jueves, 30 de diciembre de 2010

EL “POSTMODERNISMO” Y LA RENOVACIÓN DE LA REFLEXIÓN POLÍTICA LOCAL




Gonzalo Gamio Gehri

Este post constituye una continuación de un escrito anterior, Renovando ideas, en el que examinábamos la interesante orientación intelectual de una nueva generación de personas interesadas en el pensamiento político, que – desde la izquierda democrática y también desde una derecha institucionalista – habían decidido romper lanzas con el marxismo ortodoxo y con la estéril ideología autodenominada “reaccionaria”, presa del autoritarismo y del fundamentalismo religioso. Dijimos entonces que los “jóvenes de derecha” había optado por defender un modelo institucionalista particularmente en el nivel del Estado, y que los “jóvenes izquierdistas” orientaban su trabajo en la perspectiva de los derechos y las políticas de reconocimiento. Ambos esfuerzos encontraban su lugar de enunciación no en los partidos políticos, sino en los espacios académicos y en los blogs. Señalamos que ambos derroteros conceptuales acusaban una herencia común hegeliana. Aunque la respuesta está de algún modo implícita en lo que acabamos de decir, tenemos que preguntarnos si en este “viraje” existe o no una impronta postmoderna.

La respuesta es no. Como mi reflexión anterior estaba situada en el contexto local - en los espacios académicos y en los blogs -, mis alusiones al postmodernismo tienen también se ubican en el contexto local. Por eso el entrecomillado en el título: no me refiero al postmodernismo a secas, sino al "novedoso" “postmodernismo criollo” (en su versión contramoderna), a menudo una banalización extrema de una corriente que ha sido sindicada (con mayor o menor sentido de justicia, depende de los autores y de las obras a las que se aluda) como un movimiento light. No se me malinterprete. Estoy convencido de que autores como Lyotard y Rorty han contribuido significativamente a lo que se ha descrito como la conciencia de la particularidad de nuestro tiempo en cuanto a los cambios en la “cultura científica” como en los cambios que han influido en el curso de la vida pública. Lo mismo sucede con otros importantes pensadores de fines del siglo XX. Las reflexiones de Vattimo sobre el cristianismo las encuentro sumamente sugerentes, pero, por desgracia, después del importante libro Creer que se cree, me parece que este autor tiende a repetirse, al punto de que notables filósofos de la religión Michel Henry, Charles Taylor y John Caputo han dado en los últimos años pasos más decisivos para pensar el cristianismo y la secularización en clave de la kenosis.

Considero que existen al menos dos frentes conceptuales en los que el postmodernismo constituye una perspectiva aleccionadora. En primer lugar, en cuanto a la tesis del fin de los “metarrelatos” – narrativas generales orientadas a configurar un sistema de fundamentación del saber o a fundar una lectura totalizante de la historia – y su sustitución por pequeñas narrativas que dan cuenta fenomenológica de nuestras prácticas y modos de vivir con otros. El segundo frente tiene que ver con las pretensiones de validez del conocimiento, el giro del modelo de la certeza al del consenso argumentativamente producido. No se trata, empero, de frentes de argumentación que sean absolutamente novedosos: ambos están en alguna medida planteados en el intento de recuperación de la Tópica aristotélica por parte de Vico y de algunos románticos. Nada nuevo hay bajo el sol.

Sin embargo, no noto en los noveles cultores criollos del postmodernismo una disposición a desarrollar estas determinaciones. La postmodernidad para ellos está más presupuesta que tematizada. Ni siquiera es discutida en el nivel de sus cimientos. Pareciera que ha sido decretada desde lo alto al son estruendoso de los clarines. Ni siquiera el concepto ilustrado de racionalidad – presuntamente el “enemigo” del espíritu postmoderno – es objeto de análisis. Se identifica la modernidad solamente - de una manera escueta y sistemática - con el individualismo posesivo, el desarrollo de la ciencia, la técnica y la economía capitalista, dejando de lado otros elementos vinculados a la estética, la teología y el desarrollo de los principios legales y de las instituciones políticas. Se denuncia con razón el paradigma reductivo del conocimiento en tèrminos de la representación neutral de una realidad independiente, pero no se examina con similar severidad la reducción de la racionalidad a los conflictos de poder, o la remisión del “sentido” a la expresión de las preferencias del individuo (ambas hipótesis sindicadas como “postmodernas”, otra vez con entrecomillado deliberado, pues son fruto de la burda caricaturización de Foucault y de otros autores). Una vez erradicada la verdad de este programa teórico, la filosofía misma queda reducida (en algunas versiones de esta postura) a una actividad exclusivamente lúdica de la que la "cosa misma" ha huido: así, deja de ser la práctica por la que Sócrates y tantos otros se jugaron la vida.

Tampoco queda claro el “propósito” conceptual de las escaramuz;as locales del “postmodernismo”. A veces ellas apuntan solamente a señalar el ocaso de todo “fundamento”. Otras veces pretenden abrir la puerta a un indeterminado léxico paleoconservador y al aparato simbólico del Antiguo régimen y sus añejas instituciones absolutistas (¿En nombre de qué?). En este sentido, resulta impostado y hasta cínico despedirse de la “verdad” para inmediatamente – apelando a una suerte de afectado arte de Birlibirloque – volver a la retórica premoderna de las “esencias”, el “orden natural de las cosas” y el “destino”. A menudo, el empleo de estas antiguas categorías no cuenta con el respaldo de un conocimiento exhaustivo de las fuentes clásicas, griegas y latinas, tanto en el terreno de la filosofía como en el de la literatura. El recurso al “postmodernismo” puede convertirse así en el improvisado cajón de sastre que oculta parcialmente cualquier intento de erradicación de la cultura moderna…bajo cualquier precio.

En particular, llama la atención el indiscriminado culto “postmoderno” por las “diferencias”. Nos deja con la impresión de que todas las diferencias cuentan, o merecen la pena, una hipótesis que tenemos que rechazar expresamente. Mientras la vindicación de determinadas formas de actividad humana pueden ser vehículos de plenitud y libertad, otras pueden revelarse como prácticas mutiladoras u opresivas. Discernir entre unas y otras es tarea de los procesos de deliberación racional al interior de espacios públicos abiertos al ejercicio de la crítica y a los consensos argumentativamente producidos. Es preciso denunciar y desenmascarar racionalidad las formas de dominación y desigualdad que asumen con frecuencia la improvisada máscara de la vindicación absoluta de las diferencias. La retórica indiscriminada de las diferencias suele sindicar – de manera antojadiza e interesada – a la cultura de los derechos humanos como intrínsecamente “violenta” y a la defensa de la inviolabilidad de la dignidad y la libertad de las personas como un “atropello” al cultivo de la diversidad. De este modo, utilizan una apelación especiosa al pluralismo para intentar minarlo. La intencionalidad política de esta prédica antimoderna (particularmete en un país como el Perú) es bastante clara.

En fin. Estas reflexiones requieren de un desarrollo mayor, que espero ofrecer en algún futuro post. Lo que quería mostrar aquí es que las “rupturas” que plantean los jóvenes izquierdistas y los jóvenes conservadores en el marco de estos intentos por renovar la reflexión política desde las ciencias humanas y sociales no son “postmodernas” en sentido estricto. Probablemente la tensión conceptual entre la Ilustración y el Romanticismo constituya un eje filosófico tentativo más interesante para leer estos cambios en la forma de pensar la política (por eso mis alusiones anteriores a Hegel).

martes, 28 de diciembre de 2010

BREVE RESEÑA DE “MI COSMOPOLITISMO”



Gonzalo Gamio Gehri

Kwame Anthony Appiah es uno de los representantes más lúcidos de la nueva generación de filósofos interesados por el multiculturalismo y la ética de los derechos humanos. Desde la publicación de In My Father’s House (1992), este autor británico – ghanés, profesor en Princeton, se ha convertido en referencia ineludible en las discusiones sobre el cosmopolitismo y el diálogo intercultural. Obras posteriores como La ética de la identidad y Cosmopolitismo. La éticaen un mundo de extraños están dedicadas a examinar los cimientos espirituales de la idea de ciudadanía mundial.

En Mi cosmopolitismo - formulado a partir de una conferencia pública -, Appiah condensa en una breve y persuasiva exposición sus ideas sobre la materia. Es interesante que lo primero que haga – luego de una interesante reflexión sobre su origen familiar – sea destacar el origen greco-latino del ideal de la ciudadanía del mundo. Contrariamente al parecer infundado de ciertos “reaccionarios”, que identifican el cosmopolitismo como un producto de la modernidad ilustrada, como una expresión de su potencial abstracto y atomizador, el filósofo nos recuerda que la tesis del kosmóu polités es tan clásica como Diógenes el cínico, Cicerón, Marco Aurelio e incluso Pablo de Tarso. Todos ellos apelaron a un ‘espíritu’ vinculante más allá de los lazos del parentesco o de la vecindad inmediata. Cuando este ideal asumió una forma moderna con Kant (y con Herder), no perdió esta referencia ético-espiritual, y ganó una impronta jurídica (la postulación de ciertos principios legales concertados, generadores de un nuevo sistema de derecho internacional), no gubernamental.

Es interesante cómo el autor muestra la impronta “cínica” de esta propuesta, a partir de una lectura política de la famosa historia en la que Diógenes - el filósofo que deambula desnudo por la ciudad, reivindicando una vida libre de necesidades artificiales - le pide a Alejandro que se retire para no taparle el sol. A juicio de Appiah, esta anécdota sugiere que Diógenes sostiene que el ser ciudadano del mundo no implica suscribir un gobierno mundial – como el que los macedonios pretendían constituir – o imponer una única forma de vida (como lo que pretenden hacer hoy los fundamentalistas religiosos). Considerar que el destino de todos los seres humanos importa – lo cual plantea una serie de exigencias éticas y legales cuya respuesta en el presente ha tomado la forma del ethos de los derechos humanos- y que el diálogo intercultural es de primera importancia no implica aspirar al logro de un entendimiento común como una especie de propósito histórico. Dialogar es importante – sostiene el filósofo – así no podamos ponernos de acuerdo en todos los asuntos. Justamente por ello requerimos, en un plano intelectual y actitudinal, promover el pluralismo y el falibilismo. En la práctica, implica tomar medidas institucionales para prevenir y combatir la violencia (en sus diferentes clases: directa, estructural y simbólica).

Una de las tesis más importantes del libro es aquella que asevera que la ciudadanía mundial y sus vínculos de solidaridad presuponen los vínculos locales (familia, vecindario, comunidad, etc.), qué sólo cultivando con excelencia estos vínculos particulares podemos convertirnos en agentes capaces de asumir de manera lúcida y competente los compromisos ético-espirituales del ciudadano del mundo. La ética universalista implica las lealtades particulares, como en un conjunto de círculos concéntricos el círculo más amplio supone los más pequeños. Eso está en los cosmopolitas griegos y romanos, e incluso en los modernos, y Appiah hace bien en recordarlo (es preciso destacar asímismo los esfuerzos de Martha Nussbaum y Amartya Sen en este proyecto de reflexión intelectual en torno a las fuentes históricas del cosmopolitismo). Los febriles predicadores contrailustrados que acusan al cosmopolitismo de incurrir en un “racionalismo desvinculado” e “imperialista”, simplemente demuestran que no conocen los escritos originales de estos autores, los textos en torno a Diógenes y los cínicos, así como las obras de los estoicos, los propios ilustrados y románticos que no han pasado por alto el ideal del kosmóu polités.

En fin. Lo dicho basta para invitar a una lectura de este breve e inspirador texto de Appiah.

viernes, 24 de diciembre de 2010

RELIGIÓN


Gonzalo Gamio Gehri


En estas fechas suelo escribir un post sobre la Navidad. Esta vez voy a abordar – de manera breve y fragmentaria, por supuesto – el tema de la religión, su relevancia en nuestro tiempo.

Por supuesto, no me refiero a ninguna práctica o actitud que aspira a influir sobre la conducta de los seres humanos sin el concurso de su discernimiento y libre decisión. No estoy pensando en ninguna de sus distorsiones, ni en sus vínculos extrínsecos con las diversas expresiones del poder. No pienso, por ejemplo, en ninguna disposición externa a usurpar la estricta potestad del Estado a decidir en materia de políticas públicas de salud en cuanto a la prevención de las Enfermedades de Transmisión Sexual en un marco de respeto por la libertad personal y el derecho a la información – véase al respecto el impostado, hiperbólico y absolutamente deplorable artículo de Martín Santiváñez Vivanco en Correo –; tampoco pienso en las doctrinas que exigen hoy el sacrificio de vidas humanas en nombre de la homogeneidad confesional o la destrucción de los infieles. Pienso en la religión como en un modo de ser y de pensar que persigue establecer (o acaso restablecer) una conexión entre los agentes y un propósito trascendente para la vida.

Se trata de una forma de experiencia que no puede ser ridiculizada o caricaturizada sin sacrificar aquello que la hace valiosa. Muchos apreciamos la religión por lo que aporta por sí misma a nuestras vidas: la calidad de sus preguntas, la riqueza de su acervo de experiencias y modos de expresión. La promesa ilustrada de superar la religión a partir del discurso de la ciencia empírico-deductiva permanece incumplida. Como afirma acertadamente Leszek Kolakowski, se trata de discursos inconmensurables que se plantean fines y bienes heterogéneos. La racionalización de la cultura no ha ahogado del todo la inteligibilidad de la intuición (razonable) de un mundo articulado que tiende hacia el Bien, a pesar de todo; la conciencia religiosa busca a través de la práctica y la reflexión la fuente de esa articulación (y de esa dirección). Del mismo modo, el endurecimiento de los integrismos religiosos en Oriente y Occidente no ha logrado doblegar (felizmente) el impulso humano a examinar críticamente su propia tradición. El propio Chesterton - uno de los intelectuales católicos más lúcidos de los últimos siglos - decía que cuando entraba en un templo se quitaba el sombrero, no la cabeza. No tiene sentido renunciar a la impronta socrática de una vida examinada: la piedad – incluso el reconocimiento del misterio - no exige el silencio de la razón. Jamás. Por eso, en lo personal, considero que el espíritu religioso requiere de la compañía de la terapia conceptual, tanto filosófica como literaria.

La vivencia de la religión rechaza con singular energía el fetichismo del poder, que revela una absurda instrumentalización de la figura de lo divino y pone de manifiesto el talante idolátra de quienes pretenden erigirse en supremos “administradores de la Verdad”. En el caso concreto del cristianismo, la historia del nacimiento de Jesús en el pesebre destaca la disposición del Hijo del Hombre por renunciar a la tentación que supone la concentración del poder y el control autoritario sobre el comportamiento humano. La vocación por convertirse en funcionario de la verdad es propia del espíritu del Gran Inquisidor de Dostoievski, no del magisterio de Jesús de Nazaret, al que realmente teme. La prédica del amor y el padecimiento de cruz son expresión (encarnación) de esta renuencia a asumir posiciones de poder en el proyecto de construcción del Reino. No encontramos en el Evangelio la figura de la imposición de una doctrina o de un estilo de vida, sino la invitación a la metánoia en un contexto de respeto por la decisión consciente de las personas, fruto de la deliberación y la meditación.

La religión constituye un lenguaje y una práctica especialmente valiosos para millones de seres humanos. Es de esperar que en el seno de una sociedad plural los ciudadanos no tengan una interpretación unánime acerca de sus imágenes particulares de la trascendencia y de lo divino. No tienen porqué tenerla. Un Estado democrático respeta la diversidad de credos y deja este problema en manos de los ciudadanos, de las instituciones no estatales en las que se pueda dialogar sobre el tema en un clima de tolerancia y ejercicio de la crítica, y no interviene para emitir un juicio sobre la corrección de las confesiones. Se trata de un asunto que recae exclusivamente en la responsabilidad de aquellos que han elegido creer. En una sociedad democrática la apostasía o la increencia no son delitos porque creer o no creer constituyen posiciones con sentido que se derivan de un acto libre. La apertura a lo trascendente no puede ser producto de la coacción.

Feliz Navidad.

lunes, 20 de diciembre de 2010

ULISES Y DEMÓDOCO



Gonzalo Gamio Gehri


La lectura de un excelente examen del curso de Ética y filosofía del Derecho en el Diplomado filosófico en la UARM me ha recordado uno de los sucesos más conmovedores en la literatura occidental: la revelación de la identidad de Ulises ante el canto del aedo Demódoco en la corte de Alcinoo, tal y como es contado en Odisea VIII. Se trata de una expresión muy peculiar (hasta controvertida) de anagnórisis, de reconocimiento de la identidad del personaje a partir de elementos que se des-cubren a través de sucesos no expresamente provocados por el propio agente. Para Ricoeur, estos pasajes destacan el carácter narrativo de la construcción del sentido de la identidad, pues aquí es el propio Ulises el que se reconoce a sí mismo en el relato hilvando por Demódoco.

Ulises comparece ante Alcinoo, rey de los feacios, en el contexto de sus repetidos y fallidos intentos por volver a su reino en Ítaca. Él ha sido sin duda uno de los responsables directos de la caída de Troya y los actos de crueldad y sacrilegio que le siguieron; Homero se refiere a Ulises como “destructor de ciudades”. Lo amargo del proceso de retorno – el nóstos – revela sin duda la manera cómo los dioses se han enemistado con el hijo de Alertes (véase al respecto el inicio de Las troyanas). Conforme a las exigencias del vínculo de la xenía, las obligaciones existentes entre quien brinda hospitalidad y quien la recibe conforme a las exigencias de la piedad y de la estricta observancia del nómos helénico, Alcinoo ofrece un banquete en honor del extranjero, y, por orden del gobernante, el iluminado aedo ciego Demódoco entona su canto tocando delicadamente la lira.

El aedo narró a través de su canto la disputa entre Ulises y Aquiles en medio de un festín, ante la satisfacción de Agamenón, quien celebraba así la división entre dos de los guerreros más importantes entre los jefes aqueos. Reconocerse en el relato generó en Ulises una profunda aflicción.

“Eso entonces cantaba el cantor famoso. Y Odiseo tomando con sus robustas manos su gran manto purpúreo lo alzó sobre su cabeza y se cubrió sus hermosas facciones. Porque se avergonzaba de derramar sus lágrimas desde sus cejas. Cuando cesaba su canto el divino aedo, enjugándose el llanto retiraba el manto de su cabeza y alzando el vaso de doble copa hacía libaciones a los dioses. Pero cuando de nuevo comenzaba el aedo y le incitaban a cantar los príncipes de los feacios, puesto que se deleitaban con sus palabras, de nuevo Odiseo cubriéndose la cabeza rompía en sollozos” [1].


Habiendo percibido Alcinoo la complicada situación del extranjero, decide pedirle a Demódoco que deje de cantar. Este incidente marcó el camino de identificación de Ulises. Efectivamente, al incio de Odisea IX Ulises revela su nombre y linaje, así como su particular posición frente a los dioses. Moverá al héroe a contar su historia al rey feacio.

“Pero a ti tu ánimo te incita a preguntar por mis quejumbrosos pesares, a fin de que aún más me acongoje y solloce. ¿Qué voy a contarte al principio, y luego, y qué al final? Pues muchos pesares me infligieron los dioses del cielo. Voy ahora a decirte primero mi nombre, para que también vosotros lo conozcáis, y yo, en el futuro, si escapo al día desastroso, sea huésped vuestro aunque habite en mi hogar muy lejano”[2].

Sólo los seres humanos recurren a relatos para esclarecer el carácter finito de la vida humana, así como dar cuenta de nuestras capacidades básicas: discurso, desarrollo de vínculos, expresión de emociones, etc. Los dioses no son capaces de conmoverse con las situaciones de riesgo, dolor e incertidumbre que ponen de manifiesto la vulnerabilidad humana; ellos no podrían – a diferencia de Demódoco y Ulises – contar y estremecerse escuchando historias conmovedoras. Ulises rompe a llorar al descubrirse en el relato del aedo, en el que se insinúa la presencia de la tyché, los intereses de los dioses, así como las pretensiones políticas de Agamenón y Menelao, los temibles atridas. Se trata de un relato en el que los personajes mismos desconocen todos los elementos que constituyen el trasfondo de las acciones, así como todas las consecuencias posibles de sus decisiones. Ulises se percibe así mismo en el relato como el ser mortal que es, y acaso alcanza a percibir el tejido narrativo de la vida misma [3].



[1] Odisea VIII 84 – 96.

[2]Odisea IX 12 – 8.

[3] Cfr. Nussbaum, Martha C. “Humanidad Trascendente” en: El conocimiento del amor Madrid, Machado 2005 pp. 647 - 694.

lunes, 13 de diciembre de 2010

BREVE RESEÑA DE “RAZÓN POLÍTICA Y PASIÓN”*



Gonzalo Gamio Gehri


Walzer, Michael Razón, política y pasión Madrid, La Balsa de Medusa 2004 99 pp.




Michael Walzer es uno de los pensadores políticos más destacados de las últimas décadas. Son particularmente influyentes sus estudios sobre la justicia distributiva (Esferas de la justicia) y sobre la guerra (Guerras justas e injustas), verdaderos clásicos de la filosofía moral y política contemporánea. En los últimos años se ha dedicado a bosquejar una lectura crítica de los principios, estilos de vida, prácticas e instituciones que constituyen la democracia liberal. Una lectura que hace justicia a las fortalezas del liberalismo, pero también señala lúcidamente sus debilidades para corregir desde dentro las determinaciones de una genuina cultura democrática.

Ese es el objetivo fundamental de Razón, política y pasión, destacar los tres defectos principales del liberalismo con el fin de ofrecer una versión de la teoría política liberal mucho más sensible al compromiso comunitario, a las actividades más cotidianas de la vida política, así como al espíritu de la militancia y de la práctica cívica. Walzer considera que el liberalismo asume erróneamente una perspectiva adánica, que considera el orden político como fruto de un contrato originario celebrado entre individuos aislados y mutuamente indiferentes. De este modo el liberalismo procedimental ignora el valor de la historia y de las comunidades no elegidas en la configuración de la identidad y la razón práctica de las personas. El credo liberal identifica la deliberación como la práctica política más importante, restándole interés a otras actividades que también contribuyen a sostener el quehacer político: movilización, formación política, debate político, negociación, participación en elecciones, etc. Finalmente, Walzer estudia el lugar de la pasión en la praxis política, un lugar que el liberalismo – concentrado en la deliberación pública – no ha terminado de comprender. Merece una especial atención la interpretación democrática del poema El último día / El juicio final de W.B. Yeats.


* Esta es una versión no corregida de la reseña que aparecerá en la revista Intercambio.

martes, 7 de diciembre de 2010

DE UNA MATRIZ AUTORITARIA


Gonzalo Gamio Gehri


Finalmente, el fujimorismo presentó su plancha presidencial. Keiko Fujimori para la presidencia, Rafael Rey en la primera vicepresidencia y Jaime Yoshiyama para la segunda. Se trata de una propuesta que – a juzgar por las monocordes declaraciones de su lideresa – sólo promete una especie de retorno a la década de los noventa - una época visiblemente autoritaria en lo político -, la impunidad del padre y un cada vez más tímido “deslinde” con las prácticas fujimontesinistas.

No pocos consideramos que los nombres en la plancha fujimorista permiten reconocer una toma de posición clara por parte de los candidatos señalados. Yoshiyama vuelve a la política luego de ser derrotado – en la década anterior – por Alberto Andrade en la carrera hacia la alcaldía de Lima. La inclusión de Rafael Rey en la lista hace explícito lo que hace mucho se sospechaba: la proximidad de Rey con el “espíritu fujimorista” y acaso la afinidad del conservadurismo católico (que representa políticamente) con el proyecto autoritario que encarnó el fujimorismo en los noventa. Ha asumido expresamente los puntos de vista del militarismo y del tradicionalismo religioso en cuestiones de derechos humanos, salud y educación, característicos de la derecha tradicional peruana. Su postura favorable al 5 de abril, su apoyo a la Ley de amnistía bajo el fujimorato, así como su encono contra el trabajo de la CVR y las políticas de derechos humanos en sus gestiones como congresista y luego como ministro, lo ubican ideológica y programáticamente muy cerca del fujimorismo y su agenda antiliberal y contrapluralista.

Iniciada la campaña, habrá que ver qué movimientos realizará la tienda fujimorista. Más allá de cierto sector del electorado que asume una actitud complaciente con los temas de la corrupción y los crímenes perpetrados bajo el régimen de Fujimori, a la vez que se siente seducido por el mito de la “eficacia”, la candidatura de Keiko tiene serias resistencias en otro sector de la opinión pública que recuerda bien las violaciones al Estado de derecho, los vladivideos y la precariedad de las instituciones democráticas en aquella década autoritaria. Muchos ciudadanos consideran que la candidata no exhibe ninguna credencial más allá del ADN Fujimori y la espuria promesa de una ilegal liberación del ex presidente; hasta donde se sabe, Keiko Fujimori no se ha destacado por su actividad legislativa ni por su asistencia al Congreso de la República, ni por la calidad de sus intervenciones. Su record parlamentario es controvertido. Mientras Luciana León – por poner un ejemplo de una parlamentaria no reconocida por sus habilidades retóricas - es identificada por su apoyo a leyes que favorecen las actividades artísticas y los espectáculos en el Perú, A Keiko Fujimori no se le asocia a ninguna iniciativa parlamentaria importante. No queda claro qué clase de experiencia política puede ostentar para tentar la Presidencia del Perú…fuera de las meras consideraciones dinásticas, claro está. Uno se pregunta si realmente las decisiones políticas de este grupo se toman en la Dinoes o en otro lugar.

En fin. No extraña que esta candidatura esté perdiendo fuerza, mientras que otras van creciendo. La pobreza del discurso, la carencia de ideas y el record negativo del fujimontesinismo están pasando la factura. Queda por evaluar la percepción de la ciudadanía respecto de los nombres que conforman esta lista presidencial. Mi opinión es que se va decantando una propuesta electoral que proviene de una manifiesta matriz autoritaria.

jueves, 2 de diciembre de 2010

EL DEMONIO DEL MEDIODÍA



Gonzalo Gamio Gehri


Mi blog está dedicado habitualmente a tratar temas filosóficos y políticos, pero he querido esta vez escribir un breve post personal. Hace ya más de una semana que he cumplido cuarenta años. Definitivamente el número incomoda un poco - aunque se trate de sólo un número -, porque uno no sabe a ciencia cierta si este período de la vida constituye una especie de continuidad – “madura” – de los años de la juventud o si se trata ya de “doblar la esquina”. La gente habla de la “crisis de los cuarenta”, y los franceses han bautizado elegantemente esta crisis como “el demonio del mediodía”. No faltan los buenos amigos y colegas que alertan acerca de los estragos que este mal espíritu provoca en el alma y en el corazón.

Entiendo el problema. A estas alturas la gente te pide “madurez” y “resultados” a quienes nos asomamos tímidamente a esta cuarta década; hay quienes en esa etapa pretenden (ingenua y patéticamente) “enseñorearse” sobre la vida. Cordialmente me resisto a dejar de ver la vida con ojos nuevos, o a dejar de soñar despierto. A pesar de que uno pueda exhibir algunos logros, o haber librado alguna que otra batalla más o menos importante en el camino, se reconoce en la vida la misma incertidumbre y misterio que al principio. Haber vivido un poco te permite mantener los ojos bien abiertos, te invita a aprender de experiencias a antiguas y a estar dispuesto a afrontar nuevas experiencias, pero el akmé, la “sabiduría de vida” es otra cosa. No la veo por aquí, no todavía. Si existe algo así, supongo que llegará después, si acaso llega. La vida todavía trae tanta confusión como lucidez, como para tratar de comprenderla como un todo.

No soy un "experto" en esto de vivir. Mi manera de pensar las cosas está en proceso de maduración, pero está todavía lejos de asumir su figura más concreta. Me gustaría aseverar que mi pensamiento se alimenta bien y crece fuerte, como el pequeño Zeus en las alturas del monte Ida, pero ignoro cuál será su destino; sólo espero que sea útil para la gente, tanto como sea posible. Mi interés por la filosofía práctica se ha fortalecido y se han establecido nuevos nexos con la experiencia vivida, tanto en lo biográfico como en lo institucional; lo que he publicado desde 2001 sigue ese itinerario fenomenológico. En el nivel de una reflexión más comunitaria, el tema de la lucha por la vigencia de los derechos humanos y las políticas democráticas sigue siendo mi preocupación fundamental. Mis dos primeros libros dan cuenta de estas inquietudes ético-filosóficas, y ya contamos con un tercero en preparación, dedicado a la idea de ciudadanía. Mis clases me nutren el espíritu y me renuevan, el contacto con los estudiantes me permite vislumbrar con esperanza el trabajo que hará la siguiente generación con el país. Por lo menos en los últimos años, veo en las universidades en las que enseño un renovado interés por el ejercicio del pensamiento crítico y por volver a pensar la política. Escribir y enseñar son dos actividades que me brindan una gran satisfacción.

Cumplir años siempre ha provocado que piense seriamente en la fugacidad de la vida, antes que en celebraciones. La finitud es un rasgo ineludible de la vida humana. Intentar comprender el carácter vulnerable, abierto e inconcluso de la vida constituye uno de los retos más difíciles. Aceptar el devenir y asumir el inexorable final de nuestra existencia. Por eso, ya en un plano personal, creo que hay cosas que no deben dejarse para después. Por fortuna, las personas a las que quiero y que tienen un lugar extraordinario en mi vida saben cuánto las aprecio y cuán importantes son. He intentado siempre expresarles mi cariño y mi gratitud con mis propias palabras, y en el momento oportuno (kairós). He buscado mis propias palabras para decir lo que quiero decir, tanto en las aulas como en el espacio público y en la vida cotidiana, aunque los pensadores y literatos griegos (y los grandes poetas del Sturm und Drang) han sido para mí una permanente fuente de inspiración.

En fin. Si algo he aprendido en estos pocos años – espero de todo corazón que la vida tenga muchas cosas con las que sorprenderme, y que yo no pierda la capacidad de sorprenderme a mí mismo – es que existen dos articulaciones de valor que no pueden perderse sin que la vida pierda significado: anhelo de verdad y pasión por la vida. Estoy tentado a sostener que se trata de una y la misma cosa: si no es así, está claro que la una acompaña a la otra. Si pudiera celebrar algo en estas fechas, sería esa luminosa interacción. Sin ella, dejaríamos de ser quienes somos.