lunes, 27 de junio de 2011

EL EXTIRPADOR DE IDOLATRÍAS




Gonzalo Gamio Gehri

Hemos estado discutiendo el principio según el cual una democracia liberal exige el respeto irrestricto del principio de separación entre el Estado y las instituciones religiosas, que, en tal forma de pensar y llevar la vida común, los gobiernos – en la persona de sus autoridades – no deben pronunciarse sobre la validez o la corrección de determinadas creencias sobre lo divino. El Estado liberal tiene que custodiar la libertad de cultos y garantizar la observancia de un ‘pluralismo razonable’ en lo que respecta a las tradiciones que reflexionan sobre la fuente de sentido de la vida y se comprometen con una forma particular de “vida buena”. El problema de la existencia o carácter de esta fuente corresponde a otras organizaciones (Iglesias, comunidades, asociaciones voluntarias), no a la instancia política, y a los propios creyentes (o no creyentes).
Las autoridades políticas deben abstenerse de cualquier intromisión en el aspecto espiritual de la vida de los ciudadanos que involucre sus creencias personales sobre el sumo bien o lo divino. Menos aún puede intervenir sobre estas creencias como si la “corrección” de éstas fuese objeto de políticas públicas. En esta línea de reflexión, las recientes declaraciones del presidente García en un programa de televisión, en las que califica ofensivamente de “ideologías absurdas” las creencias en los Apus que suscriben los habitantes de las comunidades altoandinas, viola expresamente un precepto democrático fundamental, a la vez que constituye una falta de respeto a las convicciones de muchos peruanos. El mandatario considera incluso que es preciso derrotar esta antigua tradición con “más educación”.
“En tercer lugar derrotar las ideologías absurdas, panteístas, que creen que las paredes son dioses y el aire es dios. En fin, volver a esas formas primitivas de religiosidad donde se dice no toques ese cerro porque es un Apu, porque está lleno del espíritu milenario y no sé qué cosa. Bueno, si llegamos a eso, entonces, no hagamos nada, ni minería. No toques a esos peces, porque son criaturas de dios y son la expresión del dios Poseidón. Volvemos a ese animismo primitivo. Yo pienso que necesitamos más educación…”.
Alan García considera “falsas” y “primitivas” las ideas de los campesinos de la sierra peruana que identifican determinadas formas naturales con la presencia de los espíritus. En una entrevista en la que habla en calidad de Presidente de la República, García se pronuncia en torno a la “corrección” de las convicciones de sus conciudadanos acerca de la relación con la naturaleza y con lo divino.
“La población (…) dice ‘no me toquen esta zona porque es un santuario’…yo me pregunto: ¿Santuario de qué? Si es un santuario de medio ambiente, santo y bueno. Pero si es un santuario porque allí están las almas de los antepasados, oiga, las almas de los antepasados están en el paraíso seguramente, no están allí”.
Increíble. García supone haber corrido el velo de todo misterio espiritual para mostrar cómo son (realmente) las cosas (“oiga, las almas de los antepasados no están allí”). El Presidente propone superar este modo “animista” de pensamiento en nombre de una presunta verdad religiosa (“las almas de los antepasados están en el paraíso”). Más allá de lo que cualquiera de nosotros piense acerca de esta cuestión sobrenatural (el paradero de las almas) – puesto que cada uno de nosotros tiene alguna posición al respecto -, lo cierto es que García está interviniendo en un tema muy delicado, que no concierne al ámbito de competencia como funcionario público. De hecho, se ocupa del tema de una forma que revela hostilidad, ignorancia y una nula sensibilidad para con el pensamiento ajeno. El ministro de cultura, que es antropólogo (A propósito ¿Dónde está?), debería darle algunas lecciones respecto de la cultura y de las creencias tradicionales de muchos peruanos.
Pero el mismo servidor público que se refiere de una manera tan despectiva a la espiritualidad de los Apus es aquel que ha impuesto en el Morro Solar de Chorrillos la imagen de un Cristo – el llamado “Cristo del Pacífico” – que parcialmente habría financiado (en colaboración con una empresa brasileña que habría suscrito importantes contratos con el Estado). Pese a que algunos vecinos han pedido explicaciones por la medida, el presidente García ha decidido erigir el monumento del Cristo en un espacio público, y acaba de inaugurarlo en una ceremonia pública al lado del cardenal (quien ha señalado – acaso en consonancia con alguna forma pretérita de ‘pensamiento único” – que “ojalá que en cada cerro y en cada monte de nuestro país haya un Cristo”. Sin duda, tales expectativas no dejan mucho espacio para el cultivo del pluralismo). Por un lado, el presidente García desautoriza como absurdas ciertas creencias religiosas (a las que juzga como una expresión de ‘falta de educación’ de la gente de la zona), por el otro, promueve, desde las potestades de su investidura civil, otras convicciones espirituales que asume como “correctas”. El talante antipluralista de estas acciones es evidente. García se comporta como una autoridad pre-liberal, como un monarca integrista y un severo extirpador de idolatrías. Estas cuestionables actitudes no tienen nada que ver con el espíritu de la democracia.
Esta clase de situaciones lesionan gravemente el principio de respeto a la diversidad y merman seriamente nuestra democracia (lesionan incluso, podría decirse, el principio de tolerancia implícito en el propio cristianismo - que sostiene que “el Espíritu sopla por donde quiere”-, pero esa es otra historia). A buen entendedor, pocas palabras.

viernes, 24 de junio de 2011

¿TRIUNFO DE LA MEMORIA?





Gonzalo Gamio Gehri


Hace unos días una nota del diario El País de España describía la victoria de Ollanta Humala como un “triunfo de la memoria”. Algunos analistas han cuestionado esta interpretación, aduciendo que la lucha de la memoria constituye una causa minoritaria, en contraste con las exigencias de inclusión económica o el anhelo de seguridad. Para intentar responder a esta pregunta – en torno a la valoración del asunto de la memoria, dado que constituye en todo caso uno de los motivos de la derrota del fujimorismo, no el motivo único – tenemos que pensar qué podría significaría un triunfo semejante antes que descender a un infecundo y estúpido ping-pong de meras opiniones. Recordemos que para los más importantes filósofos de la rememoración en el siglo XX – Benjamín y Adorno – la idea de la “victoria de la memoria” es en sí misma problemática: la memoria se refiere a la reconstrucción del pasado doloroso de las víctimas. La “conversión” de la memoria – asociada al testimonio de las víctimas – en “historia” – que supone escritura y una relativa impersonalidad en el manejo de fuentes - constituye en cierta forma su consumación y su aniquilación.

Cuando se invoca al “triunfo de la memoria” se quiere decir algo distinto, evidentemente. Alude al hecho que el recuerdo de los crímenes contra la vida que se perpetraron desde el régimen autocrático de Fujimori llevó a la mayoría de la población a rechazar – por un estrecho margen, es cierto – la candidatura de la hija. Es eso lo que está en discusión, si la memoria de las fechorías de Fujimori y Montesinos constituyó el motivo central de la derrota de Fuerza 2011. Resulta difícil saber si esto es así – al menos ahora -, por más que el tema de las esterilizaciones forzadas haya tenido un lugar especial en la última semana de la campaña. Sin embargo, la lucha entre la memoria de tales crímenes y la invitación a una suerte de “amnesia provocada” respecto de los mismos crímenes sí tuvo un lugar en la recta final de esta apretada y conflictiva justa electoral.

Los fujimoristas alegan que ellos tienen “su propia memoria”. Eso sí que es curioso. Pretenden que se trata simplemente de una “lucha de memorias contrapuestas”; de un lado, la de la defensa de derechos humanos, del otro, la de la “eficacia pragmática” que desde el autogolpe de 1992 rompió con la “pesadilla colectivista”. Lo cierto es que quienes postulan la necesidad de la recuperación pública de la memoria cuentan con un documento riguroso y detallado – el Informe Final de la CVR – que reúne 17,000 testimonios de víctimas, perpetradores y testigos, y ofrece un diagnóstico de la violencia en aquellos años. En la otra orilla, los apologistas del silencio (que intentaron difamar con sus malas artes a la CVR tantas veces) no tienen otra cosa que la mera convicción subjetiva; la de la ultraderecha y los predicadores del olvido no es siquiera una "memoria espuria o de baja intensidad", es burda propaganda y verborrea ideológica sin asidero histórico o testimonial ni trabajo académicamente consistente. Si pretenden refutar el Informe Final de la CVR, tendrían que elaborar una investigación seria, documentada y argumentada que pudiera medirse con él, y no apelar simplemente a las bravuconadas y a los infundíos de la prensa de alcantarilla.

La memoria de lo vivido en los años noventa ha jugado un rol en el debate político. El recuerdo de los crímenes del gobierno de Fujimori ha contribuido en parte a frenar el ascenso de la candidatura de su sucesora y a derrotarla en las urnas. Los comunicados firmados por los politólogos, historiadores, abogados labroralistas, médicos, escritores, etc., invocan sin excepción a la memoria para alertar a la población acerca de lo que significó el fujimorismo para el país en materia de corrupción y violación de derechos humanos. El recuerdo de las esterilizaciones forzadas de cerca de 300,000 mujeres pobres del Perú, planteadas y ejecutadas como políticas de Estado, fue decisivo para la debacle de la opción fujimorista. Ni los intentos del Arzobispado limeño por hacer a un lado el tema de las esterilizaciones en el debate público tuvieron efecto. Los intentos de Keiko Fujimori por tomar distancia de los delitos del régimen de su padre fueron tan pobres, tímidos e insinceros que no rindieron fruto alguno.

Si bien no puede decirse que el resultado de las últimas elecciones haya sido la expresión de un “triunfo de la memoria”. Sin duda, hubo otros puntos decisivos en la agenda política. No obstante, no tiene mayor sentido soslayar el lugar de la memoria en este debate (me remito nuevamente al comunicado de los politólogos y al de los historiadores). A veces se alega de que la causa de la recuperación de la memoria es “elitista” o “minoritaria” (cosa de “intelectuales”, "cívicos" o de “izquierdistas”). Habría que discutir si es así (sorprende que un 70 % de los peruanos esté en contra de un indulto a Fujimori en la última encuesta de Ipssos Apoyo), pero si ese fuere el caso, esta percepción no debería llevarnos a concluir falazmente que se trata de una causa falsa o que ella no merece la pena. Debería llevarnos a pensar la manera de difundirla y convertirla en un sólido foco de consenso racional. Esclarecer el pasado violento, establecer garantías de no repetición y reparar a las víctimas de la violencia constituye una causa justa, imprescindible – junto a otras causas justas – para afirmar una sociedad democrática. Vivimos en un país en el que existen cerca de cuatro mil lugares de entierro sin abrir, como resultado del conflicto armado interno. Quien considera que es preciso dejar el asunto de lado para “dejar las cosas como están” y “evitar reabrir viejas heridas”, suele hablar a título personal. No conoce la magnitud de aquellas heridas, y desconoce las razones reales por las cuales las víctimas prefieren recordar u olvidar.

martes, 21 de junio de 2011

LA VIOLENCIA DE LOS POLÍTICOS (CARLOS DEOCÓN)




En Lima muy poca gente sabe lo que está pasando en España con el movimiento de Indignados 15-M y sus conflictos con el gobierno y los partidos más influyentes de la península. Este movimiento declara estar interesado en promover una presencia mayor del ciudadano en la democracia española. Se trata de un fenómeno muy interesante que llama profundamente a la reflexión. Publico este artículo de Carlos Deocón aparecido en ese país, que me ha remitido mi amigo el jurista Alekssandar Petrovich. Deocón es un especialista en Derechos Fundamentales formado en la Universidad Carlos III. Encuentro su artículo sumamente agudo y valiente, aunque no necesariamente estoy de acuerdo con todos sus argumentos o con el uso de ciertos conceptos específicos. Se trata de motivar el diálogo sobre este tema. Todas las posiciones razonadas sobre un problema tan importante y complejo son bienvenidas en estye blog (G.G.).


LA VIOLENCIA DE LOS POLÍTICOS


Carlos Deocón Bononat


17-6-2011 La clase política acusa al 15-M de practicar la violencia. Pero muchas de las leyes que aprueba suponen una violencia ejercida contra la mayoría de la población, en beneficio de los más poderosos.

El jueves 16 de Junio España desayunó con la valoración políticos hacían de los acontecimientos del día anterior en Barcelona. Se hablaba de la violencia del movimiento de los indignados y se llegó a calificar de golpe de estado encubierto (expresión utilizada por el diputado de CiU Jordi Turull). El Movimiento 15-M ha logrado algo inesperado en la España del siglo XXI: Resucitar el debate político (no el meramente politiquero), que parecía muerto y enterrado en el país del consumismo, los realities y la Champion’s Leage. Resulta bochornoso que ese gran logro sea condenado por el aparato propagandístico del Régimen (los periódicos, las tertulias de bienpensantes, el pensamiento políticamente correcto) para dar carpetazo a la atinada y radical crítica que se ha originado a través de la Red, en los campamentos, las movilizaciones, las lecciones políticas que jóvenes y no tan jóvenes han protagonizado estas semanas pasadas. ¿De qué hablamos cuando hablamos de violencia?

Cuando alguien sabe que no podrá dar a sus hijos lo que necesita cualquier niño para desarrollarse sano y feliz. Cuando alguien duda de que pueda pagar la hipoteca o el alquiler de la casa que habita, y sabe que será desalojado de la misma. Cuando una persona de 20 años no encuentra trabajo, o una de 50 es despedido y sabe que su vida laboral ha terminado. Cuando alguna de estas situaciones, o todas ellas, se producen, entonces se está ejerciendo una terrible violencia contra esas personas. Una violencia sancionada por la Ley que dictan Sus Señorías.

Sus Señorías… Cuando unas cuantas personas se reúnen a puerta cerrada y deciden acerca del destino de todo un país, sin que los afectados puedan hacer nada más que esperar cuatro años para votar; entonces podemos decir que se ejerce la violencia política.

Violencia política es la completa impunidad de los políticos profesionales para beneficiar a los más poderosos (la banca, las grandes empresas prestadoras de servicios que una vez fueron públicos, las constructoras e inmobiliarias) y perjudicar al resto de la población.

Cuando los políticos profesionales se reúnen a comer o cenar en lujosos y discretos restaurantes con representantes de las empresas de telefonía móvil, farmacéuticas o la SGAE y toman decisiones que después aplican a todos los ciudadanos, eso es violencia política. Es violento porque no hay nadie allí presente para verificar los términos de la transacción que se lleva a cabo, los intereses corporativos y personales que motivan las decisiones, y que en el Parlamento (o Parlament, o Consell, o Pleno) se disfrazan de necesidad política y económica “para preservar los derechos de los ciudadanos y el interés común”.

Cuando las palabras dichas en el Foro Público no valen nada, entonces hay violencia. Son palabras inocuas que ocultan hechos violentos. Los parlamentarios, consejeros y concejales tienen el poder de ordenar nuestras vidas. Cuando su palabra es ley y ellos mienten, esconden los intereses de los poderosos y sus propios intereses tras el discurso del interés común, eso es violencia, una violencia brutal, contra la que nada podemos hacer, según las normas del juego que ellos mismos sancionan.

Violencia es cuando 300 señorías se sientan en sus escaños y deciden sin más debate que el de “quítate tú para ponerme yo” acerca de la vida de millones de personas. Ellos creen que debe ser así, y no pueden entender que varios miles de personas les impidan hacerlo durante un día. Tras los acosos de que son víctimas por parte de algunos indignados, los políticos profesionales de este país han comenzado a clamar contra la violencia. Hasta se ha llegado a hablar de golpe de estado encubierto.

La verdadera violencia es recortar un 10% el gasto público en Cataluña, o cualquier otro porcentaje o en cualquier otra parte del país. Es violento dejar a la gente sin una sanidad y una educación públicas de calidad. Es violento obligar a los ciudadanos a pagar a empresas privadas para que sus hijos reciban una buena educación y tenga una buena salud.

Es sumamente violento recortar las prestaciones sociales de los trabajadores desempleados. Cada mañana, delante del espejo o de una taza de café, una persona en paro tiene miedo, es objeto de una violencia brutal que le impide vivir con dignidad. Esa violencia, le dicen al parado, es anónima. Pero no lo es. Tiene nombres y apellidos: los de la nómina del Congreso de los Diputados o del Parlament Catalán.

El verdadero golpe de estado es el que dieron en la Transición los poderes que hoy, imperceptiblemente y tras la mascarada de la democracia, nos gobiernan realmente. Los sucesivos gobiernos de Felipe González, Aznar y Zapatero encumbraron y consolidaron el poder del dinero, vendieron las empresas públicas, crearon oligopolios y fundaron imperios trasnacionales a partir de lo que era de todos los españoles. Privatizaron el país. A eso lo llamo yo robo. No es un robo con violencia tal y como lo define el derecho penal. Se trata de una violencia mucho más tenaz.

Porque los ciudadanos estamos inermes ante ella. El Tribunal Constitucional, que está en manos de los partidos políticos, ha sentado hace tiempo que los derechos económicos, sociales y culturales no vinculan a los poderes públicos. Que el derecho a la vivienda, a la salud, a la educación o al trabajo, no pueden ser exigidos ante el Poder Judicial, y que su realización depende de la voluntad de los políticos elegidos democráticamente. Lo cual es tanto como decir que depende de las negociaciones que nuestros representantes corruptos realizan con Endesa, Sanitas, Florentino Pérez o la Iglesia Católica.

A eso lo llamo yo violencia.

Es una violencia mucho más deshonesta que la que algunos indignados ejercieron frente al Parlament. La violencia de unos pocos de esos indignados es condenable y parece fruto de la impotencia, del abuso, de lo absoluto que resulta el poder político. Eso si no se trata, como sugieren los portavoces del M-15, de una provocación externa al propio movimiento.

Pero la violencia que ejercen los poderosos económicos y sus Señorías es una violencia mucho más antigua. Es la violencia primigenia por la que un componente de la antigua tribu igualitaria se apropia de una parte del territorio que disfrutan todos y la pone a su exclusivo servicio. Al cabo de un tiempo, quienes antes usaban libremente de los bienes de la tierra, deben trabajar para el nuevo dueño si quieren comer, beber y pasear por la tierra que no era de nadie, que era de todos. ¿Cómo pudo aquel antepasado violento cometer ese robo, ejercer esa violencia impunemente sobre sus congéneres ya desiguales? Porque ostentaba el poder político, o quienes lo oficiaban recibían prebendas del usurpador.

¿Les suena de algo? Nuestra democracia es sólo un disfraz de la violencia. O una forma de violencia implacable: los políticos la ejercen con la legitimidad de las urnas. “Yo ejerzo la violencia legítimamente, luego tú debes callar y aceptar. Las cosas son así”.

La verdadera democracia, la verdadera legitimidad, nace de saber que todas las personas verán realizados su derecho a una vida digna. Eso significa que cuando sus Señorías deciden acerca de nuestras vidas, todos y cada uno de los ciudadanos podemos contradecirles, en las instancias de decisión, en los tribunales (el Constitucional debe ser un Tribunal de todos y para todos) o en la calle.

El enfado ante lo que ocurre no debería ser calificado como “violencia” por los violentos que nos gobiernan. Pero ellos tienen miedo. No temen que los indignados violentos vayan a hacerles algún mal físico. En realidad, nadie (más allá de una puntual obnubilación) les desea ningún mal. Y ellos lo saben.

Lo que temen los políticos profesionales es que la gente despierte, que exija una verdadera democracia. Que se les acabe el chollo. Que por fin, después de 35 años de mascarada, la violencia política sea sustituida por una verdadera democracia. Ellos querrían que siguiéramos jugando al juego en que siempre ganan, donde ponen las normas y hacen las trampas. Pero eso no va a ser posible por mucho más tiempo.

miércoles, 15 de junio de 2011

EL FALSO RECONOCIMIENTO






Gonzalo Gamio Gehri





Las pasadas elecciones han mostrado a cabalidad las heridas abiertas que tiene el país, o al menos, parte de él. Una investigación del diario español El mundo, así como un artículo de Nelson Manrique y otro de Marco Sifuentes, han dado a conocer las diversas manifestaciones de discriminación y encono por razones de raza y “clase” contra aquellos peruanos que votaron a favor de Humala (o en contra de Keiko Fujimori). El mundo cita una página denominada Vergüenza democrática, desde la cual se denuncia a los usuarios de espacios electrónicos en los que se dirigen frases agraviantes contra el sector de la población que presuntamente le cerró las puertas del gobierno a su candidata.


"Espero que Chile bombardee al Perú. Que se jodan y se queden sin nada. Misios (pobres) de mierda", escribe en las redes sociales de Internet una joven que no es ninguna chilena fanática, sino una peruana indignada porque Ollanta Humala ganó las elecciones y será el próximo presidente de su país.



Ojalá se destruya Machu Picchu, para que no tengan con qué comer", añade otro usuario, en una "antología" de frases racistas hecha por la página Vergüenza Democrática, que cuestiona ese tipo de comportamientos”.




No se trata de gestos de intolerancia aislados o escondidos. En otra cuenta de Facebook se invita a quemar los libros de Mario Vargas Llosa, el premio Nobel de literatura que “osó” apoyar a Humala: a la usanza de Torquemada y otros fundamentalistas, estos muchachos extremistas prefieren incinerar libros antes que leerlos. Recordemos que algunos medios de prensa conservadores se expresaron de manera ofensiva contra el novelista en repetidas ocasiones. En diversos espacios virtuales se atribuye la derrota de los Fujimori a la alianza entre el “rencor” de ciertos grupos de izquierda, la animadversión de Vargas Llosa, y lo que consideran la “ignorancia” (¿?) de sectores populares provenientes del interior del Perú. En algunos blogs se sugiere que Keiko Fujimori debió ganar, porque – entre otras cosas - contaba con la mayoría del voto limeño, que presuntamente concentraría el voto de las “clases” ‘cultivadas’ y ‘prósperas’ del país. A mucha gente le pesa un triunfo que proviene de la voluntad de una mayoría provinciana; le pesa el principio democrático “un ciudadano, un voto”. Se percibe un clima de agudo resentimiento fundado en un rancio y absurdo imaginario jerárquico pseudo-colonial. El resultado, como podemos constatar en la nota de El mundo, como en los textos de Manrique y Sifuentes, es una expresión de irracionalidad, de violencia verbal, en la que prácticamente se le niega al otro la condición humana en razón de su apariencia, su color de piel, su condición social o su grado de instrucción.


Debemos combatir esta forma de violencia y de falta de reconocimiento. Lo que sucede en las redes sociales es deplorable. Es cierto – dicho en honor a la verdad – que muchos usuarios que son críticos del fujimorismo acusaban a sus adversarios de ser “cómplices de la corrupción de los noventa”, y que esto puede constituir una forma de estigmatización moral, pero esta forma de agresión, con todo, podría ser contestada recurriendo a argumentos, en tanto una generalización ilegítima puede ser desenmascarada y ridiculizada. Los ataques fundados en la raza o en el origen social, en contraste, son estríctamente injustos, pues apelan a aquelllo que no constituye propiamente un asunto de deliberación y elección, así como apelan a formas particularmente siniestras de intolerancia y estigmatización parasitarias de una ideología falsa y destructiva. Quienes discriminan de esta manera le asignan falazmente un valor (por demás falso y denigrante) al elemento racial y al factor socioeconómico. Piénsese en las lamentables columnas de Bedoya Ugarteche, y su no menos lamentable premio internacional al racismo. Las formas de discriminación son inaceptables en una sociedad libre. Muchas veces estas expresiones entrañan un insano y funesto odio a uno mismo. El agresor tiende a odiar en el otro lo que odia en sí mismo: sucede a menudo con el racismo, y también pasa con otras lacras ideológicas que producen formas de falso reconocimiento, como el machismo y la homofobia. Tiene que ser terrible verse sumido en el círculo vicioso del prejuicio y el autodesprecio, descubrir al más encarnizado enemigo dentro de la propia alma, o en el propio rostro. Una situación tan trágica como patética.


Esta circunstancia muestra de modo patente los conflictos que padecemos como sociedad, y que muchas veces nos negamos a mirar (en el estricto sentido de la “ceguera voluntaria” descrita por Esquilo y Sófocles). Ya los estudios del recordado Carlos Iván Degregori señalaban lo difícil que resultaba a tantos peruanos reconocer el valor de la diversidad en el otro, en el entorno o en sí mismos.


Muchos de nosotros mismos, si bien reconocemos la diversidad cultural, étnica y racial porque nos la cruzamos en las calles, o en nuestra propia casa, o en nuestro propio cuerpo, tenemos dificultades para aceptarla como positiva.”[1]




Este argumento lo encontramos asimismo en el Informe Final de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación. Como se ha demostrado y documentado, durante el conflicto armado interno la agresión física contra las víctimas se veía acompañada con frecuencia del agravio racial y social. La CVR considera que el proceso de reconciliación no podrá llevarse acabo en el Perú si sus habitantes no renunciamos a la idea de identificar la diversidad racial, cultural lingüística y confesional como un obstáculo para la concreción de un proyecto común y de un genuino sentido de ciudadanía. No es casualidad que muchos actuales apologistas del olvido y el silencio en materia de violaciones a los derechos humanos hayan invocado – para referirse a nuestra identidad colectiva - el nocivo ideal conservador de la monocultura, implícito en el indeterminado discurso reaccionario del “mestizaje” o incluso en la oscura retórica de la “síntesis viviente”. La derecha política y religiosa ha pretendido afianzar una imagen monolítica y ficticia del país tanto como han procurado imponer desde el Estado una 'memoria usurera' que garantice la impunidad de los perpetradores: su fracaso en esta campaña ha reducido a escombros ese programa de acción.


El reconocimiento del otro sigue siendo un desafío fundamental para nosotros si de verdad queremos construir una auténtica comunidad política. Lo ocurrido con las elecciones y las formas de violencia simbólica que se han desatado con su desenlace son prueba de ello.





[1] Degregori, Carlos Iván “Perú: Identidad, nación y diversidad cultural” en: Heise María (ed) Interculturalidad. Programa FORTE-PE/ Ministerio de Educación: Lima,2001 Lima pp 88 – 89.

viernes, 10 de junio de 2011

ALIVIO







Gonzalo Gamio Gehri







El proceso electoral ha concluido ya, gracias a Dios. Tengo que decir que siento alivio por el resultado. Alivio más que algarabía. No voté por Humala en primera vuelta, pero lo he apoyado desde aquí en la segunda vuelta. Me parece que ha llevado bien su campaña, que ha afinado su discurso y que ha convocado a gente inteligente y valiosa, que inspira confianza. Lo que más me satisface es que se ha vencido – aunque por poco – al fujimorismo, a pesar de que la candidatura de Gana Perú tuvo a prácticamente toda la prensa escrita en contra (y a toda la TV) y de haber contado con la intromisión reiterada del Presidente García y del Cardenal Cipriani, personajes que debieron observar rigurosamente el principio de neutralidad en un período de elecciones.


Como he señalado, un eventual retorno del fujimorismo al poder habría significado un funesto mensaje de impunidad y tolerancia ante la corrupción y las violaciones de derechos humanos, luego de que un ex presidente ha sido condenado por un tribunal independiente a causa de su participación en la comisión de tales delitos. Tanto Keiko Fujimori como sus principales compañeros de partido y socios calificaron como “errores” estos crímenes, y sólo reconocieron el carácter delictivo de tales actos – e improvisaron una tímida “petición de disculpas” – en la etapa final de la campaña, cuando quedaba claro que un deslinde con el régimen de su padre constituía una condición imprescindible para tentar lograr la Presidencia del Perú. La inclusión en el debate público del oscuro tema de las esterilizaciones forzadas – que un extraño comunicado arzobispal intentó soslayar en las últimas semanas – cuestionó severamente la posición del fujimorismo en temas de derechos humanos, y las terribles declaraciones de Jorge Trelles y Rafael Rey sellaron el fracaso de esa aventura política. Esta situación ha puesto de relieve que las cuestiones de ética pública (corrupción, observancia de la democracia, derechos humanos) han cumplido un rol importante en los debates de la campaña – a nivel de las fuerzas políticas y de la opinión pública – al lado de temas no menos importantes como la conducción de las políticas sociales y económicas o las condiciones de gobernabilidad.


Considero que la derrota del fujimorismo ha supuesto hoy la derrota de un cuestionado proyecto de (re) confesionalización del Estado y de diferentes espacios de la sociedad; Raúl Tola ha descrito este proyecto en un artículo titulado El peligro de una teocracia, la disposición del fujimorismo a jugar en pared con el ultraconservadurismo religioso – nuevamente revísese el comunicado cardenalicio a favor de sacar el tema de las esterilizaciones de la conversación cívica – y darle un gran espacio (completamente extraño en un Estado democrático y laico) en materia de salud y de educación, y quizá en líneas generales de conducción del Estado (véase la nota de El País sobre la discutible intervención de las Iglesias en la campaña política peruana). El intento de formar, dice Tola, “ un gobierno donde la necesaria separación entre Estado e Iglesia pasará al olvido, y muchas de las políticas nacionales serán dictadas a partir de un dogma único e incontestable. Una teocracia”. La publicidad de Keiko Fujimori en Puno – donde aparecía acompañada por una imagen de la Virgen de la Candelaria – parecía sugerir que se trataba de poco menos que de “la candidata de Dios”. Y los desvaríos de ciertos blogs y otros medios fujimoristas parecían respaldar aquella estrafalaria sugerencia. Quienes vestían con esos ropajes espirituales a ese grupo político pretendían soslayar el caso de las esterilizaciones y otros atropellos contra la vida humana perpetrados bajo el fujimorato. Ahora que las aguas han vuelto a su nivel, esos proyectos de tutelaje se van replegando (por ahora) y los alegatos religiosos retornan a los espacios de la fe y las asociaciones voluntarias organizadas en ese ámbito, en el marco de las exigencias de una sociedad plural y de un Estado laico.


El resultado de las elecciones produce tranquilidad luego de una campaña virulenta. Pero, cuidado, el alivio no supone la suspensión de la crítica. La victoria de Ollanta Humala, aunque esperanzadora, no extingue las dudas que existían en torno a un eventual gobierno suyo. Tampoco se han disipado las dudas que giran en torno a su trayectoria. El ganador debe saber que el apoyo que le han dispensado muchos ciudadanos se debe a los compromisos que ha contraído con el país en lo referente al respeto del Estado de derecho, la negativa a la reelección y la propuesta de un gobierno de concertación. El presidente electo debe saber que los ciudadanos estaremos pendientes de que cumpla con la palabra empeñada.

domingo, 5 de junio de 2011

UN VOTO DE CONCIENCIA (G. GUTIÉRREZ)










Gustavo Gutiérrez M.




En estos días, se ha dicho y repetido –con toda razón- que el voto del domingo debe ser un voto de conciencia. Hay que reconocer que el clima electoral, tal como lo estamos viviendo, no lo hace fácil. Favorece, más bien, lo emocional e intempestivo, la disputa personal con su corte de acusaciones, las imprecisiones, o indiferencia, acerca de hacia donde se quiere enrumbar el país, la miopía que se enreda en la coyuntura y no alcanza a ver lo estructural, una de cuyas expresiones es la institucionalidad democrática que todavía no se repone de los golpes que recibió en años anteriores. Clima que, además, obnubila en muchos la memoria, sin la cual personas y naciones discurren por un presente asumido en forma superficial, y está sujeto a retrocesos.

No debemos olvidar, sin embargo, que la palabra conciencia tiene dentro de ella el término ‘ciencia’, conocimiento, saber. Por ello, es tradicional, en el campo de la ética, decir que la conciencia debe disponer de un básico análisis de la realidad, y de los criterios necesarios para hacer un correcto discernimiento en una situación determinada, sobre todo, en decisiones que implican metas de mediano y largo plazo, valores, sentido y reconocimiento del otro. Supone también ir más allá de los intereses propios, particularmente cuando afectan los derechos de los otros. Lo acaba de recordar el comunicado de la conferencia episcopal peruana: “es el momento de pensar no solo en los beneficios individuales o grupales, sino en el desarrollo integral de toda nuestra sociedad” (“Confianza y esperanza en el Perú”, n.5). Un crecimiento económico que no beneficie al conjunto de la población no contribuye a un auténtico desarrollo humano.

Un voto de conciencia, así entendido, choca con viejos hábitos nacionales que es necesario confrontar y superar. Estilos que vienen precisamente de la in-conciencia de muchos ante la situación de los pobres y socialmente insignificantes de nuestra sociedad. Son aquellos que desde hace décadas, frente a la pobreza y exclusión de tantos, acostumbran a decir que es una situación que ‘no se arregla en una semana’, cosa que se comprendería si no fuera porque esas décadas estuvieron conformadas, como es natural, por numerosas semanas… ¿Cuánto tiempo más hay que esperar para erradicar la pobreza? Precisemos que cuando hablamos de esa situación inhumana e injusta que es la pobreza, no aludimos solo a lo económico –sin negar su importancia-. tenemos en mente que se trata de una condición compleja con dimensiones sociales, culturales, raciales y otras. Esos diferentes factores dan lugar a desigualdades intolerables. Los que las padecen pueden ser susceptibles, dadas sus necesidades, de convertirse en víctimas del clientelismo, con el riesgo de poner entre paréntesis sus derechos a una vida digna. Se configura, de este modo, una situación inaceptable para una conciencia humana y cristiana (“la Iglesia es abogada de la justicia y de los pobres”, dicen Benedicto XVI y la conferencia episcopal de Aparecida).

Un voto de conciencia significa, entonces, votar por la construcción de una sociedad en la que la dignidad humana y la libertad de todos sean respetadas; y que incluya, prioritariamente, a aquellos a los que no se reconoce “el derecho a tener derechos”, según la conocida y aguda expresión de H. Arendt. Sin justicia no hay paz permanente, una paz que no hay que confundir con la que resulta de una pacificación impuesta. Ningún camino político o económico se justifica si elimina la ética de su horizonte. La política está al servicio del ser humano y, ante todo, de los pobres y necesitados, así como de la vida y la justicia, de otro modo vamos hacia una sociedad inhumana. Los evangelios refieren que durante el juicio a Jesús, Pilatos le formula la pregunta: “¿qué es la verdad?”, pero, enseguida, se marcha sin esperar la respuesta; el escritor Van der Meersch sugiere lo que habría dicho Jesús: “la verdad, Pilatos es estar del lado de los pobres”. Hay, sin duda, un soplo profundamente humano y evangélico en esta afirmación.

Líneas arriba decíamos que se debe tener criterios para discernir en la presente situación electoral, un criterio ético importante es votar a favor de los últimos de la sociedad, reconocerlos como personas llamadas a asumir las riendas de su destino. Y desde esa toma de posición forjar una convivencia social justa para todos.

Eso sería un voto de y con conciencia.




(Extraído de la página del IBC).

viernes, 3 de junio de 2011

“ENTRE LA ÉTICA Y LA ECONOMÍA”









Gonzalo Gamio Gehri






Entramos ya en la recta final de esta campaña electoral. Aparentemente, los peruanos tenemos una vocación por los dilemas, y el que configura esta (para muchos indeseable) segunda vuelta, se plantea – a juicio de algunos especialistas – entre las exigencias de la ética y la exhortación a la continuidad del actual modelo económico. Puede ser percibido como un conflicto excesivamente esquemático, pero puede ser útil explorar sus determinaciones.


La trayectoria histórica del fujimorismo es lamentable y oscura. La probada participación de Alberto Fujimori y de su entorno político más próximo (Montesinos, Hermoza Ríos, etc.) en actos de corrupción y violaciones de derechos humanos, los vínculos de su gobierno con el narcotráfico y con la venta de armas a las FARC, el compromiso del régimen con las esterilizaciones forzadas convierten esta alternativa política en una opción moralmente recusable ante los ojos de muchos ciudadanos. Las disculpas de último minuto de Keiko se revelan como malas estrategias electorales, dada su manifiesta inautenticidad, así como las actitudes de sus aliados (el trabajo de demolición que llevan a cabo los canales de TV y la mayoría de los medios de prensa escrita contra el candidato rival, el reciente comunicado del Cardenal Cipriani sobre las esterilizaciones – otra inadmisible intromisión suya en el proceso electoral, al tiempo que Keiko Fujimori sale en una foto con la Virgen de la Candelaria, para indignación del episcopado puneño -, el traspase del PPCuy a las filas del fujimorismo, las extravagantes especulaciones conspirativas de Tudela, etc.) se manifiestan como burdos intentos de manipulación del voto. Los esfuerzos por borrar la memoria de los delitos, o procurar atenuarlos con la funesta etiqueta de “excesos” constituyen la expresión de una actitud condenable.


El reciente lapsus de Keiko Fujimori en pleno debate - ella dijo que Milagros Maraví y Alejandro Aguinaga son personas intachables, como la mayoría de personas que trabajan a mi lado” – evidenciando que su inconsciente hace visible públicamente lo que ella misma sabe acerca de los fantasmas que la rondan. Quienes rechazan el fujimorismo en estos términos apelan a la idea de lo inaceptable. No se trata de cuestionar a la candidata invocando a un supuesto 'argumento genético', sino de recurrir a un argumento ético y político: su entorno está conformado por quienes participaron del régimen del padre y por quienes en muchos casos lucharon por encubrir sus fechorías. Un gobierno de la dinastía Fujimori entrañaría un pésimo mensaje de impunidad para el país.


Quienes apelan a la “necesidad” de continuar con la observancia de la ortodoxia del modelo económico temen que un eventual gobierno de Ollanta Humala detenga las inversiones extranjeras o intnte cambiar la Constitución, lesionando el proincipio de estabilidad jurídica que habría permitido o habría potenciado el reciente proceso de crecimiento económico del país. Les preocupa que el nuevo gobierno revise o renegocie los TLC con países prósperos del Norte. A pesar de que Humala ha convocado un equipo técnico interesante y que ha declarado que no va a quebrar el sistema económico y que sólo reformará la Constitución en temas puntuales, un sector de la ciudadanía no le cree: en su ánimo pesan más – parafraseando a Steven Levitsky – las dudas sobre Humala que las pruebas registradas en contra de su rival. De hecho, como ha sugerido agudamente Rocío Villanueva, muchas personas que piensan así razonan económicamente – instrumentalmente – cuando se trata de ponderar las objeciones de tipo moral contra el ideario y representantes de Fuerza 2011: en el cálculo entre costos y beneficios, el beneficio de la estabilidad económica y de la preservación del status quo se les revela mayor que los costos que reportaría en términos de degradación moral. Presupone que los bienes y males pueden concebirse como conmensurables con una estimación relativa a los costos y beneficios económicos.


No me conmueve la ponderación de alternativas en términos de una ‘elección racional’, no veo ningún beneficio en devolverle el poder a quienes envilecieron el país y podrían promover la impunidad desde el poder. A veces, se acusa a quienes construyen la crítica desde una perspectiva ética de ser “irrealistas”, de no saber de qué se trata la política”; se les sindica como meros "especuladores" que no dudan en “sustituir la realidad con los propios deseos”. Encontramos esta clase de crítica simplificadora incluso en los medios, a través de las declaraciones de periodistas y de no pocos especialistas. No es tan fácil la cosa. Creo que muchos analistas políticos que se precian de ser “realistas” en realidad no lo son. Creer que se puede hacer análisis empírico sin contar con una teoría constituye una ingenuidad pavorosa, lo mismo que considerar que se puede pensar la política sin asumir una concepción ética implícita (sin una imagen de lo correcto, lo útil, lo deseable, lo conveniente, etc.). Curiosamente, los analistas “realistas” no suelen acertar cuando se trata de hacer predicciones electorales. A veces incluso se equivocan estrepitosamente. Un poco de epistemología de la ciencia social pondría de manifiesto cuánto de reflexión moral entraña cualquier aseveración sobre lo político, aún cuando es enunciada desde el positivismo más crudo. Incluso podría decirse que los recientes comunicados de los psicólogos y los politólogos contra el fujimorismo (cuyos términos suscribo y respaldo plenamente) hacen patente - para los mismos hombres de ciencia - que la presunta brecha entre el deber y el deber ser no es abismal, que debe ser discutida conceptual, y que la "realidad" es mucho más amplia que lo que suponen los devotos de la medición.


Los móviles que llevan a elegir una opción política son diversos y no tiene sentido reducir la deliberación a un mero cálculo de utilidades (que es un móvil - y un tipo de razonamiento - entre otros posibles). No creo que haya que renunciar a ejercer la crítica desde el ángulo ético en lides ciudadanas como las que tenemos que enfrentar en estos días. Tampoco creo que esta clase de crítica sea “elitista”, como se suele señalar al paso y sin ningún fundamento; la crítica ética está presente en personas de diferentes sectores sociales y de diferentes posiciones ideológicas, es esgrimida por gente que conoció y vivió aquel periodo de corrupción y que puede decir algo sobre ello desde su propia experiencia. No creo que haya que renunciar tan rápido a considerar que aquí se pone en juego un asunto de dignidad nacional.




(Gracias, Carlín, por la caricatura).

jueves, 2 de junio de 2011

EL LAPSUS (ANTONIO ZAPATA)



Antonio Zapata V.

Durante el debate del domingo último, refiriéndose a Milagros Maraví y Alejandro Aguinaga, Keiko Fujimori sostuvo que “son personas intachables, como la mayoría de personas que trabajan a mi lado”. Esa declaración es muy reveladora. De acuerdo a lo explícitamente sostenido por la candidata, la mayoría de quienes la rodean son intachables, ello significa que la minoría no lo es. Es decir, indirectamente ha explicitado que algunos integrantes de su grupo son tachables.

El doctor Sigmund Freud entendió al lapsus como expresión involuntaria del inconsciente, que súbitamente revela una verdad que el yo consciente busca ocultar. En este caso, se trata de la candidata Fujimori que pretende defender a dos de sus colaboradores, acusados por Ollanta Humala de representar lo nefasto de los noventa. Debido a un exceso de vehemencia, queriendo protegerlos, Keiko acaba delatándose. Se le escapan las palabras autoacusatorias, justo cuando quería blindar a su gente. Esta pisada en falso constituye un clásico de las patinadas, mostrando a qué grado los nervios traicionan a quienes, estando frente al público, tienen algo grave que esconder.

¿Por qué Keiko siente que necesita esconder el pasado de sus íntimos colaboradores? En realidad, porque tienen un lado oscuro. En este caso se trata de una abogada que había trabajado codo a codo con Vladimiro Montesinos en una maniobra legal contra las organizaciones de DDHH; además, cobrando un dineral al Estado por su labor. Keiko sentía que debía esconder la colaboración con Montesinos, porque todo el Perú lo relaciona con corrupción.

Más adelante volvió a lo mismo, cuando contestando un dardo de Ollanta sobre su relación con la familia Martínez, acusada de narcotráfico, Keiko sostuvo que ella se había enfrentado a VMT, quien habría extorsionado a los Martínez. Quizá esto último sea cierto, pero la candidata en todo momento ha buscado negar a Montesinos, porque su recuerdo la avergüenza, trayéndole a la memoria episodios como las entregas de cash para pagar sus estudios y los de sus hermanos en carísimas universidades de EEUU.

Por ello, la corrupción es un punto fundamental del fujimorismo. Este domingo, cuando la ciudadanía vaya a votar, debe pensar en este tipo de cuestiones, que constituyen el fondo de la diferencia entre las dos candidaturas.

Por ejemplo, la supuesta ventaja que trajo la liberación de la economía peruana en los noventa se desvaneció a finales de esa misma década. En ese momento, el Perú se sumergió en una recesión que se prolongó por tres años. ¿Cuál fue su causa? En primer lugar, una crisis internacional que empezó por los llamados tigres del sudeste asiático y se extendió por medio mundo.

Pero esa crisis internacional fue moderada y el país ha afrontado problemas mayores sin recesiones tan hondas. En realidad, la corrupción fue el motor de la crisis al final de Fujimori. Su profundidad se explica por las montañas de billetes en la salita del SIN, por la venta de favores judiciales, la corrupción de las instituciones tutelares y las compras fraudulentas de armas y bienes para el Estado. Así, la corrupción afecta el movimiento económico capitalista, porque eleva desmesuradamente los costos de transacción.

El historiador Alfonso Quiroz ha calculado el monto de la corrupción en el Perú. Sostiene que es cuantioso y que equivale al plus que necesitaríamos para pasar de país bastante pobre a medianamente desarrollado. Es decir, seguimos atrasados porque las prácticas fraudulentas desvían a manos privadas recursos que podrían hacer la diferencia. Si la corrupción fue muy alta durante la era Fujimori-Montesinos, el lapsus de Keiko nos ha informado que en un eventual gobierno suyo seguiría igual. Tómalo en cuenta en la cámara secreta.

(Extraído de La República).