David Villena Saldaña
Haití tiene el mérito de ser el primer país de América Latina que obtuvo su independencia. Pero también tiene la triste virtud de ser el más pobre, analfabeto e inestable del hemisferio occidental. Es, de hecho, uno de los países con menor índice de desarrollo humano en el mundo – el 149 de 182, según cifras del PNUD. Puede, en este sentido, afirmarse sin riesgo que, aun antes del terremoto del 12 de enero, ya se trataba de un país devastado.
La historia de Haití como estado fallido tiene larga data. Tras su independencia de Francia en 1804, se le impuso una indemnización equivalente a unos veinticuatro mil millones de dólares actuales, cifra exorbitante para la época. Luego de múltiples sanciones, esfuerzos y empréstitos pudo completar el pago de este monto recién en 1938. En ese lapso, además de debatirse en violentas pugnas de poder a nivel local, tuvo que afrontar la ocupación de tropas estadounidenses de 1915 a 1934.
Jugó también un papel, pequeño pero significativo, en la Guerra Fría dentro del contexto de la política de contención norteamericana, específicamente, sirviendo como muro contra la influencia de Cuba en la región. Fue, así, desde mediados del siglo veinte y hasta 1986, presa de la dictadura de los Duvalier, célebre por su corrupción y crueldad. En 1990 tuvo en Jean-Bertrand Aristide a su primer presidente electo por la vía democrática – a lo cual debe añadirse que, luego de siete meses en el poder, terminó siendo depuesto. En el año 2000 Aristide es elegido otra vez mandatario. Cuatro años después, sin embargo, se le obliga a renunciar en lo que a todas luces se revela como un derrocamiento. Desde entonces, el país es una especie de protectorado de las Naciones Unidas, habiéndose destacado allí una misión de estabilización: el MINUSTAH.
Se trata de un país que depende de la importación de alimentos, cuyo territorio tiene una deforestación que llega al 98 % y en donde alrededor de tres cuartas partes de su población vive en la pobreza.
Haití es desde hace ocho meses objeto de la caridad mundial por el efecto mediático que en su momento suscitó el terremoto. Meses antes su miseria, e incluso su propia existencia, era indiferente para los medios – hoy incluso, tras haberse hecho trillada la noticia, la desgracia que vive Haití ha quedado nuevamente al margen, y si algún acontecimiento ha tenido eco reciente en la prensa, no es el de que más del 90% de los escombros continúen en las calles, o que las enfermedades y el hambre se hayan convertido ya en pandémicas, sino los vicios legales que presenta la candidatura a la presidencia de Wyclef Jean, líder de la banda musical norteamericana The Fugees, y las invectivas que éste ha dirigido a sus críticos.
Tal indiferencia no es cosa que deba extrañar. Pues, en algún sentido, es la nación más desvinculada del resto en términos culturales. El nacido en Haití no se siente ni francófono ni latinoamericano. Tampoco se ve a sí mismo reflejado en África. La verdad es que no hay nadie en el mundo que reclame un nexo con él.
El desarraigo cultural está al lado de una sempiterna crisis política, así como de un coeficiente de Gini paradigma de la desigualdad social más clamorosa. El descalabro económico se manifiesta, por si fuera poco, en el hecho de que la mitad de su presupuesto proviene de la ayuda internacional. El mal, podría pensarse, es inherente y la corrupción algo consustancial. No en vano Sarkozy invoca a acabar de una vez y para siempre con la “maldición” de Haití.
El seísmo ha dejado al estado sin infraestructura. Los pocos hospitales, escuelas y carreteras son hoy inservibles. Las sedes del legislativo y ejecutivo colapsaron. Como consecuencia de ello, en una clara manifestación de la hecatombe, el actual presidente, René Préval, operó durante semanas en una comisaría. (La sede de la ONU también se destruyó, pereciendo decenas de funcionarios, entre ellos el propio jefe de la MINUSTAH.)
Con 230 mil fallecidos y catorce mil millones de dólares en pérdidas, un reporte del BID no duda en calificar al terremoto de Haití como la peor catástrofe que haya ocurrido en la historia a un país en proporción con su número de habitantes y recursos.
Resulta claro que esta nación no podrá levantarse sola. La razón principal es que nunca estuvo de pie.
Haití, en palabras de Préval, no pide una recuperación, sino, más bien, ser refundado.
La cooperación internacional es necesaria. Organizaciones como Oxfam llaman a la condonación de la deuda externa. El G7 y el Club de París han hecho efectiva esta propuesta. Ya el Banco Mundial y el FMI habían absuelto el 80 % de la deuda en julio del año pasado para paliar los efectos de los cuatro huracanes que azotaron a Haití hacia fines de 2008. Pero, aunque altruistas y bien intencionadas, estas medidas no bastan.
Además de condonar la deuda, es recomendable que los intereses no se acumulen. La filantropía, no suscita crecimiento y mucho menos desarrollo. La condonación de la deuda no es suficiente, y, por tanto, no debe servir como pretexto de la comunidad internacional para eximirse de cualquier ayuda ulterior. Se requiere de un compromiso a futuro y coordinado para construir instituciones sólidas y superar efectivamente la pobreza.
Resulta penoso afirmarlo, pero la ONU no ha sabido asumir un rol de liderazgo en esta cuestión. Diferentes países y bloques regionales se han lanzado por su propia cuenta al rescate de Haití. Cada cual esgrimiendo los puntos que ellos consideran prioritarios. Para los Estados Unidos, por ejemplo, lo que se necesita es seguridad, a pesar de que Edmond Mulet, jefe interino de MINUSTAH, haya dicho que no comparte ese parecer. Ello hizo que, de espaldas a la ONU, colocasen veinte mil soldados en Haití y pasen a controlar el tránsito aéreo, terrestre y marítimo.
El terremoto se torna en un asunto geopolítico. Venezuela, principal acreedor bilateral de Haití con 295 millones de dólares, deploró la presencia estadounidense en el Caribe. De acuerdo con Chávez, los Estados Unidos se habrían aprovechado de la tragedia haitiana para recuperar la hegemonía perdida en la región a causa de sus preocupaciones en Medio Oriente a lo largo de la última década. Brasil, por su lado, quiere asumir el liderazgo regional que le corresponde en su condición de potencia emergente. Ha cuestionado también la presencia del contingente norteamericano y su Ministro de Defensa, Nelson Jobim, se permitió hacer una verificación in situ de los daños.
Mientras diferentes estados se disputan la competencia y el derecho a intervenir asumiendo que Haití carece de soberanía o, en todo caso, que ésta resulta irrelevante de cara a la crisis humanitaria que padece, una de las prioridades nueve meses después sigue siendo la provisión de módulos adecuados de vivienda. Se trata únicamente de asegurar que la población no viva bajo carpas y en campos de refugiados encontrándose en su propio país.