Gonzalo Gamio Gehri
La inclusión del otro pasa por la crítica de las identidades meramente singulares, y por el reconocimiento del discernimiento como un factor crucial en la construcción de nuestro sentido del yo y en la configuración de nuestra red de lealtades y valoraciones*. Resulta bastante claro que nosotros no elegimos todos los componentes de nuestra identidad, ni tampoco determinamos conscientemente todas las formas de inscripción en instituciones que experimentamos en la vida – la familia es el caso que se nos viene más rápido a la mente -; el mundo social está ya constituido cuando irrumpimos en la vida, y muchos de los estándares de valor a los que apelamos en nuestra vida adulta para juzgar comportamientos o emprender cursos de acción los encontramos disponibles en alguna forma de ethos. No obstante, estas condiciones concretas de nuestro ser en el mundo social no bloquean el espacio de actividad de la razón práctica; antes bien, estas condiciones constituyen el trasfondo de su funcionamiento. Seyla Benhabib lo explica en los siguientes términos:
“Nacemos en redes de interlocución o en redes narrativas, desde relatos familiares y de género hasta relatos lingüísticos y los grandes relatos de la identidad colectiva. Somos conscientes de quiénes somos aprendiendo a ser socios conversacionales en estos relatos. Aunque no escogemos estas redes en cuyas tramas nos vemos inicialmente atrapados, ni seleccionamos a aquellos con quienes deseamos conversar, nuestra agencia consiste en la capacidad para tejer, a partir de aquellos relatos, nuestras historias individuales de vida.(…) Así como una vez que se han aprendido las reglas gramaticales de un idioma éstas no agotan nuestra capacidad para construir un número infinito de oraciones bien armadas en ese idioma, la socialización y la aculturación tampoco determinan la vida de una persona, o su capacidad para iniciar nuevas acciones y nuevos enunciados en la conversación[1].”
Tener la capacidad para tejer nuevos relatos sobre la base de los antiguos implica la posibilidad de incorporar nuevos interlocutores – nuevos “socios conversacionales”, para usar las palabras de Benhabib – que los antiguos estándares no admitían, e incluso puede llevarnos a plantearnos seriamente la tarea de resignificar (vale decir, la posibilidad de asignar nuevos significados) las antiguas prácticas sociales e instituciones que puedan contrastar con antiguas formas de valoración en los espacios sociales que habitamos. La capacidad de componer y recomponer narrativas vitales constituye una forma de apertura a nuevos sentidos y nuevas posibilidades de pensar, sentir y vivir.
“Hijo, en primer lugar te apremio a que no yerres deshonrando las leyes divinas. ¡Cuidado, no vayas a errar en esto cuando eres sensato en lo demás!
En segundo lugar, si hubiera que ser audaz con quienes no han recibido agravio, yo me callaría de buen grado. Ahora bien, considera cuánto honor te puede reportar (a mí, desde luego, no me produce miedo el aconsejarte) el constreñir con tu brazo a hombres violentos que impiden a los muertos tener su tumba debida y exequias; y poner coto a quienes tratan de violar las tradiciones de toda la Hélade”[3].
Como constatamos en este caso, la invocación a la empatía no está reñida con la apelación a una justicia mayor a la que está implícita en las costumbres locales. Hemos señalado que la exclusión y la violencia constituyen expresiones que ha menudo proceden de los intentos de los agentes de imponer(se) una identidad singular que a menudo se define de manera contradistintiva. Reconocer la pluralidad de nuestras identidades, así como la diversidad de los compromisos que emanan de ella, constituye un buen punto de partida para descubrir el valor de otros modos de estar en el mundo. A través del contacto con los otros percibimos la riqueza de las diferencias humanas pero también identificamos lo que tenemos en común: por ejemplo, nuestras maneras similares de reaccionar frente a la muerte de quienes amamos, nuestros modos de expresar amor y consuelo. No sólo Etra y Teseo – tan cercanos a las viudas y madres argivas en tanto comparten los marcos referenciales de tipo religioso y moral que sostienen las leyes del mundo subterráneo – pueden contemplar conmovidos el dolor de quienes necesitan celebrar las exequias de los suyos para lograr algo de paz. También nosotros, seres humanos del siglo XXI, podemos sentirnos concernidos por la sensación inicial de desamparo de las mujeres de Argos. Podemos proyectar sobre ellas nuestras propias experiencias de dolor, o las vivencias de nuestros compatriotas en el Ayacucho de los años del conflicto armado interno.
* Esta nota es un brevísimo fragmento de un ensayo que aparececido en un libro compartido sobre Cultura de Paz y DDHH (PUCP), Hacia una cultura de Paz Lima, PUCP 2010.
[1] Benhabib, Seyla Las reivindicaciones de la cultura Buenos Aires, Katz 2006 pp. 44 -5 (las cursivas son mías).
[2] Cfr. Rorty, Richard “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo” en: Verdad y progreso op.cit. pp. 219 – 42.
[3]Suplicantes, 303-314 (las cursivas son mías).