lunes, 27 de agosto de 2007

EXPLORANDO LA DEMOCRACIA (1997)


FILOSOFIA, LIBERALISMO Y CIUDADANIA(*)

Gonzalo Gamio Gehri


Las marchas estudiantiles, las denuncias periodísticas, los debates intelectuales y parlamentarios han puesto sobre el tapete el problema de la democracia a saber, si vivimos en un escenario social democrático o si apreciamos especialmente las prácticas democráticas. El sorpresivo interés por los sucesos actuales, la capacidad de indignación que parece haberse desarrollado entre la población acaso ha persuadido ya a los analistas más escépticos sobre el particular. ¿Se ha generado entre nosotros una ética democrática?

Con todo, el problema fundamental parece continuar oculto, aquel de la “naturaleza” de la democracia. La reconocemos cuando es vulnerada o está amenazada, pero no accedemos a una caracterización positiva de sus determinaciones como forma de vida en común. Apelamos a definiciones etimológicas que son de poca utilidad, pues echan mano de abstracciones - como el término “pueblo” - que brindan una incorrecta dirección hacia una unanimidad que se convierte en autodisolvente (después de todo, no ha sido extraña a nuestra historia la experiencia de quienes han afirmado, con toda convicción: “el pueblo soy yo”). Ello nos hace perder de vista una de las dimensiones fundamentales de la democracia: el apuntar no solamente a la construcción de consensos sino también a la correcta administración de los disensos.

Si lo que estoy insinuando es correcto, una definición más compleja y esclarecedora de la democracia se nos está escapando, a pesar de que es imperativo buscarla. Creo que el filósofo puede colaborar en esta búsqueda, examinado, por ejemplo, el estado de la cuestión a la luz de su historia y señalando con qué pistas contamos. Eso es lo que me propongo hacer aquí describiendo dos de las concepciones de la democracia más relevantes en la teoría política, explorando la disputa entre dos respuestas alternativas al problema planteado, que ni la retórica política ni nuestros debates actuales parece haber puesto sobre el tapete: me refiero a la confrontación del modelo de la democracia liberal con aquel de la democracia neoclásica o radical.

Propongo partir de una "intuición" primera, simple, pero que puede arrojar luces respecto de nuestro tema. Propongo que pensemos la democracia como una actitud (ético - política, institucional) frente al poder, que procura maximizar su distribución e impedir su concentración en pocas manos.Todavía no nos alejamos demasiado de una consideración negativa - en tanto que la democracia se plantea como antítesis de la tiranía o del despotismo - aunque si de una definición de diccionario, demasiado imprecisa y equívoca. Sin embargo, respecto de esa actitud distributiva se han elaborado al menos dos puntos de vista, que pretenden señalar cómo se ha de distribuir el poder, así como en quienes recae el peso de la distribución, que son las perspectivas que acabo de mencionar. Podríamos decir, parafraseando a Aristóteles, que la democracia se dice de muchas maneras; examinemos, pues, sus modos de ser.

I.- El modelo liberal: modernidad, democracia y estado de derecho

El primero de los modelos - el modelo liberal - encuentra su centro de gravedad en los derechos individuales. Surge con la modernidad a partir de la noción de autonomía y el progresivo declive de la creencia en un orden jerárquico del cosmos (natural y social) en donde cada cosa desempeña una función y en donde la cabeza de ese orden - el rey - se constituía como el correlato de Dios en la tierra. La legitimidad del poder político se convirtió en un problema que una cosmología sagrada no podía resolver de manera plausible. La justificación “racional” del orden social justo debía suponer un abandono de los relatos tradicionales del Derecho Divino, así como la explicación de la caída de los cuerpos había prescindido de los cánones epistemológicos del aristotelismo tardío. La suscripción misma de un credo tradicional choca con la idea de libertad individual, que para ser conquistada ha de negar todo orden “externo” (la famosa "libertad negativa").

Tal legitimidad del orden social debía corresponder al corpus legal que todos los individuos racionales elegirían en condiciones de imparcialidad, es decir, a partir de exclusivo uso de su razón. Así como en la física moderna la investigación suponía un universo neutral, en la ciencia política “more geométrico” había que dejar de lado toda consideración cualitativa o contextual para dar lugar a una explicación "objetiva". Es por la observancia de esta pauta metodológica que en la teoría social liberal el móvil que lleva los individuos a suscribir la ley no es una idea del Bien ni la suscripción de un credo sustantivo, sino sus propios intereses egoístas y su deseo de supervivencia El miedo a la muerte ante los irresolubles conflictos que produce la inestabilidad propia del estado natural lleva a los individuos - en las formulaciones teóricas del contrato social - a fundar una regla de derecho que proteja la vida y la propiedad de cada uno de los individuos, a partir de la acción del estado, en tanto guardián de la ley. Esta perspectiva fue desarrollada por Hobbes y luego reformulada por Locke y Montesquieu, puesto que la figura del soberano, ubicada primero por encima de la ley, fue luego sometida al imperio del Derecho.

Esta regla de derecho declara la igualdad civil de todo ciudadano, de tal manera que ni la cuna, ni el status económico (y luego el género) determinen discriminación de ninguna clase en materia legal o en el acceso a los cargos públicos. Así entraban en la escena del pensamiento político los derechos universales, principios normativos inalienables que van del derecho a la vida y a la propiedad, hasta el derecho de la libre conciencia y a la desobediencia civil: todos ellos apuntan a proteger la autonomía, el bienestar y la integridad de los individuos. Montesquieu sabía como nadie que el despotismo institucionalizaba el doble juego del temor y la intimidación y que sólo el imperio de la ley podía mantenerlo a raya Las reformas inglesas, la revolución americana y la revolución francesa se encargaron de la encarnación práctica de las ideas liberales.

Una vez consumada la confluencia- de origen Lockeana - de contractualismo y liberalismo, la teoría política moderna establece la inseparabilidad del estado de derecho y la política pública democrática. Como Jürgen Habermas ha señalado en un reciente e influyente ensayo, en este contexto la ley se entiende necesariamente como personalista, dado que su fin es la protección de la dignidad de los individuos; coercitiva, porque sanciona su transgresión, formal, porque está permitido lo que expresamente no prohibe; es positiva, porque es resultado de una legislación histórica puntual (susceptible de modificaciones) y es procedimental, porque ”es legitimada por un procedimiento democrático.”[1]

El giro intelectual y político que opera en el liberalismo alteró substantivamente el diseño del mapa social y espiritual de la vida moderna. La creación de las nuevas libertades originó nuevas fronteras, gestándose la separación de esferas de vida que en el pasado se mantenían unidas. [2].Asi la libertad de conciencia supuso la separación de la Iglesia y el estado, asi como la libertad académica implicó la separación de la Universidad respecto de ambas. Por su parte el estado se separa de la sociedad civil, dejando lugar a dos manifestaciones fundamentales de la sociedad moderna, la opinión pública y - a instancias del naciente liberalismo económico de Adam Smith y su escuela - el mercado, de tal manera que la instancia estatal no podía intervenir en la dinámica propia del intercambio, la producción y el consumo. Para los pensadores del s. XVIII ni la esfera estatal misma se sustrajo a estos trazos institucionales, puesto que la división de poderes hizo efectivos los límites del poder del soberano en la toma de decisiones respecto de los destinos de la sociedad, así como hizo posible la fiscalización de sus acciones por parte de los representantes de las cámaras y los tribunales. De esta forma las autoridades políticas que co-participan en las decisiones y la ejecución de la política pública pueden representar a la colectividad, en tanto son elegidas por aclamación ciudadana.

Esta breve reseña nos muestra en que medida el liberalismo ha contribuido a dar forma a nuestro mundo social en esferas de vida en principio separadas y con pretensión de autonomía: las esferas relativas a la economía, la vida académica, religiosa y política. Con la constitución de esta fronteras sociales, así como con la institucionalización de la opinión pública y los mecanismos políticos de representación, el credo liberal (no neoliberal, puesto que para un auténtico liberal un sistema liberal en economía que prescinda de la dimensión política del liberalismo sería considerado monstruoso ) considera haber confrontado con éxito al despotismo. El énfasis liberal en la distribución del poder supone la mediación legal e institucional de la vida política y social.

II.- La democracia radical: la democracia como concepción del bien

El segundo modelo de vida democrática - La democracia radical [3] - es, en su variante ‘moderna’, una reacción contra la perspectiva liberal a partir de una recuperación de las concepciones clásicas de la vida política que provienen de una recepción tanto del pensamiento político de las tragedias griegas como de la ética aristotélica (a pesar de que Aristóteles no se consideraba propiamente un demócrata); otra de sus fuentes es la tradición cívica - humanista, que proviene del Renacimiento, en especial de los escritos de Leonardo Bruni y Mateo Palmieri[4].

Esta perspectiva encuentra su núcleo argumentativo en la noción de ciudadanía, vale decir en el ejercicio de Las virtudes cooperativas y deliberativas evoca el modo de vida del ciudadano ateniense, aquel que, comprometido con su ciudad, se volcaba al ágora para contribuir - vía lexis y praxis -a la consecución del bien común interactuando con sus iguales. Este modo de vida supone un sentido de pertenencia respecto de la comunidad política que no encontramos en la versión liberal. El ciudadano se reconoce como tal en tanto considera que forma parte de una comunidad de memoria que hunde sus raíces en la historia cuya herencia ética - cultural realiza a través de la acción política. Si el modelo liberal la autonomía individual tenía la prioridad en la constitución del orden justo, aquí es el vinculo comunitario la base que articula la concepción y aplicación de la justicia en las instituciones democráticas. La comunidad está sostenida por un conjunto de interpretaciones revisables acerca de lo que es compartir una vida buena (v.g. tradiciones), como por las prácticas que actualizan esos horizontes comunes. En este contexto las ciudadanos no entienden sus asociaciones como el resultado de un acuerdo voluntario fundado en la búsqueda de protección sino en un relato acerca del bien en el que se sienten mutuamente reconocidos y comprometidos, pero que al mismo tiempo reformulan y matizan mediante la deliberación publica.

Los defensores de este modelo conciben al individualismo liberal como corrosivo. Sostienen que el liberalismo genera relaciones puramente instrumentales respecto de la esfera pública, cuya función fundamental es la de garantizarle seguridad a los individuos, que pasan a entenderse a si mismos como átomos sociales, desarticulando toda ética de la participación y oscureciendo todo vínculo de solidaridad, socavando, en suma, el suelo mismo de la democracia. Asimismo, la crítica neoclásica del liberalismo señala que los liberales se han preocupado sólo por un aspecto de la justicia igualitaria (la igualdad civil) y dejando de lado - sospechosamente - una dimensión no menos importante. La formulación antigua de la justicia “dar a cada cual lo suyo” alude a que la comunidad debe abocarse a la búsqueda de mecanismos sociales que reviertan las desigualdades que atentan contra una calidad de vida razonable, pues lesionan el Bien Común e impiden el ejercicio pleno de la ciudadanía[5], siendo incompatible con la integridad de los miembros de la comunidad.

El nombre de Hannah Arendt viene a nuestras mentes al evocar estas críticas, pero es Tocqueville acaso el que ha denunciado con mayor lucidez el estrecho límite entre el individualismo liberal y ciertas formas sociales antidemocráticas. En su “Democracia en América”[6] analiza un fenómeno peculiar presente en las democracias modernas en donde ha florecido el individualismo al que llama "despotismo blando": se trata de una especie de acuerdo tácito entre gobernantes y gobernados de tal forma que, a cambio de cierta seguridad y prosperidad económica - garantizadas por el estado - el ciudadano renuncia gustosamente al ejercicio de sus derechos políticos, retirándose a su vida privada. Las decisiones en materia pública quedan exclusivamente en manos de una cúpula de poder, eclipsando toda forma de participación y autogobierno ciudadano. Conocemos de cerca los detalles de este fenómeno. Por ello señalaba que esta visión democrática es fundamentalmente reactiva respecto del primer modelo, en tanto que la ética ciudadana va siendo progresivamente engullida por la política burocrática y el mesianismo de los elegidos. La acción democrática queda reducida así, ante la ausencia de discusión pública y el desprestigio de la política, a la periódica e impersonal elección de los representantes[7] . Los ciudadanos, por su parte, quedan sumidos en un lamentable circulo vicioso: no actúan en política porque la política es sucia y la política permanece sucia porque los ciudadanos no actúan en política.

III.- Hacia un modelo integrador de racionalidad democrática

Presentadas ambas posiciones, pareciera que tenemos hasta aquí dos relatos incompatibles acerca de la vida democrática[8]: uno la concibe como una manera de preservar la autonomía de las personas, las instituciones políticas y las distintas esferas de vida a partir de un sistema procedimental- legalista y otra que la identifica con una noción del bien centrada en el ejercicio de las virtudes cívicas. Tal enfrentamiento existe, las áreas de conflicto son muchas más, no puedo mostrarlas todas aquí[9], pero no es suficiente dar cuenta de la tensión, es preciso dar un paso más. Quiero mostrar que centrar nuestra comprensión de la vida democrática en una de esas narrativas excluyendo la otra mutila una dimensión fundamental de la vida social fundada en el autogobierno.

La perspectiva que pretendía distinguir entre la "democracia formal" y la "democracia real" - tan en boga hace tres décadas - no fue sino un intento por defender el segundo modelo prescindiendo del primero. Las instituciones democráticas, el estado de derecho y la igualdad civil aparecían como emanaciones ideológicas que procuraban impedir que las mayorías asumiesen la dirección de sus propios destinos. Lo curioso es que dicha distinción fue utilizada con frecuencia por todas las dictaduras posibles que se sintieron interpretes más completos de las voces populares que las instituciones y sus representantes. La distinción ha sido, pues, caldo de cultivo de la supresión misma de la democracia. Prescindir del cuerpo público legal y del lenguaje de invocación de derechos en nombre de una nebulosa inmediatez social equivale a neutralizar los espacios institucionales de la pluralidad y el disentimiento - dimensiones esenciales de la democracia -, es decir, neutralizar o anular los escenarios en los que el hombre concreto pone en juego su condición de agente político. Habría que tomar en serio la sugerencia de Hegel según la cual si queremos la cosa misma - lo real - no podemos abstraer la forma del contenido, ni el contenido de la forma, si no queremos quedarnos con la mera irrealidad.

Creo que - a pesar de que en el seno de las democracias liberales se han materializado con creces los temores de Tocqueville - el primer modelo y las ideas políticas que lo gestaron han generado valores y formas de vida a las que difícilmente desearíamos renunciar puesto que son normativos de nuestras acciones en común: tal es el caso de la idea misma de la persona humana como portadora de derechos inalienables cuya observancia social se manifiesta como una exigencia moral crucial para una vida libre y digna de ser vivida. El sistema de derechos encarna, una compleja cosmovisión ético - espiritual con la que estamos poderosamente comprometidos. Aún bajo su aspecto procedimental, los principios liberales son expresión de valoraciones más profundas que son constitutivas de nuestro mundo, como la mencionada defensa de la dignidad humana y los preceptos contra la discriminación que se derivan de aquella. El mapa social que hemos heredado de la modernidad está fuertemente arraigado en nosotros, forma parte del escenario propio de lo que consideramos una vida feliz, dista mucho de ser una mera fábula.

Esto no significa, por supuesto, que el primer modelo sea autosuficiente: solo afirma que, tanto la mediación institucional - legal como el principio de la distinción de las esferas son esenciales a la cosmovisión democrática. Más aún, nos indica que el diseño de nuestro mapa social debe ser completado o no ha sido respetado del todo. Las esferas académica y política (el caso de la esfera religiosa es atípico en este punto, pero podría estar expuesto a la posibilidad) han sido y son colonizadas permanentemente por la lógica del mercado, propia de la esfera económica: el saber y el bien común tienden a ser entendidos desde el cálculo costo - beneficio y no a partir de su racionalidad específica, de los fines que les son propios. Así como la simonía (el tratamiento económico de los bienes espirituales) es considerado un pecado, si somos coherentes con lo que Michael Walzer llama el "arte de la separación", confundir el conocimiento y el buen gobierno con bienes de consumo (con mercancías) y con la eficiente administración empresarial o son fruto de un grotesco malentendido o constituye un vicio.[10] Fomentar el pluralismo de discursos es también una forma de distribuir el poder, y de fiscalizar ciertas formas de actuación equivocadas y desafortunadas. En este sentido el neoliberalismo no sólo puede ser perfectamente anti-liberal, sino incluso, si es llevado lo suficientemente lejos, antidemocrático.

Pero tampoco el autogobierno sobrevive si es que excluimos el segundo modelo y conservamos el primero La autonomía de las esferas requiere de guardianes, de ciudadanos comprometidos con la preservación de las lógicas propias de la vida académica, la praxis política y la militancia religiosa. El liberalismo que conocemos - y no sólo en su variante "neo" - centrado en la igualdad civil, tiende a no tomar en cuenta el rostro social de la igualdad, que aboga por la construcción de una estructura social dirigida a la distribución de los bienes, fundada en la igualdad de oportunidades, asi como la creación de programas de asistencia social que contribuyan a combatir las formas de desigualdad que rebasen indiscutiblemente los limites de lo razonable. Estas medidas son condición esencial para la actualización de las libertades y derechos[11].

Las instituciones, cuando no encarnan la participación y fiscalización de los ciudadanos, adquieren una lógica propia que suele ser opresiva e impersonal, tal era la conducta del estado y el mercado en la sociedad post-industrial que denunció la primera Escuela de Frankfurt. Es el reino de los técnicos - entendidos como administradores públicos - los sumos sacerdotes del instrumentalismo, quienes toman las decisiones en materia política, en tanto pretenden ser sujetos de un discurso que se declara pragmático, valorativamente neutro…¡como si ello fuera posible!. A pesar del carácter infundado de esa declaración - que es en si misma valorativa e ideológica- la imagen del gobierno desde el canon de la gestión empresarial se ha convertido en parte del sentido común en asuntos políticos, una presuposición que tiende a hacer retroceder a la acción ciudadana y la deliberación pública[12]. El frecuente y respetuoso silencio del ciudadano sostiene esta ilusión, que constituye una flagrante transgresión de la distinción (liberal) de las esferas, así como un atentado contra la distribución del poder. Lo que está aquí en juego no es sólo la autonomía de lo político y la libertad cívica, sino también las decisiones sobre las condiciones de vida de las personas. Sólo la acción conjunta de los ciudadanos puede hacer frente a la absolutización de la Razón Instrumental y al despotismo del experto.

La acción ciudadana, por el contrario, requiere de espacios públicos, escenarios abiertos a la asociación y a la discusión crítica. En este punto la agenda liberal resulta clamorosamente insuficiente. El liberalismo no puede hacer inteligibles nuestros compromisos colectivos de largo alcance, ni mostrar la necesidad de la movilización democrática a partir de proyectos comunes. Los liberales - al menos aquellos que suscriben una versión cerrada del primer modelo - consideran el modo de vida orientado por la acción cívica no como un asunto de virtudes, o como condición de posibilidad de la libertad ciudadana, sino como una opción entre muchas otras, fruto de preferencias personales, opción que carece del peso específico de una exigencia moral.

Por su parte, los defensores del primer modelo exclusivo acusan de irrealistas a los partidarios del neoclasicismo político, arguyendo que la complejidad de las sociedades modernas impide un nuevo florecimiento del ágora, que la diversificación de los roles sociales obstaculiza la praxis política, que las encomiables virtudes públicas atenienses suponían - para su ejercicio - el trabajo de los esclavos, incompatible con la moderna libertad.

Creo que esta objeción debe ser tomada en serio, a pesar de la mala fe que contiene. Es una objeción poderosa, pero considero que puede ser contestada desde la democracia radical · o mejor: desde un modelo democrático inclusivo -. Responder a este argumento puede contribuir a despejar un malentendido recurrente en los debates de filosofía política. El segundo modelo no postula un nostálgico regreso a lo griego; autores que defienden las formas de vida participativa como Charles Taylor, Albrecht Wellmer, William Sullivan o Martha Nussbaum no pretenden nada semejante. Antes bien, buscan mediaciones inmanentes al mapa social del mundo moderno que sean propicios para la interacción y el discurso, como la opinión publica o, mas precisamente las instituciones de la sociedad civil. [13]

Si el ágora ha desaparecido, ello no significa que no contemos con espacios de deliberación pública: las comunidades religiosas, las ONGs, las municipalidades y universidades son instituciones en las que sus miembros pueden - o podrían con algún esfuerzo - crear o encontrar foros de debate y cooperación, con miras a intervenir en la discusión pública en pro de la distribución del poder y la fiscalización de conductas autoritarias en nuestros gobernantes. La figura del profeta, del guía espiritual forma parte de la esfera religiosa, no de la esfera política. Se trata, en definitiva, de combatir aquella situación que Tocqueville temió. Si las autoridades políticas son los únicos guardianes de la Ley, no es difícil generar manifestaciones de despotismo blando, el individualismo las favorece.

Es preciso recuperar o en algunos casos potenciar espacios públicos para velar por el cumplimiento de la ley y el ejercicio de los derechos políticos. La acción al interior de estos espacios no puede ser explicada en los términos atomistas de las teorías liberales, en ellos no buscamos lo que nos enfrenta, sino lo que compartimos; no son espacios para la competencia, para el consumo y el intercambio, sino para la cooperación y el diálogo. Los hombres actúan políticamente no solamente para proteger sus (privados) intereses, también actúan en virtud de un compromiso con el Bien Común, con la observancia de los Derechos Fundamentales o con la supervivencia de ciertas formas históricas de vida compartida. Es preciso sobrepasar la lectura instrumentalista, si lo que queremos es vérnoslas con la racionalidad democrática. Esto significa que ser contribuyente no es lo mismo que ser ciudadano, aquel es en todo caso condición necesaria de este, pero en ningún modo condición suficiente.

Es fácil ver como no tenemos que elegir entre la mediación institucional y la vida política. La distribución del poder requiere tanto de una visión de la vida buena centrada en la acción ciudadana como de un corpus institucional y jurídico en el que nos reconozcamos como agentes sociales. Actuamos en el marco de instituciones. La sociedad civil es el escenario de la vida democrática, el estado de derecho es su estructura básica, la deliberación, el sentido de pertenencia y la acción en común son su sustancia. La combinación de estas determinaciones configura la democracia como ethos. No obstante, el atomismo es una tendencia poderosa entre nosotros, asi como la pretendida omnipresencia de la lógica del mercado: ambas pueden neutralizar la ética ciudadana y promover el instrumentalismo. Ello es particularmente preocupante en sociedades como la nuestra, en donde tanto el mesianismo político como el desmantelamiento de las instituciones (que ha acompañado con frecuencia a nuestra historia) han atentado sistemáticamente contra la posibilidad misma de la distribución del poder. ¿Cómo revertir un estado de cosas semejante? La democracia es también una forma de paideia: comprometerse con la vida democrática supone preocuparse por fomentar la discusión publica y perseguir la configuración colectiva de una cultura política contraria a la concentración del poder.

Estas articulaciones exigen que pensemos nuestras instituciones sociales como espacios públicos, en los que la posibilidad del disenso constituya un valor tan relevante como la consecución de consensos. Si lo que he argumentado es correcto, el llamado “progreso” en política tiene su centro de gravedad en la deliberación. Sin duda, mi posición puede ser acusada de revisionista, y ciertamente lo es. Solamente que esta ha dejado de ser una mala palabra (dado que han palidecido los contextos en los que se entendía como un adjetivo peyorativo), sólo nos dice que, si la democracia es la mejor forma de vida colectiva que conocemos hasta hoy, entonces quizás los recursos conceptuales para practicarla o promoverla estén disponibles en la larga historia de discusiones y de construcciones sociales que se remonta a los griegos - y que pasa por la modernidad -, siendo la base de nuestras innovaciones criticas, de nuestros proyectos para el futuro.

La lucha por la democracia requiere de nuestra acción conjunta, del compromiso más férreo como del respeto a la alteridad, ello solo es posible fomentando el dialogo sostenido de la ciudadanía. La democracia - allí donde la hay - suele estar amenazada; exige que los ciudadanos estén en permanente alerta. Lexis y praxis (asi como la capacidad de indignación) siguen siendo sus mejores armas Acaso haya llegado el momento de que la vida política pierda su dramatismo y se convierta, nuevamente, en un asunto cotidiano, en cosa de todos los días.[14]





(*) La versión original de este articulo apareció en el segundo numero de la revista HYBRIS, con el mismo titulo. La presente versión contiene algunas modificaciones y añadidos. Agradezco los comentarios de Luis Becigalupo, Francisco Chamberlain, Vicente Santuc, Fidel Tubino, Atilio Castro, Juan José Ccoyllo y Aleksandar Petrovich que fueron de suma utilidad para darle forma “final” a este texto.
[1] Habermas, Jürgen Struggles for Recognition in the Democratic Constitutional State en:Taylor-Gutmann Multiculturalism Princeton, Princeton University Press 1994.Sigo la descripción de la p.121; la cita viene de allí.
[2] Cfr. Walzer, Michael El liberalismo y el arte de la separación en: Opciones # 16.Noviembre de 1991.Ver también su Esferas de la Justicia. México, FCE 1993.
[3] Tomo el término "democracia radical" de Chantal Mouffe, quien ha desarrollado el tema de la democracia desde una ética contextualista centrada en la ciudadanía activa. No estoy seguro de que Mouffe suscriba el sesgo "griego" de mi lectura de esta visión del relato democrático; por ello adjunto al apelativo "radical" el de "neoclásica" para referirme a este punto de vista. Cfr. Mouffe, Chantal (Ed.) Dimensions of radical democracy. Pluralism, citizenship, community. New York- London Verso 1992; igualmente su "Desconstrucción, pragmatismo y la política de la democracia" en Idem (Editora) Desconstrucción y pragmatismo Buenos Aires, Paidós 1998;pp.13-34.
[4] Respecto del humanismo cívico, conviene revisar .Skinner,Quentin Fundamentos del pensamiento político moderno México FCE 1993; vol. I, parte I.
[5] Aquí es pertinente tomar en cuenta los análisis de Nancy Fraser sobre la necesidad de pensar en términos de justicia redistributiva en materia de riqueza para asegurar la participación democrática de los ciudadanos. Cfr. Fraser, Nancy Justice interruptus New York & London, Routledge 1997.
[6] Tocqueville, Alexis de La democracia en América Madrid, Sarpe 1984; 2 tomos. Para un estudio contemporáneo de este tema, ver Bellah,Robert y otros Habitos del corazón Madrid Alianza Universidad 1989 e idem The good society New York Knopf 1991 ;asimismo, Taylor, Charles La ética de la autenticidad Barcelona, Paidós 1994. Sobre la crisis de la política ciudadana en el caso peruano conviene revisar el esclarecedor artículo de Rosa Alayza, "Política y globalización" en: PÁGINAS n° 153 pp. 33 -40. Allí, Alayza elabora un interesante análisis del declive de la acción política en el Perú en la denominada "época de la globalización", se trata de un documento importante para entender los recientes retos de la ciudadanía en el país. Lo que resulta discutible en su posición es la extraña distinción entre cuestiones de reivindicación y de reconocimiento que utiliza para cuestionar el carácter político de las marchas estudiantiles. Uno puede sostener que en la protesta estudiantil se echa de menos - actualmente - un discurso articulado y una organización más sólida, pero la distinción mencionada puede ocultar lo que parece estar en juego aquí. Es evidente que las exigencias de reconocimiento implican necesariamente reivindicación ( de lo contrario no encarnarían exigencias) en este caso, el demandar ser reconocidos como ciudadanos supone invocar el derecho a participar como tales en el ejercicio del poder - que su voz sea escuchada, pero no solamente eso - del que han sido excluidos ilegítimamente. Eso es expresión de una forma básica de praxis política.
[7] Es curioso que en nuestro medio muchos intelectuales liberales prácticamente restringen el fenómeno democrático a la esencial pero eventual participación electoral. cfr. por ejemplo Ossio, Juan Paradojas del Perú oficial Lima, PUCP 1994.
[8] En realidad, existe una tercera concepción de la democracia estrechamente ligada a la definición literal que criticamos al principio por negar la posibilidad del disenso. Proviene de Rousseau, de su noción de una voluntad general indivisa, en la que la deliberación desaparece o se convierte en innecesaria. La disolución de las diferencias condujeron a que, una vez llevado a la practica (a su concreción histórica) el ideal se convirtiera en el Régimen del Terror -como bien acota Hegel en su Fenomenología- en donde aquel que discrepa es considerado alienado y combatido precisamente por ello. Evidentemente algunas perspectivas inspiradas en ciertas lecturas ortodoxas de Marx son herederas directas de este idea. Su tendencia a abrazar esquemas fundamentalistas o aún mesiánicos la hacen incompatible con la idea de la democracia como actitud distributiva del poder.
[9] Por ejemplo las concepciones de la investigación racional - o de lo que significa ser un yo_subyacentes a ambos modelos es un tema peculiarmente interesante. Cfr. Taylor, Charles Fuentes del yo Barcelona Paidós 1996 en especial los capítulos 3 y 12; Gadamer ,Hans-Georg Verdad y método Salamanca Sígueme 1979; ; Nozick, Robert La naturaleza de la racionalidad Barcelona ,Paidós 1996; Nagel, Thomas El punto de vista de ningún lugar México, FCE 1996.
[10] Cfr. Walzer Las esferas.... op.cit. Ver su famosa tesis de la igualdad compleja.
[11] Una expresión de estas exigencias podemos encontrarla en la obra de John Rawls , un pensador liberal sui generis : su principio de la diferencia es sin duda una formulación contemporánea de la preocupación por la justicia social. Ver su Teoría de la justicia (México, FCE 1995) asi como la revisión de sus tesis en su Liberalismo politico (México, FCE 1996).
[12] En esta línea es necesario señalar que en la escena pública no existe slogan que degrade en mayor medida la buena política que "¡obras sí, palabras no!" (o su variante maquiavélica: "hago primero, consulto después"), en tanto que deja las decisiones en manos de los "ejecutores" y considera absolutamente prescindible la discusión ciudadana y el debate institucional sobre las acciones del estado o los programas alternativos; los ejecutores a menudo catalogan el debate y el discurso como un mero "juego de palabras". Es cierto que el lenguaje puede ser en ocasiones el terreno de la demagogia, pero - más importante aún - es siempre el ámbito del entendimiento común , la exposición y confrontación de buenas razones: no podemos rechazar el discurso sin atentar contra un aspecto nuclear de la política democrática. La vena totalitaria de este pensamiento es evidente.

[13] Es importante resaltar que el escenario de la vita activa ciudadana no se sitúa en el ámbito estatal , lo cual distancia esta concepción del modelo original de la ciudad griega como - con mayor énfasis - del corporativismo del siglo XX. El ámbito de lo público o lo político no puede restringirse al ámbito del estado (como piensan muchos liberales) so pena de neutralizar la praxis cívica. En este punto estoy en deuda con las tesis de Charles Taylor .Cfr. Taylor, Charles Invocar a la sociedad civil en: Argumentos filosóficos Barcelona Paidós 1997; pp.296 y ss.
[14] Cuando redactaba este artículo recibí la noticia de la muerte de Sir Isaiah Berlin, uno de los filósofos más influyentes en los debates actuales sobre teoría política. Son especialmente célebres sus Cuatro ensayos sobre la Libertad por aparecer allí su original distinción entre “libertades negativas” y “libertades positivas”. Fue a la vez un teórico creativo y un crítico lúcido de las democracias liberales. Que este ensayo sirva como un pequeño homenaje a su obra.

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