lunes, 31 de diciembre de 2012

AGENCIA LIBERAL Y PERTENENCIA COMUNITARIA









Gonzalo Gamio Gehri


Que la categoría “cultura” constituye un elemento significativo en la construcción de la identidad es algo que nadie podría poner en duda, pero sí resulta polémico sostener cuán relevante es la pertenencia cultural en la formación de nuestro sentido del yo y en qué sentido ella puede (o no) resentir los poderes de nuestra razón práctica, la capacidad del agente de deliberar y elegir críticamente un modo de vida. Para los teóricos del desarrollo humano en la clave del enfoque de las capacidades, resulta evidente que el cuidado de la identidad requiere de espacios de libertad y reflexión, así como oportunidades para acceder a servicios de salud y educación que permitan la elección de una vida con sentido basada en razones que podamos exhibir y compartir. Una vida en la que el proyecto personal – los valores, las metas – sea fruto de la imposición de un grupo o sea definido de antemano por un líder social o religioso dista mucho de ser considerada una “vida plena” o una “vida de calidad”. En Identidad y violencia, Amartya Sen sostiene que la identidad no se “descubre”, si no que se “construye”: a pesar de que las circunstancias biográficas y el legado de las comunidades no elegidas es considerable e importante – pues constituyen el horizonte propio del discernimiento práctico – la potestad del agente de someter a revisión crítica la tradición es concebido como un derecho irrenunciable y a una inequívoca expresión de libertad cultural.

Sen considera que la suscripción de lo que llama “la ilusión del destino” – la presuposición de que la identidad se define en primera instancia desde la pertenencia cultural o la militancia religiosa, de modo que éstas imponen al yo determinados propósitos que el individuo no puede cuestionar o desafiar sin traicionarse a sí mismo – constituye una de las condiciones ideológicas de la violencia desatada luego los atentados del 11 de septiembre de 2001. Imponer una imagen del yo no susceptible de crítica, una imagen del sí mismo tan integrada a la comunidad que no puede examinar o reformular sus vínculos con ella. A juicio del autor indio, la tesis central de El choque de cibvilizaciones de Huntington asume esta postura ideológica, tan perjudicial para una concepción liberal de la agencia humana. Se trata de una perspectiva perfectamente compatible con los integrismos de diverso cuño que promueven la violencia en el mundo contemporáneo. La prédica de “guerras santas” – trátese de conflictos armados o de cruzadas de persecución ideológica – encuentra su raíz en la idea de que el sentido de quiénes somos se agota en un sistema de creencias mololítico e inrescrutable.

¿Cómo enfrentar este punto de vista? Sen sostiene que una de las estrategias que han observado las democracias occidentales ha consistido en apoyar y brindar espacios de interlocución a líderes religiosos tolerantes con otros credos y concepciones de la vida. No obstante, ésta no puede ser una solución que toque el núcleo del problema. Una manera de refutar a la ilusión del destino y erradicar la prédica nefasta de la Kulturñkampf  como eje hermenéutico de lo político pasa por prestar particular atención a la cuestión misma de la identidad.  Si comprendemos lo que significa ser un yo, las dimensiones de ese yo, caeremos en la cuenta de que nuestras identidades son plurales: el modo cómo nos ubicamos y orientamos en el espacio social posee diversas facetas.

Origen geográfico, cultura, nacionalidad, residencia, género, sexualidad, clase social, oficio, profesión, ideas políticas, religión, concepciones filosóficas y literarias, lealtades deportivas, etc. considerar que la identidad se forja únicamente en una fuente cultural o religiosa constituye una hipótesis falsa, basada en una simplificación teórica. Cada una de estas facetas del yo supone a su vez una forma puntual de vínculo social. A la pregunta acerca de cuáles entre estas facetas deben primar sobre las demás, Sen sostiene – en la clave del liberalismo político – que el orden jerárquico de tales dimensiones de la vida dependerá del discernimiento práctico del agente. No existe una jerarquía valorativa a priori en torno a que aspectos del yo tendrían que primar. Hay que dejar espacio para que el propio agente pueda deliberar y elegir qué formas de orientación prevalecen en su modo de vida

El reconocimiento de esta pluralidad de facetas identitarias constituye un primer paso en la tarea de desenmascarar y superar a la “ilusión del destino”. Potenciar el ejercicio de la razón práctica y generar espacios para ello – en la sociedad civil y en el sistema político – permitirán consolidar libertades básicas para acceder a una vida de calidad.

domingo, 30 de diciembre de 2012

LA UNIVERSIDAD Y EL ESTUDIO PLURAL DE LA TEOLOGÍA




Gonzalo Gamio Gehri

Se ha dado a conocer – a través de un comunicado firmado por el Rectorado de la PUCP – la cuestionable (y poco 'navideña') decisión del Cardenal Juan Luis Cipriani de no renovar el mandato canónico de los profesores del Departamento de Teología de la Universidad. Lamentable decisión, pues, hasta donde se sabe, no se han hecho explícitas las razones espeíficas para excluir de la docencia a diez profesores de notable desempeño en sus materias, cultores de una teología plural y dialogante con el mundo y con la academia. Se trata de profesores completamente identificados con la PUCP, sus valores y su historia; en muchos casos, dictan clase desde los años sesenta. La PUCP es su hogar. Sólo se ha emitido una declaración general que no alude al caso particular de cada uno de los teólogos, sino al enfrentamiento con la Universidad.

El documento de la Universidad sostiene acertadamente que la medida es “infundada e injusta”. Resulta arbitraria, en tanto no se la justifica puntualmente- siendo en principio de carácter individual, y no colectiva - ni se han sieguido los pasos correspondientes (aviso, comunicación previa a los afectados, derecho a la defensa, amonestación, de existir un motivo probado, de acuerdo con los procedimientos y reglas vigentes). Completamente injusta, porque los profesores han desarrollado su labor docente en estricta observancia de los principios de la actividad científica y en conformidad con el espíritu del Evangelio y el magisterio de la Iglesia. Algunos comentaristas conservadores sugerirán que la medida podría deberse a que los teólogos de la PUCP son en su mayoría próximos al desarrollo de las teologías inductivas, en particular la teología de la liberación. Hay que responderles que la Iglesia universal ha señalado en fecha reciente que la teología de Gustavo Gutiérrez no está reñida con el Magisterio de Roma. Indicamos, además, que si esta fuera la razón para apartar a estos diez teólogos de la cátedra, esta medida se hubiera puesto en vigor muchísimo tiempo atrás, desde que Monseñor Cipriani fue elegido Arzobispo de Lima, por ejemplo. Sin embargo,  en catorce años, los teólogos de la Universidad han desempeñado su labor sin mayor  interferencia.

En parte, las declaraciones aparecidas hoy aclaran la situación. Esta desafortunada decisión debe ser interpretada en el contexto del conflicto existente entre el Arzobispado y la PUCP. El talante y la oportunidad de la medida hacen pensar que se trata de un intento más por ahogar y desestabilizar a la PUCP. Que esta notificación haya llegado al mediodía del día 21 de diciembre – en el preciso momento en el que la Universidad cerraba sus puertas por un mes – parece fortalecer dicha hipótesis. De ser cierta, simplemente pondría al descubierto un espíritu nada conciliador ni dialogante, un especial encono que procura debilitar a la Universidad aún al costo de sacrificar la formación teológica de los estudiantes en un espacio académico valioso.. El día de hoy aparecen en diversos medios de prensa declaraciones del Cardenal en las que sostiene que resultaría contradictorio que en la PUCP se dicte teología. No obstante, este argumento resulta altamente discutible. Se presupone falsamente que el dictado de la teología requiere un contexto de confesionalidad conservadora, cuando realmente la teología es una disciplina científica que tendría que tener un lugar en una institución universitaria (tanto si es religiosa o secular). Se confunde así, me temo, la teología con la catequesis o con el simple adoctrinamiento. No se toma en cuenta la situación de los teólogos involucrados en esta funesta decisión - se les perjudica y vulnera sus derechos en nombre de un juego de fuerzas político -, todos ellos de una incuestionable vocación intelectual y espiritual. Por otro lado, la medida va en contra del espíritu de la propia Iglesia Católica, que promueve sumar – y no restar – espacios en los que se pueda discutir rigurosamente la Revelación y el lugar del cristianismo en la cultura moderna, así como entablar un diálogo fecundo entre la razón y la fe. No tiene ningún sentido bloquear  la investigación teológica en una Universidad de calidad como la PUCP .

El comunicado indica que se establecerán los mecanismos para resolver el problema en lo relativo a lo académico. De momento, no se dictarán los cursos teológicos en el siguiente semeste 2013-I.  El documento recuerda además que, si bien el arzobispo capitalino tiene la potestad de renovar o no la licencia de los teólogos, los estatutos no le permiten tener injerencia alguna en el diseño del plan de estudios o en la contratación de docentes. Tiene el derecho de retirar o asignar la autorización, pero tendría que sustentarse - más allá de la pretensión de someter a la Universidad en una suerte de "estado de sitio" -; el formalismo aquí parece haber primado sobre el espíritu. La medida cardenalicia resulta deplorable porque coincide en el tiempo con el inicio de los trámites para convertir la Universidad San Ignacio de Loyola en una “universidad católica”, iniciativa que parece una simple estrategia de marketing, tratándose de una universidad que constituye un negocio más, una empresa en la que la única voz y decisión que cuenta de manera inapelable es la del dueño, y no una institución democrática basada en el consenso de las autoridades elegidas con participación de docentes, trabajadores y estudiantes. No se entiende qué relevancia puede tener para la Iglesia y para la comunidad intelectual  convertir la USIL en una universidad católica. Esta iniciativa parece, efectista y exclusivamente estratégica.

Como profesor y antiguo alumno de la PUCP, me entristece esta medida que aleja de las aulas – contra su voluntad – a notables académicos y personas de bien, teólogos plurales que, siguiendo el legado espiritual del Concilio Vaticano II, plantean un diálogo fecundo entre el cristianismo, las ciencias, y las concepciones del mundo y la sociedad. Estoy convencido de que esta medida daña profundamente a la Iglesia, institución que plantea la reflexión teológica no en términos de una conversación entre quienes piensan del mismo modo, sino que promueve dicha reflexión en el marco de un diálogo que convoca a todos los saberes y perspectivas racionales que acogen el llamado del lógos. Mi solidaridad y cariño con los teólogos de la PUCP. La Universidad – estoy absolutamente seguro – reconoce el valor  de su trabajo y su amor por la institución.

jueves, 27 de diciembre de 2012

LA FILOSOFÍA COMO VOCACIÓN




Gonzalo Gamio Gehri

La pregunta acerca de qué es la filosofía y qué podemos hacer con ella constituye una cuestión de difícil solución. Yo me inclino por una interpretación “socrática” de la filosofía, como una actividad que consiste en examinar críticamente las suposiciones y los juicios con los que se pretende organizar el mundo u orientar la vida. Es obvio que ésta no es la única concepción de la filosofía a la que uno puede recurrir, pero tiene la ventaja de situar la filosofía en el espacio más amplio de la discusión pública, no sólo se la plantea como una dimensión importante de la vida universitaria. Su lugar está en las calles – como Sócrates quería – y no sólo en las aulas de una especialidad académica. Su misión es contribuir a construir (o preservar) el ágora, el espacio de conversación.

El desarrollo estrictamente académico de la filosofía me parece fundamental – y es una parte esencial de mi vida como investigador y profesor universitario -, pero sería insensato renunciar sin más a la dimensión pública de la filosofía, concebida como una forma de interrogación y como vindicación de una ‘vida examinada’ (a la que contribuyen asimismo las demás ciencias). No creo sensato ni sano pensar en la filosofía solamente como una actividad autárquica e hiperesécializada. Veo que algunos espacios filosóficos virtuales (en su mayoría blogs) se complacen en esa autosuficiencia; en otros veo simple y llana confusión: hace poco leí en un enrarecido blog, supuestamente "postmoderno", que su dueño afirmaba absurdamente que lo que buscaba era fundamentalmente “hacerse famoso con la filosofía”. La verdad es que  la magnitud del patetismo y la banalidad de aquel despropósito me desconcertó - pues ya rozaba lo caricaturesco -; si algo brillaba por su ausencia en esa desorbitada declaración, era precisamente la disposición para la filosofía ¿Quién elige estudiar filosofía para hacerse " famoso"? No pude evitar pensar que – si lo que buscaba era un poco de fama – quizás esa persona debió esforzarse por convertirse en presentador de TV, postular al Congreso, o participar en un Reality Show. La filosofía no va por allí; sirve a otra clase de propósitos. 

La filosofía se ocupa del examen crítico de diversas formas de interpretación del mundo y la vida, tanto en el ámbito público como en el de los diferentes escenarios de la vida de uno mismo. El esclarecimiento de la experiencia (la “cosa misma” de Hegel y de Husserl) siempre fue un propósito filosófico fundamental. Constituye un error considerar que la filosofía consiste en un estudio doxográfico, saber y discutir qué pensaban realmente Herder,  Murdoch y Wittgenstein, y otros. Evidentemente, quien se forma en este campo requiere conocer con precisión el pensamiento de éstos autores y otros, pero se trata sólo de una herramienta para adentrarse en los problemas. Dialogar con la tradición filosófica nos prepara para desarrollar la capacidad de plantear y responder nuestras propias preguntas filosóficas. Eso lo aprendí de la lectura directa de los filósofos, y también del buen ejemplo de mis maestros, que promovían a la vez el conocimiento de las fuentes y el cultivo del pensamiento propio. Cuando algunas personas me preguntan las razones por las que yo y muchos colegas no solemos “hablar de filosofía” fuera de clase – en reuniones informales, por ejemplo -, lo que yo suelo decir es que lo que no hacemos es recordar explícitamente las citas bibliográficas de los filósofos – eso no equivale estrictamente a hablar de filosofía -, pero que quien tiene genuina vocación hace filosofía siempre, cuando conversa sobre política o comenta novelas o películas, no exclusivamente cuando uno hace referencias explícitas a la filosofía bosquejada por especialistas. La atención a los problemas mismos, la devoción por el argumento riguroso, constituyen el rasgo de identidad propio de la filosofía.

¿La filosofía es un “trabajo”, es una “actividad profesional”? Bueno, existe una especialidad académica, y existen personas que – como yo mismo – se dedican a la docencia universitaria en esta materia. Considero que la enseñanza filosófica es un honor y un privilegio. Una vocación con todas sus letras. Pero también la filosofía es una forma de vida que te acompaña donde estés, dentro y fuera de las aulas. No es un "oficio"  , un "trabajo" más que uno ejerce la mitad del día, es un modo de pensar y de encarar el mundo. Quien afirma que la universidad es el único espacio de la filosofía no expresa una verdad; olvida precisamente el núcleo de la herencia socrática; recordemos asimismo el elemento actitudinal y práctico de la filosofía. Es preciso reconocer la filosofía como una actividad crítica y no confundirla con alguna forma de doctrina (religiosa, ideológica o de cualquier especie) que la distorsione sin remedido. Como indica la Apología de Sócrates, la filosofía constituye el tábano que aspira a promover el despertar de la razón en la vida de la gente.


miércoles, 26 de diciembre de 2012

NATIVIDAD





Gonzalo Gamio Gehri


Una de las cosas especiales de la Navidad es que su espíritu trasciende las comunidades religiosas, incluso el cristianismo. Para muchos, se trata de celebrar el nacimiento del Hijo, para otros evoca el recuerdo del niño que nació en un pesebre, y que – nadando a contracorriente de quienes identifican el sentido de la vida con la acumulación de poder  y riqueza – predicó en su madurez la incómoda tesis de que el genuino poder reside en la capacidad de brindar amor y perdón a los demás. Y vivió entre los más humildes, aquellos que los poderosos consideraban – y siguen considerando – insignificantes. Tuvo incluso la osadía de señalar que ellos serían los primeros en acceder al Reino.

La muerte de cruz esperaba a quien ese mensaje difundió y encarnó hasta el extremo, considerando a los más pequeños – el pobre, la viuda, el extranjero – no súbditos, sino amigos. Ese mensaje resulta irritante y desafiante para quienes administran el poder en las instituciones políticas e incluso – con no escasa frecuencia -, en las propias instituciones religiosas. Una amistad que exige dar la vida por los amigos, en el marco de una renuncia radical a toda forma de violencia. Qué lejos del fetichismo del poder y de la seducción del uso de la fuerza. Jesús de Nazareth nunca sucumbió a la ilusión de pretender el control sobre la conducta de las personas. Ni siquiera “por su bien”. La suya era una vocación por la libertad. En su nombre, no dudó en enfrentarse a las autoridades políticas y religiosas de su tiempo.

No tendría que ser casual para los cristianos que el Dios encarnado haya elegido un pesebre para ingresar a nuestro mundo humano. Gustavo Gutiérrez nos lo ha recordado en sus escritos, Nacer pobre entre los pobres, débil entre los débiles. Expuesto a las privaciones y peligros que amenazan a los pobres y a los débiles. Quienes estamos tan lejos de las excelencias que encarna este mensaje no podemos sino maravillarnos frente al poder transformador del ágape. Algo de singular importancia se nos dice sobre el modo de organizar el mundo y habitarlo.

Feliz Navidad..

sábado, 22 de diciembre de 2012

APUNTES SOBRE EL LIBERALISMO. REFLEXIONES SOBRE UN DEBATE




Gonzalo Gamio Gehri


Se ha generado en nuestro medio un debate interesante sobre el carácter y sentido del liberalismo.  Los diversos escenarios de esta polémica son algunas revistas y periódicos locales interesados en el tema político más allá de los escándalos del día. Alberto Vergara, Gonzalo Zegarra y Eduardo Dargent han desarrollado argumentos contrapuestos en torno a las raíces de la política liberal y su eventual proyección sobre el precario mapa ideológico-político peruano. Recordemos que hace un tiempo Martín Tanaka examinaba en La República las razones por las cuales el liberalismo no encontraba un lugar entre los partidos nacionales,  mostrando con claridad cómo los liberales auténticos desarrollaban sus ideas lejos de la arena política y de las organizaciones que le son propias. Se trata de un asunto de singular importancia para quienes están interesados en analizar rigurosamente la calidad de nuestra democracia y la diversidad y alcances de las ideologías en el país.

Vergara sitúa muy bien el corazón del liberalismo en una concepción antijerárquica de la vida política, centrada en la defensa de las libertades y derechos de los individuos. “Ante todo, el liberalismo es una conspiración política contra las desigualdades pretendidamente naturales en la sociedad”, señala acertadamente. Añade que el liberalismo constituye ante todo un sistema de ideas políticas, y que la dimensión económica se desprende de aquel. No resulta sorprendente que la perspectiva liberal no haya calado en un país en el que una parte significativa de su autotitulada  “clase dirigente” ha saludado sistemáticamente proyectos autoritarios, o considera a la  Iglesia católica y a las Fuerzas Armadas “instituciones tutelares”, vulnerando cualquier sentido fundamental de ciudadanía democrática. El capitalismo no les molesta, pero sí la igualdad y la agencia política. Tampoco escasean en el Perú los diminutos personajillos que glorifican los títulos de nobleza propios y ajenos o avalan múltiples formas de discriminación e injusticia estructural. 

El autor afirma que, si bien las organizaciones políticas nacionales no han suscrito el ideario liberal, se ha preservado una suerte de “liberalismo intuitivo” entre ciudadanos de buena voluntad que han censurado la justificación espuria de las desigualdades económicas, el ejercicio de la violencia cultural y el clericalismo. Con frecuencia, estos ciudadanos han apoyado la candidatura de alguna figura o grupo que ostentaba una trayectoria democrática, o han actuado juntos desde alguna institución de la sociedad civil. No obstante, ese importante sector de la población no encuentra todavía un espacio político adecuado para articular sus intuiciones pluralistas y sus aspiraciones cívicas. En contrate, abundan en el Perú los políticos y periodistas pseudoliberales – en la práctica, antiliberales – que rechazan los derechos humanos, la secularización de la política, pero que a la vez suscriben alguna forma catequética de mercantilismo, pues creen que la lógica del mercado constituye el espontáneo e incuestionable sustrato de la justicia distributiva. Tales objetables presuposiciones les impiden reconocer la pertinencia de un elemento central en la agenda liberal: el fortalecimiento de las instituciones del Estado y la sociedad civil. Para los líderes de opinión creyentes en este mercantilismo dogmático, Milton Friedman es un héroe, y John Rawls es prácticamente un "criptocomunista". Tampoco sorprende que estos predicadores pseudoliberales hayan pretendido que el capitalismo florezca al interior de los regímenes autoritarios que en su día aplaudieron sin rubor. En  general, cultivan el recurso antiliberal del macartismo y la estigmatización ideológica como herramientas de combate intelectual. Lo vemos diariamente en algunos medios de prensa.

Como Vergara y Dargent han argumentado en sus columnas en Poder 360° y en Diario 16, este pseudoliberalismo se aproxima nítidamente a posiciones conservadoras, en las que – como se ha dicho – se presume que el capitalismo puede coexistir con políticas que reprimen seriamente las libertades cívicas y el pluaralismo. En sus versiones radicales, esa derecha mercantilista desestima cuestiones que son importantes en el horizonte de la filosofía pública liberal, como las posibilidades del entendimiento intercultural o el respeto de la diversidad religiosa. Dargent ha citado correctamente el caso del rígido ideario de “El perro del hortelano” como expresión de este ideario neoconservador.

Gonzalo Zegarra reconoce la sensibilidad política de académicos como Vergara y Dargent, pero advierte que “la sensibilidad no es fuente de Derecho (…).No califican, pues, las preferencias morales, estéticas ni sentimentales. Éstas son contingentes y cambiantes: no se pueden volver ley”. A pesar de su alegato legalista, Zegarra percibe en Vergara una cierta proclividad al “estatismo” por su vocación institucionalista. Como se sabe, el “estatismo” es el sombrío fantasma que quita el sueño de nuestra derecha mercantilista. Los diversos estatismos, sugiere Zegarra, abrazan alguna forma de sentimentalismo. Afirma que “tanto las izquierdas como las derechas estatistas se apartan de la razón y pretenden la imposición de sentimientos. De la compasión el socialismo; del nacionalismo y la fe, el conservadurismo”. En contraste, el liberalismo sería una doctrina basada en el imperio de la razón.

Desconcierta el burdo antagonismo planteado entre la razón y las emociones. A primera vista, Zegarra parece desconocer la dimensión cognitiva de las emociones morales, que en su momento defendieron Aristóteles y Adam Smith, y que en un tiempo reciente destacaron Richard Rorty, Michael Walzer, Bernard Williams y Martha Nussbaum. Las emociones no son meramente irracionales - ni exclusivamente privadas -, eso lo sabemos desde los griegos, y su impacto en el ejercicio de la razón pública no es necesariamente negativo. El juicio práctico supone el concurso de la percepción emotiva y la deliberación racional: esto sucede tanto en el discernimiento sobre el buen vivir como en la cimentación del justo trato (curiosamente, Zegarra no desarrolla un concepto de razón, pero podría sospecharse de que se trata del estricto cálculo estratégico). Sorprende más todavía que Zegarra no caiga en la cuenta de que el liberalismo se nutre de una peculiar sensibilidad. Judith Shklar ha discutido la importancia del miedo en la construcción del sistema político y legal liberal, particularmente (pero no solamente) los derechos humanos. Curiosamente, la sensibilidad sí es fuente de derecho. Shklar se ha ocupado de examinar los vicios que son incompatibles con una sociedad liberal. El primero de ellos es la crueldad. Uno de los problemas conceptuales más graves en nuestros debates locales sobre el liberalismo - particularmente presente en posiciones como la de Zegarra - radica en que se desvincula el pensamiento liberal de su historia ¿Cómo entender la política liberal sin la experiencia trágica de las guerras de religión y los efectos funestos del integrismo religioso? El pensamiento político no surge por generación espontánea. Sólo de cara a esta experiencia histórica puede mostrarse con toda claridad la conexión entre el liberalismo y determinadas formas de sensibilidad articulada.

El liberalismo aspira a construir un escenario institucional en el que el individuo pueda diseñar y realizar su proyecto de vida sin las ataduras del linaje o de la condición social, que otrora le imponían un férreo “destino”. Por eso el énfasis  en los derechos universales y en la igualdad de oportunidades (presente en los contractualistas del siglo XVII, en Rawls, en Sen y en tantos otros). Del mismo modo, el liberalismo plantea como un elemento fundamental el cultivo de la razón práctica o agencia, la capacidad de la persona de examinar críticamente las propias tradiciones y elegir el modo de vida “que tienen razones para valorar”[1]. La evaluación de las convicciones constituye una inequívoca expresión de libertad. Rechazar la asignación exterior (e indiscutible) de un propósito vital o de un sistema de creencias. La tradición no puede proferir la última palabra en la cuestión de la plenitud de la existencia, así como en la materia políticamente estructural de los principios distributivos (y conmutativos). Por ello el énfasis en el principio de autonomía y en la construcción de espacios de deliberación pública. La centralidad de la justicia que vindica la visión liberal recoge esta constelación de consideraciones de orden práctico sobre la igualdad,  la elección de la vida y el cuidado del discernimiento.

La idea de justicia que cimenta la teoría política liberal no brota de la abstracción, si no de una compleja reflexión que bebe de un acervo de experiencias y de una historia de debates y de movilizaciones sociales. El miedo, la compasión y la indignación son dimensiones de la sensibilidad ética que no pueden disociarse de dicha idea sin condenar esa idea a la indeterminación. El liberalismo es un modo de pensar y de sentir que encuentra su encarnación pública en un sistema de instituciones políticas y legales que se propone proteger al individuo frente a la violencia y la represión de la libertad.



(Nelson Manrique publicó ayer un artículo en La República sobre el tema)



(Nuevo artículo de Nelson Manrique sobre el tema 1-1-2013).







[1] Como hemos señalado, el discernimiento invoca el trabajo coordinado de la razón y los sentimientos.

jueves, 13 de diciembre de 2012

REFLEXIONES EN TORNO AL SENTIDO NARRATIVO DE LA IDENTIDAD







Gonzalo Gamio Gehri

1.- Identidad narrativa.

Quizás sea un lugar común en filosofía destacar el ineludible lugar de las otras personas en la formación de la identidad individual. Con todo, no perdemos nada repitiéndolo o reforzando esta idea. Por doquier, la sociedad contemporánea – acusando la poderosa influencia del individualismo,así como las mentalidades basadas en la competencia económica y el razonamiento estratégico – predica y difunde la tesis de que te construyes a ti mismo, que el éxito genuino consiste en lograr tus metas a punta de esfuerzo y sin deberle nada a nadie. “Cada cual cuenta por uno, nadie por más de uno”, reza una antigua fórmula utilitarista. Esta clase de pensamientos presupone a su vez que la única libertad que cuenta es aquella que se concibe como ausencia de impedimentos externos.

Pero esta suposición ideológica no se condice con los hechos. Si atendemos a cómo construimos nuestra identidad – el sentido de quiénes somos, así como la percepción de nuestro lugar y dirección en el espacio y el tiempo de las relaciones humanas – caeremos en la cuenta que nuestros propósitos más valorados, nuestras actividades vocacionales y nuestro estilo de vida no son una mera creación individual. Son producto de un proceso de formación y elección que se constituye en el curso mismo de nuestra vida. En este proceso intervienen diferentes personas, a través de cuyo contacto descubrimos y configuramos aquello que puede otorgarle sentido a nuestra existencia. Parientes, maestros, amigos, amantes o conciudadanos contribuyen a hacer de nuestra vida un auténtico espacio de realización humana.

La manera más estricta de dar cuenta del curso de mi vida es la composición de una narración[1]. Un relato que pueda hacer explícito quién soy a partir de las decisiones que he tenido que tomar, los conflictos sobre los que he tenido que discernir, el tipo de ser humano que he elegido ser, lidiando con diferentes situaciones biográficas concretas. Esta historia se elabora de manera retrospectiva, de modo que se reconstruyen las vivencias pasadas a la luz de las presentes: aquello que hemos experimentado constituye el horizonte del tipo de persona que somos. El que esta narración ponga de manifiesto un hilo conductor consistente a pesar de las circunstancias de crisis que ella describe en determinados episodios de la vida, permite preservar la unidad del yo, cuya existencia se cuenta a otros y pretende ser esclarecida a través del relato mismo. Esta estructura narrativa hace posible que el narrador – uno mismo – y sus interlocutores puedan identificar (y discutir) los pasos que el agente sigue para afrontar dilemas, deliberar y elegir cursos de acción alternativos en situaciones complejas.

Como resulta evidente, nosotros somos los protagonistas de nuestra propia narrativa vital. Sin embargo, ese relato acusa la presencia de personajes principales y secundarios, que intervienen en nuestra vida e introducen giros – a menudo imprevistos – en el relato. Ellos le brindan suspenso, o situaciones cómicas, conmovedoras o conflictivas. Para que el relato sea consistente y fidedigno, es preciso que incorporemos esos giros en la narración, y que nos tomemos el tiempo de interpretar y discutir con otros su significado para la totalidad del curso de nuestra vida. Alasdair MacIntyre sostiene que, si intentáramos deliberadamente omitir de la historia de nuestra vida la presencia y el impacto en ella de quienes han influido severamente en nuestra existencia, condenaríamos nuestra narrativa vital a la incoherencia y la inteligibilidad. Nuestras vidas tienen una estructura narrativa, y toda narrativa vital tiene la forma de la conversación. “La mitología, en su sentido originario”, concluye MacIntyre, “está en el centro de las cosas”[2].

Estas reflexiones – de claras resonancias clásicas - evocan uno de los sucesos más conmovedores en la literatura occidental: la revelación de la identidad de Ulises ante el cantodel aedo Demódoco en la corte de Alcinoo, tal y como es contado en Odisea VIII. Se trata de una expresión muy peculiar (y hasta controvertida) de anagnórisis, de reconocimiento de la identidad del personaje a partir de elementos que se des-cubren a través de sucesos no expresamente provocados por el propio agente. Para  Paul Ricoeur, estos pasajes destacan el carácter narrativo de la construcción del sentido de la identidad, pues aquí es el propio Ulises el que se reconoce a sí mismo en el relato hilvando por Demódoco.

2.- Deliberación práctica y realidad circundante.

Las consideraciones sobre la estructura narrativa de la vida destacan la innegable importancia de los otros en la formación de la identidad personal, pero en ningún modo absolutizan dicha relevancia. No podemos elaborar de manera inteligible el relato de nuestra vida sin evocar la presencia de los demás en él, cómo los otros se involucran en nuestro proceso de crecimiento y búsqueda de sentido. Cómo enriquecen nuestra vida y aportan modos de pensar y de sentir que son por sí mismos valiosos. Ellos nos acompañan, nos cuestionan, incluso colaboran con la composición del relato. Nos ayudan a afrontar escenarios adversos y nos invitan a extraer lecciones de las victorias y los fracasos del camino. No obstante, al propio agente corresponde la tarea de discernir en torno a las direcciones posibles que puede tomar la propia vida, así como evaluar críticamente la calidad del intercambio que mantiene con las otras personas. Somos seres finitos que no tenemos un férreo control sobre las situaciones que debemos enfrentar a diario; del mismo modo, somos vulnerables a las decisiones de otros, y a las consecuencias de sus acciones en nuestra existencia. Sin embargo, podemos encontrar un espacio para el discernimiento y la elección, sobre la base de la realidad que nos circunda y que no podemos simplemente desconocer.

La vida práctica supone esta compleja dialéctica de reflexión crítica y facticidad; una narrativa vital resulta esclarecedora en la medida que en su interior se hace explícito el lugar de ambos elementos en la vida práctica. Tenemos que estar dispuestos a comprender rigurosamente aquellas situaciones en las que la realidad “no se ajusta a nuestras preferencias, deseos o hipótesis”. Esa es una gran lección de la vida ordinaria y un principio básico para la ética. Recurrimos a él, por ejemplo, cuando meditamos nuestro voto en los procesos electorales, o cuando elegimos una profesión; también lo invocamos cuando tenemos que decidir si mantener o no nuestras creencias religiosas, o cuando meditamos acerca de si es pertinente preservar nuestros vínculos con determinadas asociaciones. El mundo circundante suele ser más amplio que lo que nuestros esquemas sugieren: parte del trabajo de la reconstrucción de narrativas consiste en desmontar y reformular nuestras interpretaciones y herramientas conceptuales cuándo éstas sucumben ante la complejidad de la ‘cosa misma’. No obstante, este sensato sentido de realidad no nos exime del compromiso con lo que Platón describía como una “vida examinada”, una vida entregada al trabajo de la crítica. Todo lo contrario, la comprensión lúcida de lo real implica la práctica del discernimiento y la indagación intelectual.

Por supuesto, nada de esto tiene lugar en completa ausencia de los demás. La deliberación práctica y la investigación son actividades que también tienen la forma de la conversación. Se trata de poner énfasis que el valor de la conversación en ningún caso anula la responsabilidad del agente de poner en juego la reflexión propia como elemento fundamental en la configuración del sentido del yo. Las otras voces que participan de la comunicación no pueden acallar la propia voz sin sacrificar irremediablemente la idea misma de identidad. Ulises se conmueve ante el canto del aedo porque los versos de Demódoco calan en la percepción que tiene de sí mismo y de su propio predicamento como un ser humano enemistado con los dioses. El fenómeno de la anagnórisis implica que él mismo Ulises pueda finalmente reconocerse en los versos porque ellos pasan por el escrutinio del pensamiento. Las imágenes del poeta tocan simultáneamente – por así decirlo – la mente y el corazón del viajero. Echan luces sobre su condición y a la vez apelan a su libertad.








[1] Cf. MacIntyre, Alasdair “Epistemological crises, dramatic narrative and the philosophy of science” en: The monist, 60(4), 1977, pp. 453-472 e idem, Tras la virtud  Barcelona, Crítica 1987, cap. 15.
[2] MacIntyre, Alasdair Tras la virtud op.cit. p. 267.

sábado, 8 de diciembre de 2012

LOS EGIPCIOS





Gonzalo Gamio Gehri


Una de las ideas más poderosas que Nietzsche ha desarrollado en El ocaso de los ídolos es aquella que insiste en el reconocimiento de la finitud como “principio” de saber para la vida. Incluso la “verdad” ha de ser concebida desde y en el flujo de la temporalidad. Esta tesis – recibida luego por pragmatistas y hermeneutas – nos lleva a pensar la “verdad” como un proceso histórico, si se quiere, narrativo.

Plantear el asunto de la “verdad” en el marco del curso de una existencia finita tiene consecuencias. Nietzsche las identifica y las hace explícitas. Sostiene que la obsesión de poetas, teólogos y metafísicos con la representación de una verdad eterna – que desafía  la temporalidad finita, el devenir, la negación y la muerte –, la postulación de una verdad tranquilizadora que reposa sobre certezas, sólo expresa nuestro más elemental miedo a la muerte.  Pone de manifiesto un mecanismo de defensa para intentar sortear nuestra vulnerabilidad y caducidad. La sabiduría consiste en aceptar nuestra ineludible finitud, aceptar la muerte no sólo como parte de nuestra existencia física (su episodio final, por así decirlo), si no también la eventual muerte de nuestras teorías, creencias, cosmovisiones ¿podemos asumir esa difícil condición? ¿Podemos rechazar los “mundos” en nombre de la tierra?

¿No somos capaces de ver que toda realidad y sistema de pensamiento perecen devorados por el tiempo? Pensemos en el culto a los Olímpicos, en cuántos combates se han  entablado invocando sus nombres, en cuantos sacrificios y libaciones se celebraron en virtud del temor o del amor que se les profesaba. Hoy, todo el saber y la virtud que ese culto entrañaba se exhiben en los anaqueles de las librerías dedicadas a la “mitología”. Su legado conmueve el alma de filólogos, filósofos,  críticos literarios y otros académicos, pero ya no moviliza la fe de pueblos enteros o conmueve las plegarias de los suplicantes, como en el pasado. Se trata hoy de otra devoción, de otra clase de lealtad, por muy poderosa que sea. Esto es algo que quienes amamos el mundo clásico – quienes pensamos que la literatura griega encierra una iluminadora sabiduría - no podemos si no admitir.

Salvo los principios formales que estructuran el pensamiento, nuestras ideas y herramientas conceptuales están abiertas a la finitud. Saber vivir implica aceptar este “hecho”. Pensar así equivale a “aprender a morir,  moverse en el ámbito de la vulnerabilidad constitutiva de los agentes humanos. Pienso en una imagen que plantea Martha Nussbaum a propósito del trabajo del noús praktikós, la de participar en una larga travesía en alta mar, de modo que la necesidad nos lleva a reparar ‘sobre la marcha’ las grietas y desperfectos sustituyendo las tablas rotas por otras tablas del barco, sin que por ello el viaje se interrumpa. Las categorías que usamos para interpretarnos a nosotros y a nuestro entorno son recursos conceptuales para el camino. De lo que se trata es de comprender con lucidez los posibles caminos (así, en plural) que podemos emprender. El propio Nietzsche denunciaba el error de quienes pretendían garantizar la eternidad de sus convicciones privándolas de incrustación histórica. Llamaba a ese error “egipticismo”, pues equivalía a momificar el pensamiento y la verdad. El precio de hacerla extraordinariamente duradera era embalsamarla, quitarle la vida. Esta actitud revela una desgarradora contradición, y evidencia un amargo fracaso. Nietzsche proponía devolver la verdad al torrente del devenir.

No resulta difícil percibir que tras esta polémica concepción de las cosas (en la raíz de esta incómoda  intución nietzscheana) se alza un nítido horizonte de libertad. Se trata de una lectura de la existencia que es necesario examinar  y someter a discusión.



miércoles, 5 de diciembre de 2012

DÓXA. UNA NOTA SOBRE "LA ILIADA"



Gonzalo Gamio Gehri

Dóxa es “opinión”, pero también “gloria”.  Ella nos remite a la constelación de fines y valoraciones que fue en su día el mundo homérico. Un mundo en el que la valía y la realización humana se ponían de manifiesto en el campo de batalla. La guerra de Troya se nutrió de la sangre de los reyes guerreros en tiempos en los que el mundo occidental era todavía joven. Nuestro mundo, a su vez, se ha nutrido de la memoria de esos héroes.  La concepción agónica de la vida que describe La Iliada  constituye la más antigua y primitiva expresión de ética.
Las diferentes formas de excelencia brotaban del esfuerzo en la lucha. En tiempos de espíritus violentos, en los que la guerra constituía el modo básico de lidiar con la inseguridad y con la escasez de recursos, la victoria (níke) era la forma de mantener viva a la comunidad. No obstante, no siempre la victoria podía ser alcanzada. La superioridad del enemigo, la debilidad de las propias huestes, o el veredicto de los dioses podía acarrear un destino adverso. Pero, con todo, el guerrero podía – incluso ante la certeza de una inminente derrota – aspirar al logro de un preciado bien: la perspectiva de una muerte honorable – muerte de espada - y la conquista del  imborrable recuerdo de los suyos.
Hannah Arendt ha señalado acertadamente que la única inmortalidad a la que pueden acceder los seres humanos es aquella que confiere el recuerdo.  Mientras los guerreros se reúnan alrededor del fuego rememorando mis hazañas, entonces no habré muerto del todo, pensaban los espíritus forjados en la fragua de Homero.  Todos los seres humanos van a morir – la fecha de la propia muerte permanece desconocida, pero cada día falta menos para que el plazo se cumpla inexorablemente -, lo que le otorga sentido a la vida del guerrero es cómo se vive y cómo se muere, más allá del resultado del combate. Morir con la espada en la mano y el corazón encendido, enfrentando al enemigo en el día postrero. La Iliada es un canto a esa forma de vida. Se dice que Aquiles pudo elegir entre vivir una vida larga y próspera – pero anónima -, y llevar una vida corta pero gloriosa. No dudó en abrazar la segunda. Y, qué duda cabe,  logró trascender la propia existencia física.