con una comunidad política y a la vez con una visión cristiana (pero crítica) de la vida. Yo mismo comparto esa doble apuesta ética. Creo como ustedes que sólo desde la defensa del pluralismo y la buena disposición al diálogo y la crítica es posible ser a la vez auténticos “ciudadanos y cristianos”[1]. Por eso me siento cómodo al hacer uso de una metáfora de origen religioso, pero que quiero reinterpretar desde un punto de vista secular, esencialmente cívico. Estamos, decía, ante dos “espíritus” dos tipos de disposición ética: el espíritu de sumisión y el espíritu profético.
El espíritu de sumisión ha sido el interlocutor central de todos mis post sobre acción política y Derechos Humanos, pues constituye el enemigo más encarnizado de la reconstrucción democrática y la justicia transicional. Se traduce en la renuncia voluntaria del individuo a su rol de ciudadano, agente político y potencial coautor de leyes e instituciones. Esta deserción deja la sociedad a merced del “tutelaje” de sus representantes e “instituciones protectoras”, cuando no de un dictador corrupto; en cualquiera de estos casos, el ejercicio de la libertad política se convierte en ilusoria o inexistente. La actitud frente a la configuración de la memoria y la superación de la violencia a través de la justicia será el de un corrosivo desdén: “lo pasado es pasado ¿Para qué volver sobre él?”. Pero el espíritu de sumisión puede presentarse en otra de sus figuras, que no puedo desarrollar aquí en detalle, sino sólo mencionarla. Se trata del “espíritu de cuerpo”, la disposición de aquellos que pertenecen a algún tipo de organización, fuerza o gremio (por ejemplo, una institución militar, partido político, comunidad religiosa o cultural, asociación empresarial o colegio profesional) a rechazar acríticamente la responsabilidad de algunos de sus miembros frente al proceso de violencia vivido, en nombre de sus vínculos de pertenencia (un penoso ejemplo de ello lo encontramos en el sesgado y folletinesco libro El trigo y la cizaña - escrito por el periodista conservador Federico Prieto Celi -, que he reseñado en otro post (2)). Esa es una tentación recurrente, que es preciso combatir, por el bien de la propia institución, y para observar la coherencia entre los valores que ella busca promover y la acción de sus miembros. Esta actitud no hace más que profundizar la fractura entre estas instituciones y la sociedad en general, en especial las víctimas de la violencia y la exclusión.
El espíritu profético corresponde a la actividad del crítico social y del ciudadano comprometido. La recuperación pública de la memoria constituye un imperativo ético – político, aunque implique asumir una posición crítica respecto de las comunidades y asociaciones a las que uno pertenece. La crítica interna contribuye con la transformación y revitalización de esta clase de comunidades y le recuerda su inscripción en una comunidad mayor, la comunidad política. Ninguna membresía soslaya los vínculos ciudadanos, o pospone o relativiza los compromisos con la verdad y con la justicia. La tarea de cooperar en el logro de la reconciliación social y política es concebida como un fin que nutre los lazos con la pequeña comunidad tanto como con la grande: recuperar la memoria - aun la más dolorosa – de la propia responsabilidad frente al sufrimiento o la exclusión del inocente contribuye a clarificar nuestros juicios acerca del lugar del otro en la esfera de nuestras opciones éticas y cívicas. Se trata de examinar el pasado para poder aprender de él y reconducir el mundo social y político desde un nuevo telos. Ese es el sentido último de reconstruir la memoria. “El pasado está allí”, escribe Gustavo Gutiérrez, “para dar espesor al momento actual del presente”[3].
Este es el desafío que nos plantea la idea misma de justicia transicional en estos tiempos de precariedad y esperanza. Nos exige que desempeñemos o no un papel activo en el proceso de reconstrucción democrática - tan desatendido, cuando no bloqueado, por nuestra "clase política" -, que ocupemos un lugar o no en el espacio público, en los escenarios sociales en los que el sentido de nuestra memoria histórica o la refundación del pacto social pueda ser considerado como tema de discusión. El sufrimiento de tantos miles de inocentes no tuvo lugar sin el concurso de nuestro desinterés o de nuestro silencio frente a lo que estaba sucediendo: el dolor de la víctima no es simplemente fruto del infortunio, o la “fatalidad social”, en el sentido de los neoliberales (y los viejos marxistas). Esas son burdas trampas retóricas. La violencia y la exclusión se deben a hechos sociales, a acciones que son obra de la voluntad humana. No suceden sin nuestro consentimiento; antes bien, pueden ser combatidas a través de la acción ciudadana. No es posible saber si al final, el camino de la transición política nos lleve a edificar una república realmente inclusiva o si la tentación autoritaria termine recuperando el terreno social que tanto costó arrebatarle hace unos años. Lo único que puede ser afirmado con algún grado de “certeza” es que, sea cual sea la actitud que asuma cada peruano en este tiempo crítico, ella no será irrelevante para decidir el curso que tomará la historia de nuestra institucionalidad política.
[1]Antoncich, Ricardo “Ciudadanos y cristianos” en Antoncich, Ricardo y otros Ciudadanos y cristianos Lima, CEP 2003; véase especialmente pp. 58 y ss.
(2) En ese texto el espíritu de cuerpo lleva al autor a defender lo indefendible - por ejemplo que "hubiera sido mejor que nadie confrontara a los actores" del conflicto armado (p.81), a través de procesos de justicia transicional -. Se trata de un bizarro escrito apologético que denuncia una presunta "conjura" de la CVR contra un controvertido personaje eclesiástico sin ofrecer siquiera un mínimo de argumentos que sustenten tan delirante tesis o alguna descripción de los hechos que sea mínimamente verosímil. Este libro parece remitirse con devoción a la senda planteada por la escuela espiritual de El Código Da Vinci, su completa ausencia de rigor histórico y su vocación por el cultivo de la extravagante teoría de la conspiración como género subliterario.
Lograr tener memoria, determinar que debe ser recordado, debiera ser un ejercicio crítico en el sentido amplio de la palabra, en el cual no sólo se busque la justicia que repara, sino también la justicia que reconoce, aquella que distrubuye honores y muestra ejemplos de momentos de ejercicio pleno de ciudadanía. ¿No crees que en nuestro país existe una gran debilidad respecto al reconocimiento, que si bien son pocos los esfuerzos respecto a la justicia reparadora son aun menores los de la "justicia del reconocimiento"?
ResponderEliminarCompletamente de acuerdo. Creo que hay atraso en el Perú respecto de ambas formas de justicia, pero el caso del reconocimiento es especialmente lamentable. Piénsese en el caso del atentado al "Ojo que llora".
ResponderEliminarSaludos,
Gonzalo.