Gonzalo Gamio Gehri [1]
Buscar la reconciliación o sumirse en el silencio parece ser el dilema que plantea al país el trabajo de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR). Pasados unos meses de la entrega del Informe Final, el tema parece haber desaparecido de los medios de comunicación, preocupados más bien por los escándalos políticos de diverso calibre que se desatan día a día en nuestra república. Más allá de la evidente gravedad de la hora presente, resulta obvio que nuestros políticos y otras autoridades no entienden del todo la estrecha conexión existente entre la recepción y aplicación de la investigación y recomendaciones de la CVR y el futuro de la transición política. Para muchos, conocer la verdad del conflicto armado interno – sus causas y secuelas – es “inconveniente” para nosotros. El Informe Final de la CVR ha sido recibido más bien con recelo y frialdad por nuestra autodenominada “clase política”. Nuestros políticos han renunciado a elaborar un análisis riguroso del proceso de violencia y una reflexión honesta acerca del rol que ellos – como agentes individuales tanto como miembros de agrupaciones o partidos – desempeñaron ejerciendo tareas de gobierno o formando parte de algún grupo parlamentario. Lejos de realizar un severo autoexamen o una lectura crítica detenida del documento, parte de nuestros políticos – aún aquellos que han tenido una participación destacada en el gobierno de transición – han preferido deslindar cualquier tipo de responsabilidad respecto del diseño de la lucha antisubversiva o la actitud condescendiente de las autoridades civiles frente a las violaciones de los Derechos Humanos perpetradas por agentes del Estado. Con esta actitud los partidos políticos perdieron una gran oportunidad de contribuir decisivamente con la transición política y la construcción de la paz.
Otro sector de la “clase política” – expresamente de origen conservador – ha hecho suya la causa de un grupo de militares retirados (muchos de ellos antiguos jefes político – militares de las zonas de emergencia en los años del conflicto armado interno) que juzgó ilegítima e inconveniente el proyecto mismo de configuración de una Comisión de la Verdad. Se trata de una tesis famosa, común al franquismo español y al entorno de Menem en Argentina, consistente en “voltear la página”, detener las investigaciones sobre las violaciones de Derechos Humanos, no indagar acerca de las causas y los efectos de la violencia para la vida social, dejar cerradas las fosas comunes, privar a las víctimas de voz. Dejar de “hurgar en el pasado”, dejar las cosas como están. “Perdonar” sin investigar, sin sancionar, sin examinar críticamente el camino trágico que hemos transitado: los partidarios del silencio procuran dejar esta historia sin los lenguajes que pudiesen llevarnos del estadio del terror y la muerte a su superación en la justicia y la paz. Según este punto de vista, las autoridades y los efectivos militares que incurrieron en “excesos” – esto es, crímenes contra la vida y la integridad de las personas – debían ser juzgados de una manera especial, tomando en cuenta las tensiones y situaciones irregulares de la guerra, cayendo en la cuenta que ellos definitivamente actuaron en defensa de la sociedad. Como conclusión, había que simplemente guardar silencio respecto de las acciones ilegales de parte de las Fuerzas Armadas o de los comandos paramilitares dirigidos por la cúpula gubernamental en los tiempos de Fujimori. Esta postura contó con el apoyo entusiasta y decidido de cierta prensa amarilla – especialmente La Razón - y fue respaldada por un grupo de empresarios y otros sectores sociales. Cabe resaltar la participación de una cierta “clase intelectual” conservadora – defensora explícita de las antiguas jerarquías sociopolíticas (“trono y altar”) y la administración autoritaria del Estado desde una visión monolítica de la identidad nacional – que, desde las páginas editoriales de esta prensa descargó toda esa retórica de viejo cuño contra el proyecto mismo de la justicia transicional; muchos de estos críticos habían colaborado devotamente con la aventura fujimorista. La ferocidad y bajeza de la campaña mediática emprendida contra la CVR – llena de injurias y acusaciones infundadas – constituye una de las páginas más oscuras de la historia del periodismo peruano, comparable solamente con las estrategias de demolición llevada a cabo por la llamada “prensa chicha” como parte de la preparación del fraude electoral del año 2000.
Voy a concentrarme exclusivamente en la tesis del silencio. Lo primero que hay que señalar es que la CVR no admite – en virtud del mandato que le dio forma, así como la naturaleza moral de sus fines – denunciar exclusivamente a uno de los perpetradores. Ella identifica, evidentemente, a al PCP – Sendero Luminoso como el promotor principal de la violencia y el terror, como el responsable de la mayor cantidad de pérdidas humanas, como autor de acciones terroristas, como un grupo fundamentalista y genocida. Reconoce también que las Fuerzas Armadas se enfrentaron a las organizaciones subversivas cumpliendo con su deber de asumir la defensa del Estado y la sociedad, que el cumplimiento de este deber supuso muchas veces el sacrificio heroico de sus efectivos. No obstante, la CVR ha podido constatar que en algunos lugares y en ciertos períodos, las fuerzas del orden cometieron violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos, acciones que obedecían a programas y estrategias que contaban con la anuencia de las autoridades militares, ante el silencio condescendiente de las autoridades civiles, renuentes a investigar dichos crímenes. Calificar estos delitos como simples “excesos” implica distorsionar voluntariamente el carácter premeditado y programado de estas acciones, y promover la impunidad de los criminales. Lo que los apologetas del “punto final” quieren hacer pasar por una lección magistral de Realpolitik no es otra cosa que un intento desesperado por dejar a los perpetradores en sus puestos y sumergir a las víctimas en el anonimato.
La proclamación del silencio como medida contra la memoria y la búsqueda de la justicia tiene consecuencias para la política (no siendo ella misma política). Se trata de una perspectiva que conspira contra la democracia, en tanto que funciona como un instrumento para la concentración del poder. La supresión de la memoria ha formado parte – sin excepciones – de las estrategias de las dictaduras totalitarias. El control sobre la historia permite reprimir el testimonio de las víctimas, y a anular la posibilidad de que el conocimiento del sufrimiento y la injusticia mueva a los ciudadanos a reaccionar frente a estos males y a proponer nuevas investigaciones, formas de punición y reparaciones. El imperio de la “historia oficial” sobre la contrastación del testimonio de víctimas y victimarios hace posible el dominio instrumental del entorno social. Eliminar la construcción de la memoria equivale a volver a atentar contra las víctimas, obstaculizar el debate en torno al proceso de violencia, sus secuelas y su eventual superación por la vía de la legalidad, e impedir la formación de la opinión pública respecto de estos temas. Neutraliza, en definitiva, el ejercicio de la ciudadanía.
No sorprende, en este sentido, que quienes defienden esta posición hayan asumido posiciones autoritarias en la “arena política” y que – en nuestro medio – muchos entre ellos hayan sido quienes precisamente vindicaron y apoyaron desde el Parlamento la Ley de Amnistía bajo la dictadura fujimorista. Está claro que la amnistía como medida pública constituye un atentado contra la memoria como contra la justicia. La amnistía se describe teóricamente como una iniciativa estatal, nunca judicial (puesta en marcha por el Congreso, a veces – como en aquella ocasión - por recomendación de la cúpula de gobierno) que pretende hacer como si los crímenes no hubieran tenido lugar: “aquí no pasó nada”, ningún acontecimiento dramático que lesionó la ley sucedió aquí. Con la amnistía se intenta borrar el rastro del delito contra la vida, así como el dolor que éste genera en la sociedad; lo que hace realmente el Estado es maquillar la realidad y la historia en nombre del control social y de una supuesta “estabilidad política”. Paul Ricoeur ha señalado cuánto de simple manipulación maquiavélica hay en este tipo de “políticas” de la impunidad. “A la prohibición de toda acción judicial”, afirma Ricoeur, “y así a la prohibición de toda persecución a los criminales, se añade la prohibición de evocar los hechos mismos bajo su calificación criminal”[2]. Asistimos así a tres tipos de negación, tres clases de encubrimiento estatal del daño infligido: esto qué sucedió no puede ser llamado por su nombre; esto qué sucedió no puede ser juzgado ni llevado a los tribunales; finalmente, esto qué sucedió carece de significación política y legal: para la sociedad supuestamente “estructurada”, “oficial”, se trata de acontecimientos cuyo re – cuerdo ha sido simplemente eliminado de los anales de la historia de la nación. Para (ese) “nosotros”, esto no sucedió jamás.
Ese temor a la verdad ha constituido el ambiente que se ha respirado en el debate mediático en torno al trabajo de la CVR. La clase “dirigente” (la mayoría de los políticos, asociaciones empresariales, incluso algunas autoridades civiles y religiosas) buscaron simplemente “poner entre paréntesis” esta tragedia nacional; practicaron la “lógica del avestruz”. Prefirieron quedarse con la historia epidérmica del proceso de violencia, con las cifras oficiales, con la memoria mutilada. Las investigaciones de la CVR han descolocado seriamente los informes anteriores sobre la lucha subversiva y contrasubversiva. Pero no se trata solamente de lograr la refutación de los datos “objetivos” del conflicto armado interno. Por vez primera hemos escuchado la historia de aquellos que realmente han padecido violencia y exclusión, hemos podido conocer su propia versión de los hechos. Ello constituye un primer paso para restituirle a la víctima, en el plano de las relaciones humanas concretas, los derechos que corresponden a su condición de ciudadano y persona intrínsecamente digna. Silenciada y borrada de los registros del abuso y la crueldad, la víctima permanece victimizada: en contraste con lo que piensan los apologetas del silencio, sus heridas permanecen abiertas. El silencio y el desdén de las autoridades impide que quienes han padecido estos terribles males experimenten el trabajo de duelo que les permita reconciliarse consigo mismos, con sus comunidades de vida y con la sociedad. La acción de la violencia no examinada - inclusive sus efectos residuales – desestructura la comunidad política y anula la ciudadanía. La escucha de las víctimas, la investigación del daño sufrido para que la justicia entre en acción, y la participación de ellas mismas en la construcción pública de la memoria constituyen un proceso que apunta a que la víctima asuma su lugar como ciudadano.
Pero la verdad – aquí la recuperación de la memoria - tiene aquí un sentido adicional, de enorme relevancia ética y política. No se trata solamente de la enumeración de casos o de la reconstrucción de los hechos, si no de la interpretación general del conflicto armado interno. El esclarecimiento de lo vivido a la luz de sus causas, el reconocimiento de sus secuelas y la propuesta de una política de reconciliación hacia el futuro constituyen el corazón propiamente público de la justicia transicional. La verdad de los hechos – en un sentido ético – político – no es meramente independiente de la descripción que de ellos hacen sus protagonistas (víctimas y victimarios) y sus testigos. Estas descripciones están cargadas de interpretaciones, de formas de sensibilidad, compromiso, valoraciones e intereses. Este entramado, lejos de ser un “añadido” a los “hechos en bruto” que puede ser discriminado en un informe objetivo, constituye el sentido de la “verdad” que ha de ser expuesta; solamente a la luz de esas formas de sentir y pensar es posible comprender qué han significado tales situaciones en la vida de sus protagonistas, solamente a partir de esas dimensiones será posible comprender las secuelas de la violencia en la vida de los peruanos, y acaso ponderar las posibilidades efectivas de reconciliación. A los comisionados e investigadores de la CVR les correspondió recoger y contrastar estos testimonios, así como la tarea ardua y decisiva de tejer estos hilos como parte de un entramado narrativo – el de la violencia en el período 1980 – 2000 – que reclama la articulación de un hilo conductor general.
La correspondencia con los hechos es un nivel fundamental en la urdimbre de esta narración. Es necesario saber qué pasó realmente en tales situaciones. Me refiero a la correspondencia con los “hechos vividos”, en el sentido fenomenológico y no positivista de esta expresión. Es preciso contrastar el testimonio de protagonistas y testigos. Como hemos señalado, la voz de las víctimas tiene aquí un lugar central, éticamente prioritario. La coherencia constituye un punto de vista no menos importante, en tanto es preciso contrastar las interpretaciones de los hechos, la guerra y la sociedad peruana que asumen los agentes (las víctimas, los terroristas, los militares, los ciudadanos) con una lectura crítica, vasta y penetrante, de todo el proceso. A la propia CVR le ha sido encomendada la tarea de elaborar una narración que permita esclarecer los hechos de violencia, fenómenos sociales vinculados a estos hechos, la asignación de responsabilidades (penales, políticas y morales) y las propuestas de reconciliación en el marco de una reconstrucción hermenéutica de nuestra historia reciente y de un proyecto público viable. El Informe Final constituye el resultado de ese trabajo: es una investigación interdisciplinaria seria y bien documentada, desarrollada argumentativa y narrativamente e hilvanada según un telos institucional democrático.
Naturalmente, este informe no constituye la verdad definitiva sobre el tema. Siempre es posible el surgimiento de nuevas interpretaciones que introduzcan nuevos giros narrativos – a veces decisivos – y nuevos elementos de juicio para retejer esa historia. Son conscientes de ello los comisionados y quienes hemos colaborado de una manera u otra con el trabajo de la CVR. Se trata más bien de un documento sólido, susceptible de eventuales críticas y reformulaciones importantes, que puede y debe convertirse en el punto de partida de un debate público sobre nuestra historia reciente y las perspectivas de reconciliación al interior de nuestras instituciones políticas y sociales, los fueros deliberativos parlamentarios pero – probablemente por sobre cualquier otro espacio – las instituciones de la sociedad civil. Probablemente no exista hasta el día de hoy un informe tan agudo acerca de las desigualdades y las profundas rupturas sociales que padece el Perú. El relato de la CVR podrá ser sometido a la crítica de la opinión pública, de académicos y ciudadanos, esto es, podrá ser confrontado por otros relatos posibles. La reconstrucción de la memoria es una empresa pública, esto es, una tarea que nos convoca a todos como ciudadanos libres; recuperar nuestra historia reciente constituye un derecho, así como un deber para con las futuras generaciones. Resulta evidente constatar que los partidarios del silencio proponían una estrategia profundamente antidemocrática; curiosamente, al defender esta posición pretendían hablar “en nombre de los peruanos”. Pero estos congresistas y autoridades confundían - una vez más - la “representación” con el “tutelaje”. Que en general representen a sus electores o a los fieles no significa que sepan a priori lo que sea mejor para ellos o no, o lo que ellos deberían o no saber por el bien de sus mentes o sus almas. Erigirse en “tutores” implica desconocer la autonomía (privada y pública) que es fundamental para el ejercicio real de la ciudadanía democrática: la capacidad de discernimiento y elección de los ciudadanos no puede ser usurpada por autoridad alguna, como si se tratase de menores de edad.. Nuevamente, se trata de la observancia del ideal del control social, el deseo del imperio del “orden” sobre el de las libertades políticas.
Pero este ideal de control autoritario no se agota en la tesis del silencio y de la impunidad. Reaparece en los intentos por recuperar la memoria “desde arriba”, cuando alguna institución, supuestamente con pretensiones de tutelaje – generalmente el Estado, pero eventualmente las Fuerzas Armadas o alguna comunidad religiosa – anhela precisar aquello que es digno de memoria, lo que puede o debe contarse como parte de una historia de la violencia de las dos últimas décadas, arrogándose el monopolio de la verdad. Como se sabe, la configuración de la memoria -–y en general, de la historia – supone un decisivo proceso de selección: se trata de elegir lo que debe ser recogido en la historia narrativa de nuestro pasado reciente, en contraste con lo accesorio, que puede ir cayendo o no en el olvido[3]. Si la perspectiva del silencio atentaba contra el derecho del ciudadano a saber la verdad, la del monopolio “tutelar” de la memoria elimina (a veces sutil, a veces burdamente) el derecho y el deber a construirla y revisarla dialógicamente: el principio de selección de la memoria debe ser sometido a discusión. La CVR ha presentado un Informe concienzudo sobre la violencia vivida, un texto que ha cuestionado severamente nuestra “historia oficial”. Este documento no aspira simplemente a sustituir esa historia en su estatuto y privilegios, si no a convertirse en foco de una discusión pública que contribuya con la regeneración del tejido social y la inclusión del otro otrora marginado como interlocutor válido al interior de dichos foros. A ello es a lo que efectivamente apunta la reconciliación social y política.. La recuperación de la memoria es una tarea eminentemente ciudadana, se trata de un ejercicio abierto e inclusivo. Por ello la importancia – tanto sistemática como contextual – de fortalecer la esfera pública.
[1] Profesor de Filosofía de la PUCP.
[2] Ricoeur, Paul “Sanción, rehabilitación, perdón” en: Lo justo Madrid, Caparrós 1995 pp. 193 – 4.
[3] Cfr. Todorov, Tzvetan Los abusos de la memoria Barcelona, Paidós 2000.
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