lunes, 27 de agosto de 2012

EL "OLVIDO DE LA HUIDA" Y SUS EFECTOS *







Gonzalo Gamio Gehri

Existe una clara vocación en parte de la “clase dirigente” por obstaculizar la reconstrucción de la memoria en el Perú. No sólo se pretende empañar el esfuerzo por construir una narración general en torno a los años de la violencia – cuya expresión es el Informe Final -; se procura bloquear el debate en torno a la validez, proyección y eventual corrección de dicho relato. Incluso se puede sostener que los grupos de interés político y mediático que aspiran a minar la credibilidad del trabajo de la CVR ni siquiera se proponen producir una “memoria alternativa” del conflicto. No han elaborado investigaciones sobre el tema, les basta con la mera diatriba, con la columna de opinión. Diríase que consideran el silencio y el olvido como las disposiciones más convenientes frente al período de violencia interna.

Por supuesto, el olvido es una opción – incluso un derecho - para la víctima. Quien ha sufrido puede decidir mirar con otros ojos el pasado, afrontar un proceso de duelo y continuar con la vida. La acción de la justicia busca sancionar a los perpetradores y reparar a las víctimas, de modo que se les restituya a éstas la condición de ciudadanos; luego del trabajo de la justicia, la víctima puede escoger olvidar. Se trata de un “olvido relativo”, pues no se suprime el recuerdo, sólo se transforma el punto de vista frente al pasado. La víctima puede incluso elegir perdonar al agresor; se trata de una gracia que sólo puede ser otorgada por ella, una disposición que implica observar las propias vivencias sin el dolor y el encono de otros tiempos. Paul Ricoeur contrasta esta experiencia con aquella que describe como el “olvido de la huida”, el esfuerzo por cerrar los ojos frente a lo vivido, negar los hechos injustos, mirar hacia otro lado. Esta forma de olvido  “consiste en no querer ver, no querer tener noticia de algo”[1]. En la venerable tradición de Esquilo y Sófocles, podríamos describir este fenómeno como ceguera voluntaria. Esta actitud frente a la injusticia corresponde al ciudadano que peca por omisión, desatendiendo el clamor de las víctimas, y a los actores políticos que buscan imponer “políticas de silencio”.

Estas políticas a menudo están asociadas con propuestas de amnistía. Esta figura legal – que comúnmente es planteada en virtud de una iniciativa del Congreso o del Ejecutivo – implica suspender los procesos judiciales de los autores de crímenes contra los derechos humanos y anular las condenas en esta materia. Supone, además, decretar “olvido” respecto de esta clase de delitos (de allí su nombre). Se trata de una medida que pretende garantizar impunidad para los perpetradores; por ello, la legislación internacional en derechos humanos rechaza sistemáticamente este tipo de mecanismos. A través de la amnistía, el Estado usurpa la exclusiva potestad de la víctima de perdonar al agresor, y de contemplar el daño padecido con nuevos ojos. Por lo general, los políticos plantean la amnistía como un mecanismo que busca lograr la tan ansiada “reconciliación nacional” – concebida ad hoc como desvinculada de la verdad y la justicia -; no obstante, estas iniciativas distorsionan gravemente el concepto de perdón y el proceso mismo de reconciliación. No es posible regenerar el tejido social dañado sobre la base de la supresión de la memoria y la suspensión de la acción de la justicia.

A lo largo de las dos últimas décadas, el discurso político conservador ha invocado en más de una oportunidad la figura del olvido legal como una salida posible frente a la judicialización de casos de violaciones de derechos humanos cometidas por efectivos del Estado. Sin embargo, el argumento contra la memoria y a favor de políticas de “punto final” ha sido planteado recientemente desde el otro extremo del espectro ideológico. En efecto, el MOVADEF – organismo de fachada del grupo terrorista  Sendero Luminoso – ha propuesto una suerte de “amnistía general” para todos los protagonistas del conflicto armado.  Esta facción pretende recurrir, para justificar su posición – de una manera a todas luces artificial y exclusivamente instrumental –, a las reglas de la democracia que procuró dinamitar. En este caso, los extremos ideológicos parecen tocarse. Esta cuestionable  iniciativa ha sido rotundamente rechazada en diversos espacios de opinión pública, y la ciudadanía ha observado con especial preocupación cómo esta agrupación cuenta con numerosos militantes jóvenes.

Estas circunstancias ponen de manifiesto la importancia ética y política de la recuperación pública de la memoria como una condición esencial para la construcción de una genuina sociedad democrática, una sociedad cuya ciudadanía pueda desestimar con firmeza  los cantos de sirena de la violencia como posible  “método” para resolver conflictos humanos. Conocer la gravedad de los hechos ocurridos durante el conflicto armado interno permitiría a los peruanos reconocer los efectos funestos del fundamentalismo en cuestiones ideológicas. La ignorancia frente al más cruento de los conflictos de la historia del Perú, en contraste, deja a nuestros jóvenes en una situación de vulnerabilidad frente a propuestas ideológicas proclives a recurrir a la violencia o a negociar impunidades para lograr sus propósitos. Esclarecer el pasado constituye una estrategia pedagógica eficaz para combatir las múltiples formas de irracionalismo político que todavía amenazan nuestras instituciones.





Este es un adelanto de un ensayo que saldrá publicado en el siguiente número de Páginas.

[1]  Ricoeur, Paul “El olvido en el horizonte de la prescripción” en: Varios Autores ¿Por Qué recordar? Op. Cit., p. 74.

viernes, 24 de agosto de 2012

LA MEMORIA BLOQUEADA. DELIBERACIÓN PÚBLICA Y POLÍTICAS CONTRA EL OLVIDO *





Gonzalo Gamio Gehri

El trabajo de la memoria puede verse bloqueado por agentes externos[1]. En los espacios políticos, esta situación se torna particularmente dramática en los procesos de la llamada `justicia transicional’, la clase de proyectos de acción pública que se ponen en ejercicio en situaciones en las que una sociedad afronta el reto – luego de pasar por un período de violencia o de suspensión del orden constitucional y habiendo recuperado la democracia o la paz – de esclarecer lo sucedido en los tiempos de conflicto armado y autoritarismo, con el fin de establecer responsabilidades y tomar medidas legales y políticas para que las lesiones de la ley y la violación de los derechos de las personas no se repita en el futuro. Hacer memoria en esta perspectiva pública - pensemos en el trabajo de las comisiones de la verdad que han actuado en las últimas décadas - implica la composición crítica de una narración amplia que recoja estrictamente las narraciones de las víctimas como una fuente crucial de su investigación, a la vez que aspira a dilucidar el período de conflicto a la luz de una interpretación crítica de sus causas y secuelas. Examinar el pasado puede convertirse en una práctica irritante o peligrosa a juicio de quienes ocuparon posiciones de poder en los años de conflicto (la situación se agrava seriamente si estos actores preservan tales posiciones de poder en estas etapas de reconstrucción institucional). Indagar sobre la verdad de lo ocurrido puede exigirnos nadar decididamente  a contracorriente.

 En el Perú, la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) elaboró un extenso y riguroso Informe Final que procura dar cuenta de la tragedia vivida durante el conflicto armado interno entre 1980 y 2000. La Comisión recabó el testimonio de cerca de diecisiete mil personas, protagonistas del conflicto o afectados por él. Además de aportar un estudio interdisciplinario sobre la violencia y la desigualdad en nuestra sociedad, el documento ha planteado un conjunto de recomendaciones y reformas institucionales para ejercer la justicia, reparar a las víctimas y lograr la reconciliación, la posibilidad a futuro de reconstruir los vínculos sociales dañados durante aquellos años. El Informe sindica a las organizaciones terroristas como los principales perpetradores de crímenes contra la vida y la dignidad de las personas, y ha señalado que “en ciertos períodos y lugares”, las fuerzas armadas y policiales incurrieron en “una práctica sistemática o generalizada de violaciones de los Derechos Humanos”[2]. El texto pone en evidencia la penosa ausencia del Estado en las zonas que constituyeron el epicentro de la violencia, así como señala la indolencia de un sector importante de la autodenominada “clase dirigente” frente al sufrimiento de las víctimas.

La CVR entregó al país un estudio fidedigno pero perfectible acerca del conflicto armado, así como una propuesta razonable acerca de cómo establecer garantías de no repetición. No se propuso cerrar la discusión sobre nuestras responsabilidades frente al proceso de violencia, si no propiciarla; el Informe Final fue postulado como un documento para ser examinado y debatido en los foros públicos del Estado y de la sociedad civil, con el fin de lograr un acercamiento mayor a la verdad de lo ocurrido en aquellas dos décadas. Siempre será posible recoger nuevos testimonios, contrastar nuevas interpretaciones y argumentos que permitan reconstruir los hechos y afinar nuestras políticas de justicia y reparación. La recuperación de la memoria es una actividad pública que implica el trabajo de la deliberación cívica tanto como la investigación de los especialistas. En este sentido, el Informe fue concebido como un punto de partida para un debate mayor acerca de los años de la violencia y las posibles lecciones que podemos extraer de esta dolorosa experiencia para construir una genuina sociedad democrática y cimentar una auténtica cultura de paz entre nosotros. Por desgracia, la considerable resistencia que ejerce buena parte de nuestros políticos en actividad contra la posibilidad misma de plantear una discusión abierta sobre la memoria del conflicto – una actitud que cuenta con el respaldo de un importante sector de la prensa, de la empresa privada, e incluso de una facción de la jerarquía eclesiástica – ha debilitado significativamente esta iniciativa.

El horizonte de enunciación de los propósitos planteados en el Informe final de la CVR (y en general, en el caso de cualquier proyecto ético – político asociado a los procesos de justicia transicional) es el de la cultura de los derechos humanos, sostenida sobre la idea de que los individuos son fines y no exclusivamente medios, titulares de derechos inalienables que no son susceptibles de negociación. La valoración y protección de tales derechos – más allá del género, cultura, clase, preferencia sexual o la condición legal de las personas que los invocan – constituye el presupuesto básico de una sociedad democrática. No obstante, el discurso de los derechos humanos ha sido sindicado erróneamente por los medios de prensa y los grupos políticos de extrema derecha en el Perú como un elemento del imaginario ideológico izquierdista. La agenda de la transición, así como la propia acción de las organizaciones dedicadas a la defensa de los derechos humanos, han sido identificadas como una expresión de esta clase de ideario político. Los fujimoristas, por ejemplo, se han esforzado por convertir las políticas transicionales en materia de lucha contra la corrupción y recuperación de la memoria histórica en presuntas “estrategias de persecución”, y así, construir una especie de “mística partidaria de resistencia” entre sus adeptos[3].  En los años del gobierno aprista el oficialismo, por su parte, intentó bloquear toda iniciativa dirigida a incorporar en los textos escolares el estudio del proceso de violencia vivido y las rutas posibles de una reconciliación nacional fundada en el ejercicio de la justicia. Se ha edificado en estas canteras una suerte de “sentido común conservador” que tacha de “inconveniente” o  de “perniciosa” la tarea de esclarecer lo sucedido durante el conflicto armado interno y plantear políticas concretas en esta materia.





Este es un adelanto de un ensayo que saldrá publicado en el siguiente número de Páginas.
[1] En el caso de la vida individual, la memoria puede verse bloqueada por causas “internas”, como plantea el psicoanálisis. Sin embargo, esta posibilidad no es tema de este breve artículo.
[2] Comisión de la Verdad y Reconciliación, Informe Final (Tomo I) Lima, UNMSM – PUCP 2004  p. 30.
[3] Sobre este tema de la particular mística fujimorista y su lectura de la transición consúltese Navarro Ángeles, Melissa “Tras el líder. Oportunidades de un partido personalista para lograr la continuidad luego del alejamiento del líder fundacional: el caso del fujimorismo” en: Politai Año 2 Nº 3 pp. 139 – 148.

viernes, 17 de agosto de 2012

SOBRE LOS PRINCIPIOS DEL PLURALISMO










Gonzalo Gamio Gehri

Para algunos columnistas locales, precisar el significado de las palabras es una tarea de orden menor; lo importante es la pulla, la frase impactante. La verdad y el rigor son lo de menos para cierto “periodismo”. Muchos de nosotros hemos insistido – en el debate sobre la autonomía de la PUCP  - en que una de las virtudes que practica esta Universidad es el cuidado del pluralismo, y que éste constituye uno de los elementos medulares de su probada excelencia académica y de su proyección hacia la vida de la comunidad. En algunas columnas de opinión publicadas por la prensa conservadora – que ha construido una campaña de demolición contra la PUCP – se ha pretendido ocultar o desmerecer el sentido del pluralismo como un rasgo distintivo de toda institución universitaria que merezca ese nombre. Los últimos artículos de Martín Santiváñez en Correo - textos altamente cuestionables en cuanto al razonamiento, la redacción y el estilo -  constituyen un ejemplo (no el único) del total desconocimiento que impera en esta prensa acerca de lo que el pluralismo es. La pobreza de argumentos sobre una materia tan importante es manifiesta. Es triste que en tales espacios la caricatura y los balbuceos de manual retro sustituyan el desarrollo de un concepto y sus implicancias para el terreno de la práctica. 

Voy a desarrollar en este y en un siguiente post las ideas básicas de un enfoque pluralista en lo relativo a la práctica y a la vida del intelecto. El pluralismo constituye una actitud ética y una posición intelectual frente a la vida consistente en el reconocimiento de que existen diversas formas de llevar una existencia humana plena y racional. La formulación más contemporánea de esta tesis la encontramos en la cultura política liberal – en el pensamiento de Isaiah Berlin y sus discípulos Bernard Williams y John Gray, por ejemplo -, pero es posible detectar claras manifestaciones de pluralismo en importantes pensadores del mundo griego, en el cristianismo, en el renacimiento y el romanticismo. En nuestro blog hemos discutido las ideas de Berlin sobre este asunto en más de una ocasión. Gray lo plantea en los siguientes términos:

 “El bien humano se manifiesta en modos de vida rivales. Este argumento ya no es sólo un planteamiento de la filosofía moral. Es un hecho de la vida ética. En la actualidad sabemos que los seres humanos florecen de maneras conflictivas y lo sabemos no desde el punto de vista poco comprometido de un observador ideal sino a partir de la experiencia corriente. A medida que las migraciones y las comunicaciones han mezclado modos de vida que estaban separados y claramente diferenciados, la contienda de valores se ha ido convirtiendo en nuestro estado natural. El pluralismo es nuestro destino histórico”[1].

En esta perspectiva, la idea monista que presupone la existencia de una única forma de vida con sentido resulta teóricamente miope y potencialmente violenta en la práctica - como resulta obvio, nada tiene que ver con el amor judeocristiano -, dado que conduce a una posición integrista que rechaza de antemano las diferencias – y las discrepancias racionales - en cuanto al pensamiento y al modo de vivir. La diversidad es percibida automáticamente como mero error o como un síntoma de confusión de la mente (o del alma). Berlin ha descrito de manera elocuente el pathos fundamentalista de quienes desprecian el pluralismo en nombre de la "pureza" doctrinal.

“Puesto que yo conozco el único camino verdadero para solucionar definitivamente los problemas de la sociedad, sé en qué dirección debo guiar la caravana humana; y puesto que usted ignora lo que yo sé, no se le puede permitir que tenga libertad de elección ni aun de un ámbito mínimo, si es que se quiere lograr el objetivo. Usted afirma que cierta política determinada le haría más feliz o más libre o le dará más espacio para respirar; pero yo sé que está usted equivocado, sé lo que necesita usted, lo que necesitan todos los hombres[2].

He aquí la “espiritualidad” de Tomás de Torquemada, Stalin, Mao, Franco y tantos otros que aseguraban conocer la única medida de humanidad y excelencia, incluidos algunas autoridades de ciertas universidades confesionales y centros educativos conservadores que prohíben a sus estudiantes la lectura directa de libros que no comulgan con “la línea” doctrinal (o dificultan considerablemente el acceso a estos textos “peligrosos”). Con frecuencia, se ha intentado desautorizar el pluralismo caracterizándolo como “relativismo”, pero esa burda salida se evidencia tan falsa como manipuladora. El pluralista no concluye para nada que todas las formas de vivir y pensar “sean igualmente válidas”, una tesis teóricamente débil que termina autodestruyéndose sin remedio; el pluralismo no renuncia a la búsqueda de la verdad y del mejor argumento. Se entiende por “pluralismo” – citando nuevamente a Gray - el reconocimiento de que existen  “muchas diferentes maneras de florecimiento humano” y que “a pesar de ello, pueden haber buenas razones para preferir unos bienes inconmensurables a otros”[3]. Más claro, el agua. El absurdo recurso al relativismo – en las hiperbólicas columnas de Santiváñez y otros – aparece como un ardid nítidamente ideológico, y conceptualmente escuálido.

El pluralismo no es contrario al esfuerzo por el conocimiento y la crítica, antes bien, constituye una expresión rigurosa de estos valores. Los derechos humanos y las libertades individuales constituyen categorías y construcciones sociales que buscan garantizar el respeto por la diversidad y el cuidado del debate sobre la verdad y el florecimiento humano en un espacio de libertad (es curioso que los conservadores sindiquen falsamente a los defensores de la democracia y los derechos humanos como cultores del “pensamiento único”, cuando lo que buscan es promover el pluralismo. El papel aguanta todo; son estos integristas los que observan y pretenden imponer una única doctrina e intentan hacer pasar la cultura de los derechos humanos como “relativismo”). Es curioso que quienes se llaman a sí mismos "liberales" en el Perú no consideren el pluralismo como uno de los elementos básicos del imaginario liberal, es más grotesco incluso que lo rechacen explícitamente en los campos de la política, la religión y la educación (un signo más de la ausencia de liberalismo entre nosotros). El pluralismo es el fantasma que quita el sueño de quienes creen que existe sólo una forma de llevar una vida o de pensar las cosas. En mi siguiente post desarrollaré esta afirmación.

Leí hace poco algún comentario que señalaba –  sobre el tema de la PUCP - que “si (los estudiantes ,  docentes y autoridades) quieren pluralismo, que vayan a buscarlo en otro lugar”. Esta afirmación revela un profundo desconocimiento de lo que significa participar en la vida de una universidad, un foro dedicado al encuentro de diferentes argumentos y formas de expresión de lo real, con miras a una búsqueda honesta de la verdad, concebida como la meta (y no el punto de partida) del conocimiento. Así se concebía incluso la universidad medieval, un recinto más amplio de miras que lo que nuestros “reaccionarios” criollos presumen. La construcción de la ciencia no requiere de un recetario, si no del trabajo académico en un clima de libertad y de apertura a las razones, a las articulaciones de sentido y a las evidencias. Desde tiempos de Sócrates, el trabajo intelectual ha estado asociado no con el adoctrinamiento, si no con la construcción del juicio propio. En la escuela talvez pueda ser deseable la transmisión de una visión del mundo (siempre acompañada de un sentido crítico, por supuesto). En una Universidad, lo que se busca es cultivar la tarea reflexiva de examinar y contrastar diferentes visiones de las cosas, atendiendo a reconocer sus fundamentos, en virtud de un honesto esfuerzo por la verdad  y por el cuidado de la vida ciudadana. 


[1] Gray, John Las dos caras del liberalismo Barcelona, Paidós 2001 p. 47..
[2] Berlin, Isaiah “La persecución del ideal” en: El fuste torcido de la humanidad Barcelona, Península 1998 pp. 33 – 34.
[3] Gray, John Las dos caras del liberalismo op. Cit., p. 16 (las cursivas son mías).

viernes, 10 de agosto de 2012

NARRACIÓN Y MEMORIA







Gonzalo Gamio Gehri

Lidiar con el pasado suele ser una tarea difícil[1]. El pasado es irreversible y constituye en parte el tipo de personas que somos. Configuramos nuestra identidad a través de la historia del curso de nuestra vida, forjada a partir de conflictos, vínculos sociales, adhesión y abandono de instituciones, así como la experiencia de éxitos y fracasos en el diseño y ejecución de proyectos propios y ajenos. La capacidad de narrar de manera coherente y articulada esta clase de historias permite construir un retrato consistente acerca de quiénes somos. Las vivencias que le confieren alguna forma de lócida percepción y dirección al relato cuentan como relevantes en clave hermenéutica. Narrar la historia de una vida implica establecer una conexión significativa entre el pasado, el presente y el futuro al interior de la trama de dicha existencia. Esto vale tanto para el caso de los individuos como para el de las instituciones y comunidades.

Narramos estas historias y comprendemos su sentido a partir de un trasfondo de valoraciones que nos permite percibir e interpretar su posible hilo conductor. Como sostiene Martha C. Nussbaum en un reciente estudio, “no podemos observar una vida ni escuchar una historia sin ir equipados de antemano con ciertas intuiciones preliminares acerca de lo que es significativo y lo que no”[2]. Por supuesto, el devenir de esa vida y de esa historia relatada puede cuestionar, poner a prueba e incluso modificar nuestras intuiciones y distinciones de valor; esta experiencia de cuestionamiento ético puede afrontarla tanto quien vive o narra la historia como el que la escucha y la interpreta. La composición de estos relatos nos inserta en una dinámica de aprendizaje ético que compromete por igual el ámbito de las vivencias y el de los principios.

 El ejercicio de la memoria resulta imprescindible para llevar a cabo la tarea de narrar una vida y, con ello, hacerla inteligible ante uno mismo y ante otros, poner de manifiesto su sentido y veracidad. Rememorar es hacer patente “la presencia viva del pasado”[3], para utilizar las palabras del historiador francés Henry Rousso. El pasado presente en la hora actual [4] , que se nos plantea como desafío y como interpelación. Ajustar cuentas con el pasado-presente puede ser una tarea incómoda y dolorosa, pero constituye una tarea ineludible si lo que se busca es discutir y elegir conscientemente una orientación sensata para la vida, convertirse en un potencial (co) autor del propio destino.


[1] Este es un adelanto de un ensayo que saldrá publicado en el siguiente Páginas.
[2] Nussbaum, Martha C. Crear capacidades. Barcelona, Paidós 2012 p. 33.
[3] Rousso, Henry “El estatuto del olvido” en: Varios autores, ¿Por Qué recordar? Barcelona, Gránica 2002 p. 88.
[4] Revísese sobre este tema, MacIntyre, Alasdair Tras la virtud Barcelona, Crítica 1987 cap.15.

lunes, 6 de agosto de 2012

COMENTARIO AL ARTÍCULO DE ROSA MARÍA PALACIOS SOBRE EL ACUERDO FIRMADO ENTRE EL PERÚ Y EL VATICANO EN 1980 (M.A.R.)



M.A.R.
Lo único que deja de decir RMP es que, en el Decreto Ley 17437 de 1969, el artículo 169 decía: "El Rector y Pro Rector de la PUCP, serán nombrados de acuerdo a lo que prescribe su respectivo Reglamento." Esta es la razón por la que los defensores de la Iglesia dicen que los Estatutos de la PUCP jamás debieron modificar la manera de elección del rector que fue característica desde la Carta Orgánica de la PUCP de 1917: elección por el arzobispo de Lima a partir de una terna presentada por la Asamblea Universitaria, y el rector elegido debía ser reconocido por el Vaticano.

 Bajo el rectorado de Mac Gregor se modificó la manera de elegir al rector, adecuándolo al Decreto Ley 17437: ahora lo haría únicamente la Asamblea. Esto quedó así también en el Estatuto vigente de la PUCP de 1984. Por lo anteriormente dicho, los defensores de la Iglesia sostienen que tal manera de elegir es espúrea (en realidad, para ellos, todo el Estatuto es espúreo, aunque no lo hayan dicho nunca). Por eso, en última instancia, los defensores de la Iglesia lo que desean, con respecto a la elección del rector, es restaurar la forma en que se hizo de acuerdo a la Carta Orgánica de 1917 que fue nuestro primer Estatuto (y que fue registrado por la PUCP en 1937 cuando nos inscribimos como asociación).

 En 1980 se firmó el Acuerdo entre el Perú con el Vaticano. Como dice su artículo 19, la Iglesia puede fundar y dirigir escuelas "de conformidad con la legislación nacional", y no estableció excepciones. Y al darse la Ley Universitaria 23733 en 1983, ya no estableció ninguna excepción para la elección del rector porque la PUCP ya elegía a su rector como las demás universidades. En conclusión, la Iglesia no tiene nada que reclamarle a la PUCP con respecto a la elección de su rector.  

miércoles, 1 de agosto de 2012

UNIVERSIDAD



Gonzalo Gamio Gehri

Hace unos días se hizo público un decreto firmado por el Cardenal Bertone que prohibe el uso de los términos “Pontificia” y “Católica” a la PUCP. Tanto por sus alcances como por su sesgo y por su tono agresivo, el documento es lamentable. Uno se pregunta sinceramente quién habría redactado este texto (aunque quede claro quién lo ha firmado), pues contiene algunas expresiones característicamente “limeñas” y  abunda en  detalles locales. Luis Bacigalupo ha explicado en su blog las razones por las que habría que considerar esta carta “improbable”: en sus palabras, es injusta, denigra a los obispos (y vulnera sus funciones), y constituye un panfleto ideológico

Por supuesto, el contenido de este decreto entristece a quienes esperábamos de la Iglesia jerárquica una mayor vocación de diálogo para resolver este asunto. Las partes habían elaborado un pre-acuerdo, pero el Cardenal Cipriani interrumpió las conversaciones, al desestimar la solución integral que pretendía la PUCP en consonancia con el mensaje del visitador Erdó. En lo personal yo creía que el Vaticano – en virtud de una experiencia acumulada a lo largo de los siglos – iba a poner en una perspectiva diferente este conflicto, pensando en el futuro, considerando expresamente las inconveniencias de debilitar una institución educativa de calidad que reconoce una inspiración católica. Como creyente, me apena profundamente este gesto autoritario y virulento contra la PUCP y contra la CEP. No encuentro en tal gesto la presencia del ágape.

No se entienden las alusiones en las que se señala que presuntamente en la PUCP se cultivan ideas contrarias a la doctrina y la moral católicas. Uno se pregunta si - para variar - lo que sucede es que una facción de la Iglesia jerárquica se incomoda frente al trabajo científico que se realiza en la PUCP en torno a cuestiones de género, diversidad cultural y derechos humanos, temas que otras instituciones católicas no examinan, por "controversiales" o "postmodernas". Sólo un conservadurismo estrecho podría suponer legítimo el veto de los estudios de género, la diversidad cultural y los derechos humanos, como se observa en algunas instituciones educativas de inspiración "tradicionalista". Es cierto que  en algunos centros “confesionales” se prohíbe o dificulta severamente la lectura directa de determinados libros sindicados como "peligrosos": se trata así a los estudiantes como seres en una permanente minoría de edad. Ambas actitudes se manifiestan contrarias al cuidado de la libertad y a la búsqueda de la verdad, valores que la tradición cristiana aprecia y cultiva. Tal proceder es contrario al espíritu mismo de la institución universitaria en cuanto tal.  El propio Cardenal Cipriani ha señalado en su programa radial que si algunos alumnos y docentes de la PUCP no se consideran católicos, entonces cabría preguntarse qué hacen allí: esa opinión contradice clamorosamente la vocación de "universalidad" presente en las nociones de "Universidad" y "Catolicidad".  Es preciso recordar asímismo que el respeto a las diferencias de género y cultura, así como la defensa de los derechos básicos son principios que consagra nuestra Constitución y constituyen auténticos pilares de la democracia.

Da la impresión de que a veces que se comina a la PUCP a elegir entre su confesionalidad (concebida unilateralmente en términos conservadores) y preservar su condición de Universidad plural y democrática, cuando se trata a toda luz de un falso dilema.  No obstante, el decreto intenta confrontarnos con tal falso dilema, y pretende empujarnos a tomar una decisión. Debo decir que si me viera forzado a elegir entre las alternativas que plantea este falso dilema, tendría que decir que prefiero que la PUCP conserve su condición de Universidad libre, plural y rigurosa, aunque esto suponga perder la condición de "Pontificia" y quizá (eventualmente) cambiar su nombre. El texto de Bertone no recoge ninguno de los argumentos esgrimidos por la PUCP para sustentar su autonomía y estructura democrática. Se menciona con irritación en el documento el homenaje que la Universidad rindió a Gregorio Peces-Barba – conocido defensor de la democracia y los derechos humanos contra la sombría dictadura franquista -, lo cual llama poderosamente nuestra atención: se supone que la vindicación de las libertades políticas y la distribución del poder son valores que habría que celebrar. Lo mismo sucede en el caso de Gastón Garatea, cuya trayectoria pastoral a favor de los más necesitados es por todos conocida. Sorprende también la curiosa mención a un ciclo de lectura de la obra Teología de la liberación. Perspectivas de Gustavo Gutiérrez, cuando resulta claro que la obra de este autor nunca ha sido condenada,  al punto que uno de los discípulos de Gutiérrez, el Obispo Gerhard Müller, ha sido nombrado recientemente Preceptor de la Doctrina de la Fe por el propio Benedicto XVI.

 Esta suerte de acusación de “impiedad” dirigida contra la PUCP (con claras resonancias socráticas) deja perplejos a quienes apreciamos el legado de pluralismo y apertura que significó para la Iglesia el Concilio Vaticano II. Plantea un asunto filosófico- teológico importante sobre la textura de la fe, presente en uno de mis pasajes favoritos del Evangelio. Un centurión romano le pide a Jesús que vaya a ver a uno de sus siervos que estaba enfermo, y le cure. “No soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarlo”, le dice. “Cuando Jesús oyó esto, se maravilló y dijo a los que le seguían: —De cierto os digo que no he hallado tanta fe en ninguno en Israel.”. Le asegura al centurión que su criado ha sanado ya. Jesús dice que no ha "hallado tanta fe" como en esta persona. El énfasis no es casual, no puede serlo. Finalmente ¿ En qué creía el soldado? No era un judío como Jesús; tampoco podía hablarse en ese contexto específico de "cristianismo". El centurión era un pagano, un hombre que le rendía culto a los dioses y a sus ancestros. Pero era alguien que había mostrado una total disposición a que el amor actúe en él; allí se ponía de manifiesto la fe. La tentación de identificar la fe con la suscripción de una  posición “ortodoxa” en lo doctrinal e ideológico es una tentación permanente para quienes somos creyentes. Pero es importante para nosotros recordar que la obsesión por la “ortodoxia” es una característica propia del pathos de los fariseos, y no del Magisterio de Jesús. Esa apertura caritativa hacia el otro es lo que tal mensaje nos plantea. Me parece que éste es un asunto particularmente significativo para examinar la hora presente.