jueves, 28 de julio de 2011

28 DE JULIO, 2011





Gonzalo Gamio Gehri


Hoy ha sido un día peculiar en materia de mensajes. Por la mañana, el cardenal Cipriani condena públicamente la postmodernidad y encomienda al país – de manera controversial – al llamado “Cristo del Pacífico”, acaso con la expectativa de convertir dicho monumento en una especie de lugar de peregrinación. La homilía de la Misa y Te Deum ha sido telativamente monocorde y reiterativa (los mismos motivos retóricos de siempre: el “pensamiento único”, el pluralismo cultural y los “excesos ideológicos”). Lo nuevo en todo caso es que uno de los protagonistas de la escena política que le son más próximos deja Palacio de Gobierno.

El discurso del nuevo presidente de la República se inició polémicamente. Ollanta Humala juró defender el orden constitucional – en ese sentido juró por la Constitución peruana vigente – y al mismo tiempo se comprometió a honrar los principios y valores de la Constitución de 1979. Se trata de un gesto de desagravio a la democracia peruana, interrumpida y lesionada por el golpe fujimorista de 1992. Si se atiende a la formulación del juramento las dudas se disipan. De todos modos, el gesto presidencial provocó la ira de Martha Chávez – la más encarnizada de las furias fujimoristas – quien se la pasó vociferando desde el fondo del hemiciclo tanto tiempo como duró el mensaje de Humala. El hecho queda como anécdota: aunque la reacción destemplada de la congresista era previsible, resulta desconcertante la súbita devoción fujimorista por una carta magna que ellos elaboraron, pero que violaron en diversos momentos e interpretaron “auténticamente”.

El discurso ha sido breve, pero interesante. Requiere por supuesto de un análisis de detalle. En él se plantea la defensa irrestricta de la institucionalidad y los derechos humanos, se deslinda con el “bolivarianismo” practicado en una parte del continente, se formula el compromiso con las reparaciones individuales y colectivas recomendadas por la CVR. La propuesta de inhabilitar de manera perpetua para el ejercicio de la función pública a los condenados por corrupción suena excelente, habrá que examinar desde un punto de vista legal las condiciones de concreción de esta iniciativa. Será importante discutir en los días que siguen los detalles de este mensaje marcado por la moderación y por una preocupación explícita por la inclusión y las políticas de redistribución. Creo además que la conformación del gabinete es muy interesante – me alegra la incorporación de Patricia Salas y Francisco Eguiguren -, pero será preciso observar cómo las propuestas se materializan en políticas públicas puntuales.

miércoles, 27 de julio de 2011

FORJAR LA COMUNIDAD






Gonzalo Gamio Gehri



La palabra “patria” alude a la tierra natal, a las personas que la habitan, a las instituciones que la organizan. Hasta podría decirse que evoca al “espíritu” que anima a esa tierra, a esas personas, a esas instituciones, y que en principio podría percibirse en su historia, y en la memoria de quienes participaron - y participan - de su vida. El término griego ethos parece ponerlo de manifiesto tanto en su acepción de “carácter” como en el de “morada”. El vínculo entre la vida de las personas, sus deliberaciones y elecciones y sus formas de pertenencia comunitaria ya se hacía explícito desde los derroteros de la cultura clásica. En los tiempos modernos, Hegel consideraba que en la Eticidad (Sittlichkeit) encontrábamos el ser-ahí (Dasein) de la voluntad libre, la figura concreta ( tanto 'reflexiva' como 'efectiva') de la vida ética, la culminación del “espíritu objetivo”. El espìritu del pueblo (Volkgeist) se expresa como tal como sistema de instituciones y formas de vida colectiva.

La palabra “patria”, en esta senda de reflexión – existen otras – establece el vínculo consciente entre identidad individual, memoria histórica, cultura legal y política. Evoca un sentido de pertenencia a una comunidad política y a una historia común. En una democracia, alude asimismo a una forma de sensibilidad constitucional, a la vez que destaca el proyecto de construcción de una ciudadanía universal que permita que cada individuo pueda – al margen de su raza, cultura, género, hábitos sexuales, condición socioeconómica, etc. – concebirse como un sujeto de derechos que pueda hacer valer ante las instituciones correspondientes, y actuar coordinadamente en la esfera pública. Un agente que recoge una herencia cultural que lo constituye – en tanto traditio -, pero que al mismo tiempo puede revisar críticamente al interior de espacios de deliberación pública. No dejar que sea la inapelable voz de la “autoridad” (civil o eclesiástica) la que le “explique el mundo” sin réplica posible, si no que se permita examinar ese “mundo significativo” en el que participa pero al que puede interpelar libremente, en diálogo con otros.

En nuestro medio, el sentido de pertenencia común ha estado asociado a una ‘cultura autoritaria’, presente tanto en el Virreinato como en la República, que ha impedido el desarrollo de una cultura política animada por la valoración de las libertades ciudadanas y el cuidado de la crítica (resulta curioso que en nuestro país se pretenda sindicar de un modo cuestionable - desde posiciones claramente conservadoras - al pluralismo liberal como "pensamiento único"). La sumisión de nuestra “clase política” a los llamados “poderes fácticos”, mal descritos como “instituciones tutelares”, ha generado a lo largo de la historia complejas redes de servidumbre voluntaria. No ha existido aquí una sólida cultura de derechos, o una auténtica “religión cívica”. El patriotismo ha estado asociado a una concepción "marcial" del vínculo comunitario(piénsese en esta clase de rituales que se critican en el blog de Susana Frisancho), no a una forma de lealtad a un cuerpo legal y político. Ser patriota ha consistido para nuestras “élites” y para los “poderes fácticos” – una y otra vez – a estar dispuesto a morir por la comunidad – una comunidad que sistemáticamente ha excluido a un grupo numeroso de connacionales por razones de raza, cultura, género, hábitos sexuales, clase, etc. – y no tanto ser capaz de poder vivir por la comunidad y estar dispuesto a luchar – con las herramientas que la ley pone en manos de los ciudadanos, desde los escenarios que ofrecen la sociedad civil y el Estado – por forjar una comunidad política que trate a todos nuestros connacionales como parte de un proyecto común de vida, ciudadanos, titulares de derechos. Potenciales actores de su destino como agentes prácticos independientes. El Informe de la CVR nos recuerda las amargas palabras de Primitivo Quispe, que indicaba que durante el conflicto armado él y los habitantes de su pueblo fueron tratados como “pueblos ajenos dentro del Perú”. Forjar las patrias implica ampliar los lazos de lealtad y pertenencia a todos los individuos y pueblos que habitan el Perù. Poner en diálogo a todas las lenguas, culturas y pueblos que habitan el país. Que llegue el tiempo de la ‘segunda calandria’, como diría Arguedas.

domingo, 24 de julio de 2011

CULTURA, DEMOCRACIA Y CATOLICISMO (UARM - LUC)












Los días 19 y 20 de julio de este año tuvo lugar el Coloquio sobre Cultura democracia y catolicismo (versión Lima), con la participación de profesores de la UARM y de Loyola University of Chicago. Se trataba de una actividad que se enmarca en un proyecto más amplio, que involucra a instituciones académicas jesuitas de Estados Unidos, Indonesia, Lituania y Perú. Participaron Peter Schraeder, Gunes Murat, Christine Firer y William O’Neil, Soledad Escalante, Juan Carlos Díaz, Jeff Klaiber, Oscar Espinosa, Jorge Aragón y quien escribe estas líneas. Coordinaron el evento Michael Schuck (Chicago) y Bernardo Haour (Lima). Adjunto el esquema de mi presentación – tuve el privilegio de participar en la mesa final junto al importante teólogo jesuita Bill O’Neil -, un avance de una investigación mayor sobre la discusión sobre la CVR y los actores católicos en la esfera pública (falta una sección sobre el debate sobre la memoria planteado desde los autores de la teología de la liberación).





EL CATOLICISMO Y LA LUCHA POR LA MEMORIA :

REFLEXIONES SOBRE LA CVR DEL PERÚ



Gonzalo Gamio Gehri


I.- VERDAD Y MEMORIA

1.- Recuperación de la memoria y cristianismo.
2.- Justicia y memoria.
3.- Justicia transicional. El caso peruano: la CVR.

II.- LA ÉTICA DE LA MEMORIA FRENTE A ‘LOS PASADOS QUE NO PASAN’

1.- Justicia transicional y conflictos.
2.- La memoria como proceso selectivo. Memoria contra “historia oficial”.
3.- Memoria y ‘olvido deliberado’.

III.- POSICIONES ANTAGÓNICAS: LOS CATÓLICOS ANTE EL DESAFÍO DE LA MEMORIA

1.- La posición de la Iglesia católica peruana ante el conflicto armado interno.
2.- Catolicismo y memoria. La perspectiva conservadora desde sus textos.
2.1. La democracia fuerte: la crítica tradicionalista de la CVR.
2.2. El trigo y la cizaña: verdad y silencio.
3.- Reflexiones finales.

sábado, 16 de julio de 2011

LAS UNIVERSIDADES Y LA PREOCUPACIÓN POR LA JUSTICIA





Gonzalo Gamio Gehri


Algunos lemas desafían el sentido común, otros intentan expresarlo; otros incluso desafían el uso claro del idioma. “Los que quieren salir adelante no les importa si la vida es injusta” (sic), reza el lema que aparece en la página de la Universidad César Vallejo. Una universidad-empresa que tiene una gran presencia en el norte del país. En el facebook del Gran Combo Club se informa que en la fachada del local de esa misma universidad en Lima Norte se lee “"El que verdaderamente quiere superarse no se distrae en la lucha contra la injusticia". El mismo mensaje, con una redacción más decorosa.

Más allá del caso particular que evocamos, esta clase de mensajes nos lleva a pensar seriamente el tipo de conciencia que promueven las universidades – empresa, creadas por el Decreto fujimorista 882. El lema citado converge con la tesis central de libros de autoayuda del estilo de ¿Quién se ha llevado mi queso? – texto que ha formado parte de la selecta bibliografía básica de los cursos iníciales dictados en algunas instituciones de esta especie – que pretenden configurar el imaginario moral de los futuros empresarios “emprendedores”. “No intentes cambiar el mundo, adáptate a él”. La eficacia se convierte – sin mayores resistencias ni críticas – en la primera de las virtudes humanas. La universidad, así concebida y puesta al exclusivo servicio de los intereses de la empresa privada, se convierte en un centro de instrucción profesional, abjurando gustosamente de otros propósitos que le son constitutivos, como la producción de conocimiento, la formación del juicio crítico….o la preocupación por la justicia.

Una ideología reduccionista, una mitología light se va tejiendo en estos espacios educativos. El empresario se convierte en una especie de héroe homérico que lucha contra la adversidad, y en el solitario artífice del progreso de la sociedad. Una de las lecturas posibles del dichoso lema se enmarca en esta curiosa épica. La sociedad soñada no es Camelot o Argos, sino un gigantesco McDonald’s que funciona de modo transparente según las reglas del mercado libre. Debemos formar espíritus valerosos y competitivos, que destierren de sus vidas la ‘cultura de la queja’ (“la vida es injusta”, etc.) porque en este mundo caracterizado por el conflicto de intereses privados rivales, no hay lugar para los débiles. La otra lectura – más severa – señala que, ante los ojos de esa ideología agonística y de ese mecanicismo mercantil, dado que el centro de gravedad de la acción humana reside en la búsqueda de la autorrealización personal, la preocupación por la justicia es percibida como una “distracción”, una pérdida de tiempo. Cada cual cuenta por uno, nadie debería cargar con el peso de los inútiles. Es lamentable que lemas como éste estén asociados con centros universitarios que llevan el nombre de César Vallejo, un poeta consagrado a la causa de la justicia y la solidaridad. El espíritu de Masa - por citar sólo un caso - está en las antípodas de esta hiperbólica prédica de la competencia universal y la exclusiva lucha por el éxito individual. En su juventud, Vallejo formó parte del llamado "Grupo Norte", un círculo de intelectuales de la Universidad Nacional de Trujillo - entre los que se encontraban Víctor Raúl Haya de la Torre y Antenor Orrego, entre otros - dedicado a pensar el país, sus conflictos y desafíos culturales, sociales y políticos.

Las universidades son instituciones cuya razón de ser no se identifica con la promoción y difusión de una ideología no examinada, sino con la discusión crítica, abierta y honesta, de diferentes concepciones del mundo y la vida, de modo que podamos concebir e imaginar otros mundos posibles: el mundo social delineado con el esquema del mercado y del consumo no es el único mundo posible, y no es necesariamente justo o es un auténtico promotor de libertades y de florecimiento humano. Buscar la verdad y pensar nuestras prácticas sociales e instituciones constituyen propósitos irrenunciables de la universidad. Así ha sido en occidente desde el Medioevo. En el Perú, difícilmente podríamos pensar los cambios en las estructuras y las mentalidades en el país sin evocar al Real Convictorio de San Carlos, la UNMSM, y, en los últimos cincuenta años, a la PUCP. La sociedad – por fortuna -es más amplia que el mercado; el trabajo de la razón no consiste solamente en el cálculo utilitario. Ir hacia las raíces sigue siendo una exigencia de la vida universitaria.

jueves, 14 de julio de 2011

LA SUPRESIÓN DE LA MONARQUÍA ROMANA



Jorge Humberto Sanchez Perez[1]


La historia romana tiene aún mucho que enseñarnos con respecto a los problemas que tenga que afrontar una determinada sociedad cuando se enfrente a temas tales como los criterios de la justicia, el poder, la autoridad, o cualquier otro que pertenezca al día a día de la existencia humana. Un caso particular es el de la supresión de la monarquía en Roma, donde se puede apreciar precisamente uno de los tópicos más relevantes para la existencia de las sociedades humanas, las consecuencias que tiene para la vida común el poder concentrado en un solo individuo.

Roma se fundó en el siglo VIII a.C. y hasta el siglo VI a.C. fue gobernada por un sistema monárquico. Este sistema de gobierno se conjugaba con otros dos elementos, el senado y los comicios. Cabe notar que el senado SIEMPRE estuvo presente en la vida romana, variando con el tiempo el grupo social del que provenían sus miembros (primero se excluía a los plebeyos en favor de los patricios, situación que aparentemente cambió con la leges Liciniae Sextiae en 367 a.C.). La idea de que el senado no formaba parte de la vida temprana (monárquica) o tardía (imperial) romana debe ser eliminada del pensamiento, en tanto esta presuposición hace creer que Roma no fue una res publica antes de la caída de la monarquía y luego del comienzo del imperio. Como vemos, esos “rótulos” únicamente hacen referencia a la forma de gobierno, no a la organización estatal en cuanto tal. Roma siempre fue una república.

Roma tuvo siete monarcas, los cuales eran escogidos entre ciertas familias patricias y cuyos poderes duraban a lo largo de su vida[2]. El titulo, por tanto, no era hereditario. Los poderes del rey le eran otorgados mediante una ceremonia religiosa, donde se le dotaba del auspicium de los dioses. Esta ceremonia, además de las facultades cívico-militares que le habían sido otorgadas por su designación por el senado[3], le otorgaba unas de tipo religioso. Estas facultades tenían una función muy particular, que fueran resumidas de forma brillante por Cayo Salustio en su texto “Conspiración de Catilina”, donde dice que la función del Rey no era otra que la de:

“…Conservare libertatem, augere rem publicam…”[4]

Esta forma de comprender la existencia de la figura del monarca y de las facultades que le fueran otorgadas, no debe sorprendernos. El mundo antiguo no era ni pacifico ni compasivo con aquellos pueblos que no estuvieran a la altura de las circunstancias con respecto a temas de supervivencia. Así, como bien señalara Mommsen:


“…la estricta concepción de unidad e omnipotencia de la republica
sobre todos los asuntos que fueran de su competencia, que era el principio
central de las constituciones italianas, colocó en las manos de un único líder,
nominado de por vida, un poder formidable, el mismo que era sentido sin duda por
los enemigos de su tierra…”
[5]

Cabe ahora preguntarnos ¿Por qué fueron expulsados estos monarcas de Roma? ¿Qué pudo llevar a esta población a tomar la decisión de expulsar a aquellos hombres que fungían tanto de autoridades religiosas[6], como autoridades cívico-militares? ¿Qué puso de manifiesto la miseria de la monarquía?

La historia romana nos indica que fue un hecho en particular aquel que desató la revuelta contra el último monarca romano Tarquinius Superbus (Tarquinius el Soberbio), la violación de Lucrecia y su subsecuente suicidio. Según indica el historiador romano Tito Livio, Lucrecia, quien fuera una mujer bella y decorosa, fue amenazada con ser acusada de adulterio cometido con un esclavo, si no cedía a la lujuria de su atacante, quien no era otro que el hijo mayor del Rey, Sextus Tarquinius. Luego de ocurrido el hecho, esta denuncio el mismo a su padre y esposo, quienes luego de jurar venganza contra los excesos cometidos por la realeza, no pudieron sino observar cómo Lucrecia termaba con su propia vida por la afrenta cometida contra ella[7]. Este hecho, según parece, fue el detonante de un malestar generalizado contra el gobierno tiránico de Tarquinius Superbus, quien había dejado de consultar con el senado para el desarrollo de leyes y para la confiscación de tierras y bienes de ciudadanos romanos, pronunciado sentencias de muerte y acumulado gran cantidad de bienes[8]. Como bien señalara Mommsen con respecto al poder ilimitado otorgado a un individuo, “el abuso y la opresión no podían dejar de aparecer”. La actitud de Tarquinius Superbus y la de su familia con respecto al Roma, parecían manifestar una especie de desprecio no sólo contra los individuos que conformaban la republica, sino contra la republica misma. Así, algunos patricios que percibían su actitud hacia el senado como una falta de respeto a su “dignitas[9] (como ha sido documentado[10]) apoyaron la consiguiente expulsión[11].

Como se puede apreciar, los excesos cometidos por el rey y la familia real, llevaron a la comunidad a considerar que un individuo no podía tener un poder absoluto dentro del cuerpo político, viendo la necesidad de restringir tanto el tiempo que el sujeto estuviera en el cargo, como la capacidad de acción que tuvieran ellos en el ejercicio de la función pública. Así, se configuraron restricciones anuales a los cargos como limitaciones en términos de poder. Las segundas se configurarían bajo el principio de collegium e implicaría que los magisterios serian ocupados por dos funcionarios, capaces de vetarse unos a otros, en función de limitar el abuso de poder que pudiera ejercerse en el ejercicio de los mismos.

Cabe notar que todo este proceso de expulsión de los monarcas romanos, no se basó en la reafirmación de los derechos de los individuos con respecto a la comunidad, ni a la reducción de la misma; por el contrario, se suprimió la monarquía para garantizar la existencia de la república. La forma de gobierno debía retomar un cariz de autoridad legítima y por ende, se debía limitar los actos de los individuos que pudieran perjudicarla. La autoridad era, en todos los aspectos de la vida romana, un elemento fundamental que guiaba la vida de los ciudadanos, así, esta misma autoridad debía tener en cuenta las costumbres y el Mos Maiorum (tradición ancestral) la cual nunca podría legitimar un gobierno tiránico que perjudicara a la propia república.






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[1] Abogado de la PUCP y egresado de la maestría en filosofía de la UNMSM.
[2] Al fallecer el rey y no haberse elegido a su sucesor, las facultades del mismo recaían en los propios miembros del senado, quienes, tomando turnos, actuaban como interreges.
[3] Cabe notar que el senado, conforme lo indicaba la tradición romana, fue establecido por el mismo Rómulo, quien al fundar roma instauró el concilio de los miembros más ancianos de los clanes, y por ende los más sabios, los senatores.
[4] Conservar la libertad y agrandar la república
[5] Mommsen, Theodor. History of Rome. Traducido del alemán por William Purdie Dickson. Richard Bentley & Son. Londres. 1894. Vol. I Pág. 313.
[6] El Rex, también era el Pontifex Maximus
[7] Livius, Titus. The History of Rome. Traducido por George Baker. Peter A. Mesier Collins & Co. 1823. Libro I, LVIII. Pág. 95.
[8] Mommsen. Op. cit, 316.
[9] El termino latino Dignitas refería la condición de honor que tenían los senadores en función de su cargo y del valor personal que los había hecho merecedores al mismo. La dignitas, por tanto, no era inherente, era ganada por meritos.
[10] A legal History of Rome. George Mousourakis. Routledge. New York. 2007. Pág. 7.
[11] Según el mismo Mommsen, esta expulsión de los monarcas y su cambio por magistrados con cargos sujetos a temporalidad, habría sido un movimiento generalizado en toda la región.

jueves, 7 de julio de 2011

ESTADO LAICO Y PLURALISMO







Gonzalo Gamio Gehri




No cabe duda que, en nuestro país, el catolicismo conservador se ha afianzado con singular fuerza. Sus exponentes asumen los cargos eclesiásticos más altos, y muchas de sus convicciones se han convertido en una suerte de “sentido común” en un sector importante de nuestra “clase política”. Esta es una forma de describir este fenómeno. Veo que en la inauguración del llamado “Cristo del Pacífico” – en presencia del Presidente de la República y de la jerarquía católica - se saluda la imagen con un “¡Que viva Cristo Rey!”, el grito falangista que trae tan amargos recuerdos en España por evocar la fuerza y la intolerancia del franquismo. Leo que Fernán Altuve – en una columna de Correo describe la terrible guerra civil española como una “cruzada de liberación”, cuando se trató de una cruenta guerra que registró crímenes sanguinarios de ambos lados: encuentro cuestionable describir un hecho tan doloroso como una gesta caballeresca. En fin, para evocar un caso más pintoresco, curioso y gracioso, el presidente en funciones llama “anticristos” a quienes critican su gestión.

La libertad de expresión propia de una democracia permite que cada uno pueda brindarle su lealtad a ideas de diverso cuño y calidad, siempre y cuando no de lesionen la ley y las instituciones que hacen posible la coexistencia social. Uno puede tener ideas en extremo extravagantes o incluso falsas. Uno puede pronunciar gritos falangistas y hacerlos pasar por expresiones de fe, entonar extrañas elegías a remotos y malogrados imperios, o denominar “cruzadas” a lo que fueron insurrecciones militares o guerras fratricidas. Incluso puede suceder que un político pueda usar el vocabulario bíblico para defenderse de sus críticos. Lo que uno no puede hacer desde el ejercicio de la función pública – conforme a lo argumentado en un post anterior, que generó un iteresante intercambio de ideas – es descalificar como “absurdas” o “primitivas” las creencias religiosas que uno no comparte, como el culto a los Apus.

Por supuesto, existen espacios para la discusión racional en materia teológica y religiosa (y también, por si surge la pregunta, uno puede encontrar foros para cuestionar los alegatos presidenciales, y las lecturas épicas que hemos reseñado), pero ellos no pertenecen al Estado. Necesitamos espacios propicios para discutir los asuntos éticos y espirituales en una perspectiva intelectual, escenarios de sociedad civil. Siguiendo con el ejemplo señalado, considero que el tipo de espiritualidad conservadora (al menos en algunas de sus versiones conocidas en nuestro medio) tiende a privilegiar la forma sobre el fondo, que se trata de una espiritualidad que a menudo quiere rituales de sacrificio antes que misericordia, que a veces asume con facilidad el pathos del Gran Inquisidor de Dotstoievski: considérese el discurso común de los exponentes de la derecha religiosa que actúan en la arena política en materia de derechos humanos, memoria, libertad de pensamiento y autonomía universitaria. Pienso que (como Gianni Vattimo ha mostrado en uno de sus libros más rigurosos) no se ha reparado lo suficiente en la radical convergencia entre el espíritu del cristianismo y el proceso de secularización. Pero no creo en absoluto que la instancia política deba recoger este u otro punto de vista sobre la cuestión religiosa para convertirlo en “oficial”. Al Estado democrático sólo le corresponde garantizar la libertad de culto, y que existan espacios de diálogo abierto sobre aquello que asigna o priva de sentido la vida.

Al Estado democrático le toca proteger las condiciones de pluralismo ético y religioso en la sociedad, sobre la base de un sistema de derechos. Que las personas y las comunidades puedan practicar y compartir (así como revisar y discutir) sus creencias sin ejercer o padecer violencia de ninguna clase, en espacios extra-estatales. Ciertos creyentes con una mentalidad más conservadora creen que el Estado tendría que promover institucionalmente una confesión en desmedro de otras, acaso por ser mayoritaria. Esta claro que ese tipo de consideraciones viola el principio de igualdad, pues el Estado debe tratar en igualdad de condiciones a cada uno de los ciudadanos, cualquiera sea su credo o si fuera el caso de que ellos no tuviesen creencias religiosas. No se trata de favorecer institucionalmente a las creencias de la mayoría, sino de respetar los derechos de cada uno. A veces los ideólogos antiliberales sostienen máximas ridículas como “no imponer (una religión en desmedro de otras) es imponer (la increencia, el agnosticismo o el ateísmo)”. Pero esta aseveración no tiene ni pies ni cabeza. Sostener que las imágenes religiosas no deben estar presentes en los escenarios del Estado no es expresión de “cristofobia”, como ha sugerido tendenciosamente un extravagante e hiperbólico artículo de Martín Sativañez. Nada de eso propone una genuina actitud liberal. Se trata de ofrecer espacios fuera de la coerción estatal para el cultivo de la fe y la discusión crítica sobre lo trascendente, sin que el Estado patrocine un sistema de creencias particular.

En la misma línea de la escuálida máxima citada, los enemigos del Estado laico sugieren que si el Estado no patrocina determinadas prácticas religiosas asociadas a un único credo - a una única concepción de lo "sagrado" -, estas prácticas se verían condenadas a debilitarse y a su eventual desaparición. Ese punto de vista catastrófico entraña una forma grotesca de agitación y propaganda ideológicas, y nada más. Esta sugerencia revela la pobreza de su fe en la fuerza de tales prácticas ¿Cuán “popular” es entonces la religiosidad popular? Estos defensores del Estado confesional no confían en la convocatoria y la fuerza espiritual de sus Iglesias – por no hablar de sus propias almas – si creen que sólo el respaldo del Estado podrá asegurar la preservación y transmisión de las prácticas de fe.

La alternativa al Estado confesional no es la "ausencia de valores", sino el pluralismo. La afiebrada imaginación conservadora hace ver a los liberales como presuntos militantes "nihilistas", aspirantes a sepultureros de los valores eternos. Se trata de una vieja lectura - muy vieja, en realidad -, típica de los manuales pre-conciliares, que veían en el "modernismo" la fuente y la suma de todos los males; habrá cambiado la metodología y el estilo literario, pero la prédica ideológica antiliberal es la misma. Toda la parafernalia vitalista o postmoderna empleada no impide ver las letras góticas. Lo cierto es que la existencia de un Estado laico no supone la des-espiritualización del mundo, o la progresiva desaparición de los “valores trascendentes”; ello supone menospreciar el trabajo de las Iglesias y las comunidades religiosas (además de reducir erróneamente el horizonte de los “valores trascendentes” al ámbito de la religión). En el seno de una sociedad pluralista las Iglesias y comunidades podrían incluso llegar mejor y con mayor claridad a sus fieles, ya sin el efecto deformante que puede generar (y que con frecuencia ha generado de facto) la intromisión del Estado en los asuntos del espíritu. Este anhelo de control político sobre las creencias revela un profundo miedo a la libertad.

La historia del liberalismo ha puesto de manifiesto las formas letales de autoritarismo y violencia que genera la imposición de un solo credo (el del “monarca”), aquello que Lessing denominaba “la tiranía del anillo único”. Las diferentes expresiones de autoritarismo político imponen la prédica altisonante y teatral de sus formas de totalitarismo ideológico: éstas a veces son religiosas (Franco, el integrismo islámico) o ateas (Stalin). Imponen un monismo ideológico. Piénsese en la difícil situación que atraviesa la Iglesia católica – por poner solamente un ejemplo - en sociedades comunistas como China, Cuba, e incluso en regímenes verticales y populistas como los de Bolivia bajo Morales y la Venezuela chavista, que hoy en día se relacionan conflictivamente con ella. Una mentalidad liberal, en contraste, promueve la defensa de la tolerancia y la libertad religiosas. Justamente en ese camino conceptual Natán el sabio de Lessing pone lúcidamente de manifiesto la coexistencia equilibrada de pluralismo y espiritualidad.

sábado, 2 de julio de 2011

EL IMPERIOSO DESTINO





Gonzalo Gamio Gehri


He comentado en más de una ocasión que el corazón de la cultura ética griega reside en su literatura, que la filosofía griega es ‘acto segundo’ que la supone como trasfondo, que por tanto una aproximación al pensamiento práctico de los griegos centrada exclusivamente en la filosofía es irremediablemente unilateral y limitada: que quienes postulan un extraño “retorno al mundo clásico” – aunque pretendan beber de Platón o de Aristóteles, a pesar de que a menudo no es el caso (la baja edad media y su modelo teológico-político suelen ser su no tan secreto referente) - padecen de una peligrosa hemiplejia conceptual. Sin Homero y Hesiodo, sin la tragedia y la comedia, el espíritu clásico brilla por su ausencia.

Es impresionante constatar la riqueza del legado conceptual griego – su comprensión de la deliberación práctica, de las pasiones, del escenario vital, la profundidad y el colorido de su politeísmo – en el conocimiento de la ética. La complicada dialéctica entre lo que puede ser planificado y lo que ejerce resistencia ante nuestras reflexiones, proyectos y deseos. En lo personal, no he encontrado una imagen más compleja de la condición humana y de sus conflictos, y llama la atención cómo esta imagen está ya parcialmente (pero magníficamente) retratada en sus desarrollos “iniciales”. La Iliada constituye un buen ejemplo de lo que vengo diciendo.

La moira – el destino – constituye la “parte” que le corresponde a cada uno según su condición y vida. Se despliega invisible ante los ojos humanos hasta que, en la hora postrera, les muestra su rostro. Los agentes sólo pueden aspirar a una ‘buena vida’ siendo juiciosos en la deliberación y eligiendo la correcta medida para cada cosa. A veces el poeta se refiere a lo Inexorable, la propia Madre del Destino, la Implacable Necesidad (Anánke), como el “destino fuerte” (μορα κραταιή). Se trata de aquello que no puede ser de otro modo, como en el hombre el morir. No podemos evitar la muerte, pero sí podemos decidir – sobre la base de esos límites – cómo vivir y, en ocasiones, cómo morir. A qué entregarle la vida y cómo afrontar la muerte.

En el canto XIX de la Iliada, Homero cuenta cómo – muerto Patroclo – Aquiles elige deponer su furia contra Agamenón y volver al campo de batalla. Anhela hacerle pagar a los troyanos la muerte de su amigo más querido. Hefesto ha forjado para él una nueva armadura, brillante y recia. No ha probado alimento ni bebida, sólo desea combatir. Atenea ha destilado ambrosía en su organismo – a solicitud del propio hijo de Cronos – para que no padezca hambre y sus fuerzas no lo abandonen ante el enemigo. Aquiles y el Atrida han dejado atrás su rivalidad y el ejército aqueo celebra el regreso del héroe a la guerra. Se ha colgado la rígida espada al hombro y se ha calado el yelmo en la cabeza. Se dirige ahorra a sus caballos, Balio y Janto, que lo esperan en el carro de batalla. Les pide – como compañeros de mil combates – que le permitan volver entero al campamento argivo. Sus corceles lo miran, esperando la orden de partida.

De pronto, sucede algo extraordinario, que acusa la presencia de lo divino. Hera le otorga voz humana a Janto, que sacude la crin y habla de este modo a su amo:


“Todavía esta vez te traeremos a salvo, vigoroso Aquiles. Pero ya está cerca el día de tu ruina. Y no somos nosotros los culpables, sino el excelso dios y el imperioso destino. No ha sido por nuestra lentitud o indolencia por lo que los troyanos han quitado a Patroclo la armadura de sus hombros. El dios más bravo, a quien dio a luz Leto, de hermosos cabellos, lo mató delante de las líneas y otorgó la gloria a Héctor. Nosotros dos podríamos correr como el soplo del Zéfiro, que dicen que es el más raudo de los vientos. Pero tu destino es sucumbir por la fuerza ante un dios y ante un hombre” [1]


Luego Homero señala que las erinias “le privaron de voz humana” (como se sabe, las erinias, servidoras de Díke – la Justicia – deben guardar que cada cosa en el universo ocupe el lugar que le corresponde y cumpla la función que le toca. Janto ha aludido a Anánke como causa de la inminente desaparición del héroe – la expresión que usa es precisamente μορα κραταιή -. No obstante, Aquiles conoce su propio destino y no pretende negarlo ni entregarse a la aflicción.


“¡Janto! ¿Por Qué me auguras la muerte? No te hace falta bien sé también yo mismo que mi destino es perecer aquí, lejos de mi padre y de mi madre. Pero, a pesar de todo, no pienso parar hasta saciar a los troyanos de combate” [2).



Dicho esto, el guerrero se dirige veloz al frente de batalla.










(La imagen ha sido tomada de aquí).






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[1] Iliada XIX, 408-417.

[2] 420-3.